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Seguimos inundados por el pensamiento sobrenatural

No es tan sencillo como parecía reprogramar a los humanos. La idea más aceptada hasta ahora era que el razonamiento lógico –sobre todo desde que se cuenta con la ayuda del método científico– estaba destinado a prevalecer sobre el pensamiento mágico y sobrenatural. A medida que íbamos comprobando hipótesis y despejando incógnitas, retrocedía otro tanto el pensamiento heredado en sus formulaciones más dogmáticas.

Al descubrir el científico francés Pasteur el origen de las enfermedades infecciosas y al contar con microscopios para identificar a los microbios culpables, ya no se podía seguir manteniendo que la culpa de muchas enfermedades la tenían los malos espíritus. Para algunas de esas enfermedades, como las fiebres puerperales que afectaban antaño a un gran porcentaje de las parturientas, estuvo claro que la culpa la tenían los médicos que se negaban a lavarse las manos al salir de la sala de autopsias, antes de entrar en la de partos. La batalla estaba ganada.

Sin necesidad de proferir grandes gritos, se fue arrinconando el oscurantismo y el pensamiento dogmático, a medida que las pruebas científicas fueron refutando los supuestos mágicos como “toca madera” en casos de peligro u otras formas de ahuyentar los malos espíritus.

Lo que he dicho hasta aquí resulta que es falso o casi totalmente falso. A pesar de los avances del método científico, de comprobar y demostrar que muchos de los remedios aducidos son extravagantes y no se sustentan en el conocimiento, seguimos inundados por el pensamiento sobrenatural. Un gran amigo y científico, el psicólogo Bruce Hood, me recuerda los casos más escandalosos. Que levanten la mano, por favor, aquellos lectores que están de acuerdo en que les parecen perfectamente normales las siguientes historias. Son muchos y muy inteligentes.

Resulta que nueve de cada diez personas a las que se pregunta si han sentido alguna vez la mirada fija en la espalda de alguien al que detectan, al girar la cabeza, afirman que sí; que les ha ocurrido más de una vez y que sintieron, perceptiblemente, algo en la espalda que les revelaba que los estaban mirando fijamente. Yo mismo he argüido, en más de una ocasión, con amigos inteligentes que su sentimiento no tenía ningún fundamento, ya que para sentir, de veras, que alguien los estaba mirando fijamente por la espalda sería preciso que de los ojos del transeúnte salieran partículas que fueran directamente a dar con su piel, para que él lo notara. Nadie ha descubierto todavía estas partículas que, supuestamente, salen de los ojos para avisar a otro de que lo están mirando.

Otro ejemplo: la mitad de las mujeres encuestadas afirmaba que, después de la triste desaparición de su marido, habían tenido la suerte de poder disfrutar de su presencia unos instantes gloriosos en la noche o viajando. Lo mismo me defendió un neurólogo que aludía al fallecimiento de su mujer. Podría seguir una larga lista de casos o acontecimientos que una mayoría de personas juraría que se han dado, en contra de todas las apariencias científicas. Una profesional inteligentísima estaba convencida de que en una ocasión alguien la empujó por detrás en la calle, sin que hubiera nadie cuando se dio la vuelta.

¿Son innatos estos saberes o son adquiridos? Algunos, como el reflejo del bebé de agarrarse a un palo ardiendo a los pocos días de haber nacido, son innatos. Nadie tuvo tiempo de enseñárselo ni, por supuesto, él de aprenderlo. La verdad es que estoy menos seguro que antes de que los humanos harán gala muy pronto de un pensamiento exclusivamente racional y lógico. Va para muy largo.

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