Esos ojos que parecen indagar si hay vida más allá de la muralla cardenalicia pertenecen a un anciano que se hace llamar Juan Pablo II y que está convencido de ser el representante de Dios en la Tierra.
No es el único, pero es uno de los más influyentes. Por su palacio pasan reyes, príncipes, jefes de Estado, primeros ministros, banqueros, cantantes, empresarios..., y todos le llevan la corriente, como si se tratara de una pretensión absolutamente normal. Lo curioso es que en 25 años de pontificado no ha recibido a un solo mendigo. Claro, que los mendigos tampoco le piden audiencia, cosa rara si pensamos que era la clase social favorita de Cristo. Es todo muy extraño, como que Dios no pueda soportar que la gente se divorcie, que los científicos experimenten con células madre, que los jóvenes usen condón, que los homosexuales y lesbianas tengan los mismos derechos civiles que el resto de las personas, o que los cónyuges hagan el amor con concupiscencia. Cuando un político visita oficialmente Cuba, los periódicos dedican sus primeras páginas y sus editoriales a fustigarlo, pues Castro representa uno de los rostros más crueles y pintorescos de las dictaduras contemporáneas. Pero cuando ese mismo político visita al Papa, que dirige una institución misógina, machista, homófoba y reaccionaria, nadie dice nada, todavía no hemos logrado comprender por qué. Este mismo año, sin ir más lejos, el príncipe Felipe y la princesa Letizia, representantes de un Estado laico, fueron a verle y se arrodillaron ante él y besaron su mano. Por si fuera poco, la princesa llevaba una mantilla negra y una peineta que evocaba la tétrica imagen de las señoras de todos los ministros de Franco, que solían visitarlo de tal guisa. Se nos pusieron los pelos de punta al pasar la página del periódico porque parecía que estábamos pasando una hoja del álbum familiar.
Más tarde, fue a verle el propio Zapatero, al que riñó por haber negado a la Biblia el mismo estatus científico que a la Biología, y por permitir la venta de la píldora del día después, entre otros asuntos que, increíblemente, también sacan de quicio a Dios. Zapatero, que acababa de inaugurar un Gobierno paritario, no le preguntó, en cambio, por qué las mujeres no pueden ser obispas cuando ya son princesas e ingenieras y escritoras y médicas y presidentas del Gobierno. Pero no es que no se lo preguntara Zapatero, es que no se lo pregunta nadie, no sabemos si por no llevarle la contraria o por miedo a que les responda y la audiencia se prolongue media hora más. El caso es que cuando piensas en el respeto absurdo (y no correspondido) con el que medio mundo se dirige al Vaticano y con el que el otro medio se dirige al FMI, comprendes por qué estamos como estamos, o sea, mal. * (Me pregunto qué diría Dios, caso de existir, de estas líneas. Aunque supongo que no diría nada porque son unas líneas inocentes, es decir, perplejas, pero honradas. Los sucesivos representantes de Dios, sin embargo, además de colaborar siempre con las dictaduras más sangrientas, han llevado a la hoguera a miles de personas por escribir reflexiones más inocuas, si cabe, que la mía. Algo no encaja).