*Los artículos de opinión expresan la de su autor, sin que la publicación suponga que el Observatorio del Laicismo o Europa Laica compartan todo lo expresado en el mismo. Europa Laica expresa sus opiniones a través de sus comunicados.
Twitter. Una actriz autora de un monólogo de denuncia de la violencia machista se queja de que hay gente que la deja de contratar porque la consideran defensora de la teoría queer. “Me están vetando”, concluye. Una profesora de Filosofía llamada Esther Pedroche, docente en un instituto de Secundaria de un lugar de La Mancha, explica que, efectivamente ha dejado de usar ese monólogo en clase porque no se puede luchar contra el machismo al tiempo que se afirma que no existen mujeres ni hombres y todo es un espectáculo (que es lo que dice la teoría queer). La respuesta de la actriz: “Esto es violencia estructural”. “No puedo más, esta violencia es colectiva”.
En otras palabras: decir en público que uno no utiliza determinado material en clase es violencia.
Twitter. La foto de una persona con la boca sangrando. Alrededor mensajes de varias escritoras, exclamando “Qué violencia!” “Violencia de manual”, “de manada”, “coral”… No se refieren a la foto sino a un texto que arremete contra todo un género literario referido a mujeres en el ámbito rural y describe los libros de este tipo como “tonelada de basura autorreferencial”, “hedionda de jactancia y moralina de hípster arrepentido”. Lo firma el escritor y columnista, diría incluso polemista, Juan Soto Ivars.
En otras palabras: calificar un género literario de “basura hedionda” es violencia. Incluso violencia machista. También en el caso de la actriz: rechazar públicamente su monólogo era similar a la violencia de la pareja machista que ella tuvo antes y que inspiró precisamente su obra, dijo. Por mucho que la docente y todos los implicados en la polémica fueran mujeres. Y si creen que exagero unas anécdotas, miren las discusiones sobre la nueva ‘ley trans’ que promete sacar Irene Montero: no faltan señores que proponen romperle la cabeza contra el bordillo a cualquier mujer que diga que un hombre declarado trans no es mujer. Porque ante la violencia, violencia.
No estoy nombrando a las escritoras ni a la actriz porque no creo que se trate de arrebatos personales ni de personas afectadas de hipersensibilidad clínica. Creo que se trata de toda una cultura de silencio y conformismo que estamos importando desde el ámbito anglosajón, especialmente de Estados Unidos.
Porque herir con las palabras —zaherir es el verbo— ha formado parte de nuestra cultura desde hace siglos. Si lo de Soto Ivars es violencia, lo de Quevedo y Góngora ¿era una masacre caníbal? preguntó una tuitera. Y ellos no inventaron la fórmula: De Aristófanes y Juvenal, pasando por Abu Nuwas y François Villon hasta Heinrich Heine, el insulto verbal forma parte de las Bellas Artes. Con grandes ejemplos en nuestra tierra, de Marcial a Ibn Zaydun, Wallada y Muhya la Cordobesa (el vejamen es uno de los géneros clásicos de la poesía árabe). Aunque ya Larra lamentara que “la sátira es harto delicada de manejar atinadamente en este siglo de buena educación”.
Ya no basta con la buena educación. Ahora es violencia expresar cualquier opinión discordante. Estamos camino de lo que en Estados Unidos llaman “espacio seguro”. Dicen que no es una metáfora, sino que existen de verdad: salas en las universidades, a veces provistas de cojines, mantas y vídeos de gatitos, adonde los estudiantes pueden retirarse si la conferencia en el aula les sacude sus frágiles convicciones. Sí, yo también pienso que estoy exagerando, pero eso es lo que pone en el New York Times, y lo dice una estudiante en el último año de carrera que se vio en la necesidad de acudir a esa sala tras escuchar un debate entre dos escritoras sobre si vivimos en una cultura de la violación: “Me sentí bombardeada por un montón de puntos de vista que van muy en contra de mis firmes creencias, que tanto valoro”.
Dicen que el concepto de espacio seguro lo inventaron en una fábrica textil para que las obreras pudieran hablar con un inspector sin que las oyera (y despidiera) el jefe. Luego lo usaron gays y lesbianas norteamericanos para hablar sin que los heteros les dieran una paliza por ser maricones. Luego alguien se dio cuenta de que, como dice cierta actriz monologuista, no solo duelen los golpes. Las palabras también duelen, y la solución es ponerse tapones o salirse de la sala. Y si para sacarse un diploma en Psicología es imprescindible acudir a clase, pues habrá que impedir que el profesor diga algo que pueda herir la psique de alguien.
El dolor es individual y hay mucho individuo en clase que puede llevar un trauma a cuestas. Si a una chica violada no se le puede hablar de violaciones, a un negro no se le puede hablar de racismo, o al menos no mencionar que Mark Twain escribía la palabra ‘nigger’. Por supuesto, si hay una persona transexual en clase, no se podrá hablar de biología, anatomía humana o reproducción sexual. Si hay un islamista no se puede explicar el desarrollo del alfabeto árabe, no vaya a ser que esto contradiga la firme y tan valorada creencia de que el Corán fue creado al mismo tiempo que el mundo. O antes.
Son casos reales. Todos.
¿Cómo hemos llegado a subordinar la explicación de leyes biológicas, hechos históricos y opiniones sociológicas a lo que una persona pueda sentir? ¿Es que ahora estar traumatizado es la nueva normalidad? ¿O por qué valoramos la protección de un frágil sentir por encima del deber de afrontar la realidad, incluida la realidad de que no toda la humanidad piensa igual?
La respuesta corta es: por racismo.
La respuesta larga es que el racismo de hace un siglo, considerado entonces perfectamente aceptable y fundamentado por voluminosas obras de catedráticos, se ha transmutado hoy, bajo la bandera del “antirracismo”, en una ideología exactamente igual de racista. Con una humanidad compuesta por colectivos nítidamente separados; no confundir, por favor, y sobre todo: no mezclar.
Una filósofa diría que es por vivir en la posmodernidad, en una sociedad que cita a Frantz Fanon para dividir el mundo en colonialistas y colonizados, no como hecho político y material momentáneo sino como concepto psicológico y esencial, y por supuesto eterno. Tan esencial que hoy se vuelve a hablar de blancos y negros o, más fino, de “racializados”. Y los racializados, es la consigna, no deben entrar en debates sobre derechos humanos, igualdad de sexos, libertad de expresión o democracia, porque los derechos humanos y la democracia, y mucho más el feminismo, son un invento eurocentrista del Occidente blanco colonialista opresor. ¿Un debate sobre racismo? ¿Con blancos? ¡No! Porque el problema no es lo que piensan. Es lo que son. Lo único que pueden hacer los blancos es acudir a un taller para deconstruirse. Sí, así se llama: deconstruirse. Dejar de ser.
En Europa, ese modelo empezó a expandirse en los años noventa con el ambiguo concepto de la “multiculturalidad” que se vendió como algo muy tolerante y de izquierdas y que se reveló como un simple eufemismo para enmascarar la teoría racista del apartheid de la derecha de toda la vida: los inmigrantes musulmanes —turcos, magrebíes, iraníes— debían vivir en Europa, sí, pero apartados, bajo sus propias leyes. Con sus mezquitas, sus velos, su comida halal, su ayuno, sus burkinis y su sacrosanta virginidad. Así eran (mejor dicho: así les decían sus predicadores que tenían que ser, aunque ellos no lo supieran) y así había que aceptarlos. Sobre todo que no intentaran parecerse a su entorno. La asimilación es un crimen contra la humanidad, dijo cierto dirigente islamista turco y la izquierda lo aplaudió.
Discutirle a una mujer el mandamiento del velo es destruirla. Porque la ideología islamista —ellos lo llaman ser musulmán— ya no es una manera de pensar. Ahora es una manera de ser. Los musulmanes ya no piensan. Los musulmanes son.
¿Llevan velo? Acéptalo. ¿Prohíben a sus hijas ir a clase de natación? Acéptalo. Les ponen burkini en la playa? Acéptalo. ¿Mandan a los niños a clase sin desayunar en ramadán? Acéptalo. ¿Encierran a sus mujeres en casa si se veta el burka en la calle? Acéptalo. Amenazan al profesor si dice en clase que el alfabeto árabe se estandarizó después de Mahoma? Acéptalo. No hables de alfabetos. No hieras sus sentimientos. No les hagas cuestionar sus firmes y valoradas creencias. Es su religión, su forma de vida, es más: su identidad. Y cómo le vas a cuestionar a alguien su identidad? Si le quitas la identidad, lo aniquilas. Lo destruyes. Discutirle a una mujer el mandamiento del velo es destruirla. Porque la ideología islamista —ellos lo llaman ser musulmán— ya no es una manera de pensar. Ahora es una manera de ser. Los musulmanes ya no piensan. Los musulmanes son.
Quien dice musulmanes, dice cualquier otro colectivo. Descubierto el filón, todos se han adherido. Discutirle a alguien nacido en Girona la necesidad de Cataluña de independizarse ya no es un debate político: es un ataque a su identidad como catalán. Decir que el alquiler de vientres es delito en España ya no es reclamar el imperio de la ley: es un ataque a la identidad de padre que le corresponde al comprador de bebés por derecho mercantil. Decir que la prostitución es un execrable hábito patriarcal que convierte a las mujeres en mercancía y debe ser abolido ya no es una opinión feminista: es un ataque contra la identidad de las trabajadoras sexuales. Decir que el sexo biológico existe y ninguna ley que se haga podrá cambiar ese dato ya no es afirmar un hecho científico: es un ataque a la identidad de las personas trans.
Porque todos ellos y ellas —islamistas, independentistas, padres por contrato comercial, prostitutas voluntarias, trans— ya no tienen ideas, ideologías, argumentos con los que defender su postura. Ni falta que les hace. Simplemente son, sienten, se identifican. Eso sí, todos reclaman una ley que los confirme en este sentimiento. Porque —hasta ahí llegan— con sentirse algo no basta para serlo. No: es preciso que la ley obligue a los demás a reconocerlo públicamente. O al menos, que los obligue a callar cualquier opinión disidente.Y a falta de una ley, a las voces disidentes hay que acallarlas. Cancelarlas, se dice ahora. Es decir, hacerlas desaparecer de Twitter, de la prensa, de la Universidad, de cualquier espacio donde puedan escucharse. Mediante denuncias, cartas al rector, gritos puestos en el cielo de ¡¡violencia!!
Hace unos meses, me invitaron a firmar una carta contra esta cultura de la cancelación. Me negué. Porque a tanto no ha llegado aún en España, argumenté, y sería bastante paradójico que se quejase de no tener tribuna alguien que regularmente escribe en uno de los diarios más leídos de España. Pero la cultura de la cancelación se está convirtiendo en un hábito que no solo va contra las J. K. Rowlings de este mundo sino también contra lo que Esther Pedroche llama las mindundis: las que no tienen tribuna ni altavoz y solo ponen un tuit. Y todo bajo el pretexto de que ellas hacen daño personal, emocional, a quienes se han hecho famosas posando con su identidad.
Claro, nunca habríamos imaginado que tras ser independentista, islamista, racializado o trans ahora también sería una identidad ser víctima de la violencia machista o escribir sobre mujeres rurales. Envolver todo lo que trate de mujeres con un velo de tul rosa con miriñaque para que no esté expuesto al rudo mundo masculino ni pueda oír palabras malsonantes no es feminismo. Eso ya lo teníamos, y se llama patriarcado.
Concluiré con una anécdota que cuenta el New York Times: Cuando la periodista marroquí Zineb El Rhazoui —sí, la misma que por casualidad escapó de la masacre de Charlie Hebdo en 2015 donde murieron 12 de sus compañeros y que hasta hoy no puede ni bajar a comprar el pan sin escolta policial— llega invitada a la universidad de Chicago y habla de la necesidad de defender la crítica, la sátira y la irreverencia ante cualquier imposición teocrática, una estudiante musulmana se levanta y dice que no se siente segura ante estas opiniones, que hieren su sensibilidad. Al día siguiente, el periódico estudiantil critica a Zineb El Rhazoui: en su charla no ha garantizado “que otros se sintieran lo suficientemente seguros como para expresar una opinión distinta”.
A nadie le preguntaron si la redacción de Charlie Hebdo era un lugar lo suficientemente seguro como para expresar una opinión distinta. Distinta a la de ciertos barbudos que albergan firmes y muy valoradas creencias y que creen que ponerlas en tela de juicio es quitarles la identidad. Y que la única respuesta posible es cancelar esas opiniones disidentes. Con metralletas.