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“¡Santiago y cierra España!”

La ofrenda a Santiago sigue siendo una tradición religiosa establecida manu militari por el fascismo.

La II República acabó con la Ofrenda

La Constitución de la II República, aprobada el 9 de diciembre de 1931, en su artículo 3º establecía que “el Estado español no tiene religión oficial”. El laicismo había venido por vías democráticas y las derechas se volvieron epilépticas perdidas. Mucho más, cuando a los meses de aprobarse la Constitución, el gobierno comenzó a publicar una serie de leyes, órdenes, y decretos aplicando el alcance práctico que tal declaración constitucional suponía para las instituciones públicas dependientes de dicho Estado.

Rescato algunas de estas disposiciones:

“- Decreto que somete al Cuerpo Eclesiástico del Ejército a las normas generales para la jubilación.
– Exclusiva competencia civil sobre cementerios municipales.
– Derogando subvenciones a la enseñanza impartida por religiosos
– Declarando a extinguir el cuerpo eclesiástico de la Armada
– Disuelve el Cuerpo de capellanes de Prisiones
– Se declaran hábiles las fiestas eclesiásticas
– Se suprimen las fiestas religiosas del calendario escolar
– Excedencia forzosa de profesores de religión
– Disuelve el cuerpo eclesiástico del Ejército
– Suprime la asignatura de religión
– Suspensión de las celebraciones del culto en las dependencias del Ministerio de Marina
– El cura párroco deja de formar parte de la Junta de Sanidad de los municipios.
-Se vuelve a establecer la coeducación (Orden, 2.4.1936) suprimida el 1 de agosto de 1934”. Etcétera.

El laicismo iba, pues, en serio.

La religión no fue expulsada de la sociedad, como una y otra vez dijeron las derechas, sino que por exigencias legales de la Constitución se prohibió la presencia de cualquier símbolo religioso en las instituciones públicas. Las prácticas religiosas siguieron celebrándose en la parroquia y las procesiones en la vía pública, también; bastaba con solicitar permiso al gobernador civil que, rara vez, las prohibía. Al fin y al cabo, la religión, como dijo Azaña, pertenecía “a la esfera de la conciencia personal”.

Durante la II República, gobernase la izquierda azañista, el bienio negro de Lerroux/CEDA o el Frente Popular, la “Ofrenda de España al Apóstol Santiago” nunca tuvo lugar. Caso de celebrarse, hubiese puesto en solfa contradictoria la Constitución y al Estado. Congruencia política que, actualmente, los políticos entienden, pero no cumplen, pues anteponen sus creencias religiosas al marco legal.

En 1931-1936, no era congruente que unos representantes de un Estado Laico participasen en un Acto Religioso en nombre de dicho Estado, donde se exaltaba una entidad, Dios, a la que, quienes detentaban el poder religioso, consideraban por encima del Estado.

De leyenda en leyenda

El culto a Santiago, el hijo del Trueno, como se lo conoce en los evangelios, no se sabe si por su carácter bronco e impetuoso o por el de su padre, comenzó en el primer tercio del siglo IX. Fue necesario inventarse una leyenda, que devino en verdad dogmática, gracias a la Bula de León XIIIDeus Omnipotens, con fecha del 1 de noviembre de 1884, donde dejó sentada la autenticidad del sepulcro del correoso apóstol y la de su tibia, fémur, alguna costilla y cráneo encontrados por casualidad. El papa, con el aleteo científico del Espíritu Santo y “el trabajo de unos técnicos”, certificaron que el ADN de aquellos huesos pertenecía a Santiago, tirando por tierra que dicha osamenta fuera de Prisciliano.

El papa dio por bueno lo que el Decreto del cardenal de Compostela, Payá y Rico en 1883, había dictaminado: “aquellas reliquias eran las mismas que se veneraban en Santiago en el siglo XI, que el sepulcro pertenecía al periodo romano y que los huesos por su antigüedad eran del siglo I”. Y lo más importante: “eran de Santiago, el apóstol”

A ello se añadió la, más que evidente, científica intervención de Santiago en la batalla de Clavijo a favor del rey Ramiro, “dando a la fisura ya deslumbrante del santo, una intervención medular en la historia de España, repetida en la gesta de Franco”, como apostilló el requeté y golpista navarro Eladio Esparza.

No se piense que la intervención del papa fue, tal y como se dice en latín, motu proprio. Para nada. La motivó el abate Duchesne, quien en un opúsculo denunció que todo cuanto se contaba de la predicación de Santiago en España, de la traslación de sus restos mortales y del descubrimiento de su tumba en Compostela, eran burdas mentiras, lo que, obviamente, ponía en peligro las peregrinaciones que tan sustanciosos dineros producían para las arcas, tanto civiles como religiosas. Para este “orgulloso abate” -Vaticano dixit-, lo que decía el papa no era defendible, pues no existía cimiento sólido en el que sostener tales afirmaciones por muy papa que fuese León XIII. La Iglesia, decía Duchesne, “no ofrece hechos verídicos para certificar lo que dice, ni es competente para hacerlo. Solo la razón histórica puede dirimir una cuestión de tanto alcance, aunque se desnuden sus fundamentos”.

Obviamente, el papa mandó callar al díscolo abate y la leyenda prosiguió su camino, convertida en verdad histórica inmutable.

Tradición impuesta manu militari

La ofrenda, a la que se hace referencia y que se repite anualmente, fue instituida en 1645 por las Cortes reunidas de León y de Castilla por iniciativa expresa del rey Felipe IV, y cuya celebración terminaba con “el tradicional abrazo” a la imagen del Patrón de España, por parte del oferente. Dicha tradición se suprimió con la llegada de la II República y su Estado Laico.

Y, como no podía se de otro modo, fue por Decreto del militar golpista, llamado Franco, la manera en que se recuperó dicha tradición “para España” – formada por los hijos de Dios-, y que, en esencia, era, y lo sigue siendo, un acto de vasallaje del poder político al religioso. Y este “regreso patriótico y español” se hizo en 1937, porque la ciudad de Santiago, en julio de ese año, se encontraba ocupada -“reconquistada” en su jerga-, por el ejército de los golpistas.

El Decreto decía:

“La universal significación que en el orden histórico tiene el Apóstol Santiago, se destaca más singularmente en España, lugar de sus predicaciones y deudora de los mejores fastos de su glorioso pasado. En el resurgir de nuestras tradiciones, es primordial la que establecida por los antiguos reinos solo se obscureció en el momento del grosero materialismo.

En su consecuencia dispongo:

Artículo 1º. Se reconoce como Patrón de España al Apóstol Santiago, declarándose día de fiesta nacional el del veinticinco de julio de cada año y en cuya fecha se hará tributo de las ofrendas en la cuantía y forma señaladas en la Real Cédula del 17 de julio de 1643 y decreto del 28 de enero de 1875.

Artículo 2º. Por la Presidencia de la Junta Técnica, Secretaría de Guerra y Gobierno general se darán órdenes oportunas para el cumplimiento de los preceptuados en este decreto.

Dado en la Villa del Prado a veintiuno de julo de mil novecientos treinta y siete. F. Franco”.

decreto franco Santiago apostol

El tributo al que se hace referencia del año 1643, renovado en 1875, decía lo siguiente: “Ofrecimiento anual y perpetuo de mil escudos de oro en nombre de los reyes de España al glorioso apóstol Santiago en su día por vía de reconocimiento de su protección y patronato de estos Reinos”.

En definitiva, se recuperaba un acto de sumisión y de servidumbre voluntaria del poder del Estado ante el poder religioso, vasallaje que nunca consintió la II República.

La ofrenda en tiempos de guerra

El nuevo Decreto que restauró una fiesta religiosa que “se oscureció en el momento del grosero materialismo”, se recibió entre los católicos como “un acto patriótico, tradicional y profundamente católico”. En definitiva, como una tradición excluyente y nada inclusiva, como son las tradiciones religiosas, pues solo admiten en su club a sus fanáticos seguidores. Respeto a la pluralidad y tradición religiosa son términos incompatibles.

De este modo, y como decía un canónigo de la catedral de Pamplona, Blas Goñi, a la hora de festejar dicho Decreto: “España se gloría incesantemente de haber sido favorecida con tus santos huesos”. Una pena que este canónigo no precisara qué aspectos de la realidad se habían mejorado por influencia benefactora de cartílagos tan magníficos.

Hay que señalar que en las ofrendas realizadas durante estos tres años, 1937, 1938 y 1939 -en 1936 no se hizo-, no asistió quien por Decreto la había recuperado, siendo representado por el general Dávila, el ministro del interior, Serrano Suñer, y el general Moscardó, respectivamente.

Año de 1937, ofrenda beligerante

En este primer año de recuperación de la ofrenda, acudió a Santiago el primado de España, Isidro Gomá, junto con una comisión de caballeros del Pilar y otra de coroneles procedentes de Burgos que representó el Arma de Caballería.

Como he señalado, Franco, el gran artífice de la recuperación de esta tradición, fue representado por el general Dávila, ya saben, el militar que en 2008 fue citado por Garzón como criminal de guerra y que, para estas fechas, el sujeto encausado estaba más que muerto. Transcribiré un fragmento de su discurso, limitando mi comentario a poner en cursiva algunas de sus expresiones de inequívoca raigambre militar y con la apropiación fascista de la figura de Santiago Matamoros:

“Cuando se interrumpieron las religiosas tradiciones y los fuertes lazos de la fe se aflojaban o debilitaron hasta hacer caer los valores espirituales para dejar paso a un materialismo destructor, aquella España, heroica e inmortal que asombró al mundo, caía víctima de un positivismo grosero que la envilecía. La unidad española, a tanta costa forjada, se quebró y despedazo al conjuro de secretas fuerzas revolucionarias que se escudaban en un laicismo ateo y la masonería judaizante. Surgió el grito de la fe y del patriotismo y para su defensa se formaron legiones y regimientos y falanges de cruzados que llevando en el pecho tu enseña gloriosa hacen de nuevo a España y te proclamaba por su Patrón y su guía. En cada acción o batalla se señala la mano divina hasta lograr que aquellas pequeñas unidades guerreras, escasas de material y carentes de efectivos se conviertan en el poderoso ejército salvador de nuestra Patria.

Convierte a nuestros guerreros en invencibles facilitándonos el camino de la victoria, lograremos reafirmar nuestro credo y como en nueva obra evangelizadora quedarán asegurados aquellos principios inamovibles en que se asienta la unidad y grandes de España”.

La intervención de Gomá

El teocrático Isidro Gomá habló “de una ofrenda cristiana, tan cristiana como española”. En su opinión, la interrupción de esta ofrenda se debió “al espíritu extranjerizante”, dando por hecho que quienes elaboraron la Constitución de 1931 eran marcianos.

Y, en cuanto al contenido de la ofrenda, reflexionó sobre la paz, repitiendo las reflexiones de su pastoral La cuaresma de España (30.1.1937). Extrañaba que un purpurado de la Iglesia, que consideraba la como “el bien más preciado de un pueblo”, se mostrara partidario de la guerra y la justificase con citas de la Biblia y santo Tomás. Si la guerra era fruto del pecado, poco reparó Gomá en que todos eran pecadores, aunque un poco más los republicanos.

Si Gomá se declaraba tan amante de la paz, ¿por qué no alzó su voz contra el golpe de Estado nada más proclamarse y ver su inmediato fracaso? La pastoral de Gomá se diluía en un océano de contradicciones y paradojas, resueltas por la vía de la consideración de la guerra como acto justo -versión de santo Tomás-, cuando se trataba de derribar a los “enemigos de Dios” que, en un reduccionismo teológico comprensible, era media España la que apoyaba al Gobierno republicano. En definitiva, la guerra quedaba convertida en un problema religioso, cuando, en realidad, era un problema político y económico.

Gomá quiso convertir su petición al apóstol “en una férvida plegaria por la paz en una guerra tan terrible como gloriosa, porque la paz, es el bien fundamental de los pueblos”. Sin duda. Kant ya lo había dicho en La paz perpetua y de quien Gomá no cita ni una coma. Lógico. Kant abogaba por la razón para solucionar las controversias entre los seres humanos, apostando por la cooperación entre los individuos como valor esencial frente al poder.

Del disfrute de la paz que deseaba Gomá, en principio, solo participarán de ella quienes la hubiesen merecido: “Fuera de los campos de batalla la han merecido especialmente los miles de mártires cristianos, sacerdotes y seglares que han dado su sangre en testimonio de su fe y la han unido a la del glorioso apóstol”.

¿Y para los futuros vencidos de la guerra? Para estos dirá:

“Cuando llegue la hora de esta paz podemos asegurar, porque conocemos el corazón magnánimo del Generalísimo-, no se oirá sobre los campos rotos de España, el Vae Victis (¡ay de los vencidos!) de los paganos” -esto también lo decía Kant-, “ni deberán quedar flotantes los odios de los hermanos sobre los viejos campos de batalla; ni bajo la tierra arada por la metralla, el rescoldo de viejas reivindicaciones políticas y sociales que pudiesen alimentar la tremenda hoguera de nuevas guerras. Será una paz cristiana, fruto de la confluencia de pensamiento y corazón de todos los españoles, garantía de un porvenir venturoso. Todo hombre de buena voluntad deberá hallar en el suelo pacificado de España un lugar paz, para vivir en paz. Que cada cual viva en paz, a la sombra de su higuera y de su parral”.

¡Qué comprensión! ¡Qué ternura!

Caigamos del burro del asombro, porque Gomá bien sabía que dicha paz no era nada fácil de conquistar. De ahí que, increíblemente confuso en su prosa, añadió:

“Para ello, será necesario recuperar de nuevo nuestra alma (…) porque la revolución quiso cambiarnos el alma y el pueblo se ha opuesto con las armas porque esto hubiese sido someternos a la servidumbre definitiva de un pueblo extranjero. La contrarrevolución  debe aspirar a la restauración del alma nacional, a la revalorización de todo factor netamente español, a una reclasificación radical de todos los hechos humanos, a su reajuste según las existencias de nuestra historia. Porque no hay ciudad bien cimentada cuando no se cimenta en Dios, que ha sido siempre el primer ciudadano de todos los pueblos grandes, la justicia que se debe a Dios que es la primera de todas las justicias. Todo esto ha sido deshecho por la revolución; y la contrarrevolución para no errar el camino, debe rehacerlo y valorizarlo según las leyes providenciales.”

Es evidente que, en lo que a la paz se refiere, Gomá se equivocó. A los dos años de esta ofrenda, también, comprobaría que el corazón del “Generalísimo no era tan magnánimo” y no lo conocía tan bien como presumía. En realidad, el cardenal no tenía idea acerca de los flujos sanguinarios que bombeaban el corazón de semejante elemento.

Pronto lo sabría. Antes de morir en 1940, en 1939, escribió la pastoral Lecciones de la guerra y deberes de la paz y su sorpresa fue mayúscula cuando la censura prohibió su publicación en la prensa. Una censura que, entonces, estaba en manos de Serrano Súñer, Laín Entralgo y Antonio Tovar, falangistas de pro; luego, los dos últimos reconvertidos en demócratas de toda la vida, sobre todo Laín. Ni el Generalísimo de generoso corazón salió en su ayuda.

En esta pastoral, Gomá completaría su inacabada reflexión sobre la paz, iniciada en La cuaresma de España, repetida en la Carta Colectiva de los obispos españoles publicada recientemente (1.7.1937) y, ahora, en la ofrenda.

Solo que, en 1939, terciaría sobre un concepto eternamente pospuesto: el del perdón y la reconciliación. De forma ingenua, Gomá pedía “perdonar al enemigo cristianamente”, olvidando que, si algo a lo que no estaba dispuesto el régimen, era, precisamente, a eso, a perdonar a los vencidos. Su petición encajaba en la doctrina evangélica, pero no en el comportamiento de los dirigentes fascistas.

En cualquier caso, Gomá olvidó decir que quienes tenían que pedir perdón eran los fascistas, pues, a la vista estaba, que no habían sido buena gente. El mismo los sufrió en carne propia. Ni siquiera le permitieron la publicación de una pastoral que ni cuestionaba la razón de ser del golpe, ni de la guerra, ni la figura del Generalísimo. A lo sumo, y de manera un tanto críptica, su pastoral solo ponía en solfa a Serrano Suñer y su parafernalia falangista, idéntica a la nazi, algo que a Gomá le sacaba de sus casillas teocráticas.

De hecho, después de dicha pastoral, nada cambió y el olvido sobre Gomá fue total.

Año de 1938, la versión más guerrera

En esta ocasión, fue el ministro del Interior, Serrano Suñer, quien hizo los honores al santo en nombre de su cuñado.

Al acto asistieron los embajadores de Italia, Portugal, Japón, el cónsul general de Alemania, el general jefe de la Octava Región militar, Gil Yuste, el contralmirante Luis de Castro; el alcalde de Santiago, el coronel de Estado Mayor; el nuncio del papa, monseñor Cicognati, el arzobispo de Santiago, Tomás Muniz, el obispo de Madrid, Eijo, el de Mondoñedo y el de Oviedo.

El ministro recuperó la figura de Santiago en su dimensión más guerrera e intransigente. Después de señalar que se encontraba allí, “en nombre de los que aquí están y de los que sufren porque no están y en nombre de los que ya rindieron tributo a la muerte en servicio del señor y de España”, dirigiéndose a Santiago, es un decir, le diría, es otro decir, que “Vos fuisteis quien pidió fuego del cielo que consumiera a las gentes protervas”.

gentes protervas, sinónimo de malignas, eran los rojos, los comunistas, los masones; en definitiva, quienes formaban el bando gubernamental y a los que, como se vio anteriormente, Gomá integraba en la “revolución”, mientras que los golpistas formaban la “contrarrevolución”.

Se trataba de una contraposición terminológica delirante. A fin de cuentas, ¿dónde estaba esa revolución contra la que se rebelaron los golpistas? En todo caso, cabría hablar de una imaginaria revolución, republicana, obviamente, y que ya me dirán, ustedes, cuándo se puso en práctica mientras duró el gobierno del Frente Popular.

Fue esta contrarrevolución -en realidad, un golpe de estado fracasado-, la que inició la violencia y la salvajada de la guerra contra un Gobierno que, ni en sus defensores más radicales, cupo la idea de que en España se estaba fraguando una revolución comunista, diseñada por el Soviet.

El falangista filonazi, Serrano Suñer, al leer sus folios dedicados a la imagen del apóstol, rescató de este su lado más violento y fogoso del supuesto carácter de dicho apóstol:

Vuestra inclinación por lo eficaz y lo imperial, sobrenaturalizadas luego, se convirtieron en el más prodigioso apostolado. Haced a España Una, Grande y Libre, faro del mundo con los extraviados, pero firme y dura -inflexible- como Vos, ante la traición y las fuerzas del mal”.

A continuación, tomó la palabra el arzobispo, Tomás Muniz, quien no tuvo reparo alguno en asegurar la idea de que “España fue hecha a imagen y semejanza de su apóstol y Patrono”, es decir, ¿a imagen de un beligerante con los infieles y con las fuerzas del mal? Seguro. Para concluir que “Santiago es nuestro, cosa de familia. Y porque España es así, y no ha dejado de ser católica, Santiago no la dejará torcerse en sus destinos. Nosotros somos así o no somos. Venceremos o moriremos en la contienda”.

Año 1939, ofrenda sobria

¿Cómo fue la ofrenda de 1939, año en que la Guerra había llegado a su fin? No cambió de formato ni de contenido. Como de costumbre, Franco tenía mejores cosas que hacer y no asistió al acto, delegando su representación en el general Moscardó, el héroe del Alcázar. Lo acompañaron el vesánico Millán Astray, el arzobispo de Santiago y los obispos habituales, de Madrid, de Lugo y de Mondoñedo.

La lectura de la ofrenda la hizo el general Moscardó. Apenas un folio de extensión aunque con idéntica retórica grandilocuente de los dos años anteriores. Le salvó del naufragio total su brevedad.

Se limitó a decir que había venido a Santiago a darle las gracias al santo, porque “había guiado al Generalísimo (…) y a reiterar con sangre de nuestros muertos y los laureles de nuestros héroes la primicia inmaculada de nuestro triunfo”. El triunfo final del Generalísimo estaba escrito, pues “era un Destino providencial que Dios nos señaló”.

En cuanto a las palabras del arzobispo, tras recordar la historia de la ofrenda, fue tan breve como un telegrama: “Yo recibo, en nombre del glorioso Apóstol, el donativo que le ofrece el Generalísimo y reconozco en nombre mío y de esta santa Iglesia la merced que se le hace”.

Amén.

Y por estos derroteros de oratoria fascista seguirían las ofrendas celebradas en años posteriores, permitiendo a los oferentes explayarse en consonancia con su talante expresivo. Por ejemplo, la intervención, en 1950, del capitán general del Departamento de El Ferrol, el Almirante Juan Pastor Tomassety, recuperaría el empaque retórico de estos primeros años, convirtiendo su ofrenda en un discurso interminable, farragoso y que no parecía llegar a su fin. Condecir que en su ofrenda dio cita a El Cid Campeador, san Francisco de Asís y santo Domingo de Guzmán, está insinuada su enorme capacidad para hablar mucho sin decir nada.

Por supuesto, el almirante Pastor lo hizo “en nombre del Caudillo de España, encarnación de nuestra raza por su fe y valor”. Pues eso.

Al cierre

Pocos quieren recordar que la Ofrenda actual, con sus variaciones correspondientes, es la misma Ofrenda que sigue hoy en pie de guerra anticonstitucional.

Se reconozca o no, la ofrenda a Santiago sigue siendo una tradición religiosa establecida manu militari por el fascismo, pues fascista era la ideología de los golpistas en 1937. No se entiende bien que gente, que se dice demócrata y constitucional, siga manteniendo tal abuso teocrático en un formato religioso que impuso nada más y nada menos el golpismo.

Al igual que en 1931, dicha ofrenda no cuadra ni es congruente con la naturaleza aconfesional del Estado español, a la que están sometidos los reyes como los políticos que rigen lo que llaman pomposamente “el destino de la Nación”. Y nada tan peligroso para la salud de una Nación cuando sus políticos le señalan un destino. Miedo da pensar en el significado práctico de tal declaración.

Ni los reyes, ni los políticos, incluidos los presidentes de Gobierno, han sido congruentes, ni lo siguen siendo, con la naturaleza aconfesional del Estado que presiden. No lo fue ni Rodríguez Zapatero. Algo lógico, si se recuerda que su cargo como presidente lo juró delante de un crucifijo.

Para colmo, están prolongando en el tiempo una celebración religiosa impuesta por unos militares perjuros, a quienes la religión les importaba una higa, hasta que descubrieron en ella su potencial e instrumentalización ideológica para manipular a las masas, gracias, obviamente, al asesoramiento de una Jerarquía Eclesiástica obsesionada por el poder y la ambición, tanto o más que los militares africanistas.

Víctor María Moreno Bayona

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