Es una contradicción. Los centros educativos que segregan a los alumnos por sexo están obligados a reforzar la educación en igualdad. ¿No sería más sencillo que el alumnado conviviera en igualdad y ahorrarse ese esfuerzo? No lo ve así ni el Partido Popular ni la mayoría conservadora del Tribunal Constitucional, que ha zanjado la larguísima batalla legal en favor de que esos centros —habitualmente religiosos— puedan percibir subvenciones públicas porque no vulneran el principio de igualdad. Separar a los niños de las niñas, en definitiva, según el alto tribunal, es plenamente constitucional. El camino queda expedito, pues, para todos aquellos que, con dinero público, seleccionen a sus alumnos por nivel social, creencia religiosa o color de piel. La aberración está servida.
La sentencia del Tribunal Constitucional del pasado mes de abril ha causado poco revuelo en unos momentos tan convulsos de la actualidad española y, sin embargo, es un revés a la lucha por la igualdad. La prueba está en la propia ley educativa, la LOMCE, impulsada por el entonces ministro José Ignacio Wert, que para sortear justamente la gran contradicción introdujo la obligación solo a los centros segregados de adoptar medidas para favorecer la igualdad. En definitiva, la impone casi como una asignatura más —dicho en términos coloquiales—.
¿Cuál es la razón de que casi 200 centros en España elijan este tipo de educación? Alegan ventajas pedagógicas, lo que es difícilmente demostrable. ¿Acaso evalúan a individuos similares en una escuela mixta y otra segregada para poder establecer las diferencias? ¿Lo hacen con colectivos enteros? ¿Necesitan los niños asignaturas diferentes a las de las niñas? ¿Aprenden estas más rápido y requieren, por tanto, ritmos diferentes? ¿Y, en ese caso, por qué no mezclar para que unos aprendan de otros? ¿Por qué nos resultaría intolerable seleccionar solo a los de alto nivel social y cultural —que suelen obtener mejores notas— y vemos con tanta naturalidad la segregación por sexo? Parece evidente que la inercia de un pasado desigual se impone en contra de criterios esenciales y constitucionales.
El voto particular del magistrado Fernando Valdés Dal-Ré, al que se ha adherido el ex fiscal general Cándido Conde-Pumpido, es un ejercicio de lógica aplastante en defensa de la escuela pública. “La educación diferenciada por razón de sexo niega el papel de la escuela como espacio por excelencia de socialización y convivencia en igualdad”, dice, “y contribuye a perpetuar estereotipos sexistas”. Dal-Ré, además, ve en la defensa de los centros segregados un paralelismo de la noción de educación con el principio de “separados pero iguales” que en 1896 justificó la segregación racial en Estados Unidos.
Con la LOMCE se perdió la oportunidad de liberar a la educación de viejos prejuicios. La falta de consenso entre los partidos para suscribir un pacto educativo promete mantener el statu quo. Esa ley de Wert introdujo alguna mejora educativa, pero blindó la clase de religión y legisló precisamente para poder seguir subvencionando a los centros segregados. Esa liberación parece una batalla imposible; al menos mientras la religión, algo que debería quedar en el ámbito privado, siga tan presente en las aulas españolas.
Gabriela Cañas
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