La brusca irrupción de Benedicto XVI en la política española, calificando a nuestro país como el «campo de batalla entre el laicismo y la fe», además de provocar una catarata de opiniones y declaraciones, ha servido para conocer a fondo los enormes privilegios de que disfruta la Iglesia católica en España.
Hemos podido saber con datos en la mano que los católicos no sólo son plenamente respetados en España, sino que puede afirmarse que constituyen la minoría más privilegiada de todos los grupos de carácter sectario que hay en nuestra sociedad.
El Gobierno actual es el que mejor ha tratado a la Iglesia católica en estos 35 años desde la muerte de Franco: se canceló el asqueroso nacional-catolicismo que fundamentó la dictadura durante cuatro décadas, pero la España del siglo XXI, octavo país industrial del mundo, duodécima potencia por PIB, país puntero en la cultura universal, ese país, no ha cancelado, como ha demostrado Juan G. Bedoya, ni uno solo de los privilegios eclesiásticos:
-El Estado financia actividades eclesiales con no menos de 6.000 millones de euros cada año (colegios, clases de religión, capellanías, reconstrucción de templos, salarios de obispos…)
-Viven en situación de absoluto paraíso fiscal, sin contribuir a las cargas del Estado, de las que están exentos, salvo del IVA.
-El sistema de financiación pública a la Iglesia católica se ha incrementado por el actual Gobierno hasta el 34% de la cuota del IRPF que Hacienda entrega a los obispos en las declaraciones de la renta de los fieles que lo deseen.
Hoy, en España, ser católico es un privilegio que resulta alarmante para la mayoría de la sociedad, que es laica y que ve con estupor el trato de favor de que goza la Iglesia católica en un Estado aconfesional y laico, como proclama la Constitución de 1978.
La intromisión de Benedicto XVI, inaceptable e impertinente, ha desatado un corifeo de voceros, como el presidente de la Conferencia Episcopal, señor Rouco Varela, afirmando que en «España hay una cultura hostil hacia la familia». El impulso de Benedicto XVI le ha permitido entrometerse en la democracia española, afirmando que «hay aspectos de la legislación del Estado, que han sido cambiados en los últimos años, como todo lo relativo a la ordenación jurídica del matrimonio, el derecho a la vida, etcétera, que tal vez nos colocan en el ranking de primera línea en el laicismo europeo y mundial».
La laicidad, entendida como separación entre el ámbito de las creencias religiosas y el de la organización política del Estado, no es patrimonio ni de la derecha ni de la izquierda, ni de los católicos ni de los ateos: es una característica esencial de un Estado democrático. Y es la actitud básica de respeto hacia los diferentes, a todos los diferentes. Esto sólo puede hacerse desde el laicismo.
Se equivocan los católicos al quejarse de la laicidad del Estado. Y se equivoca nuestro Gobierno al ceder permanentemente ante las exigencias de la Iglesia romana: que se presente ya el proyecto de ley de libertad religiosa, que los cálculos electoralistas no conduzcan a reforzar la actitud timorata del Ejecutivo en materia tan sensible y tan definitiva en una sociedad aconfesional.
Lo que sí ha tenido de positivo la irrupción de Benedicto XVI en la política española es el planteamiento de la controversia entre 'el laicismo' y 'la fe', entre 'la fe' y 'la razón'.
Un debate esencial para la comprensión de la Humanidad y que, a poco que se desarrolle, como señala S. Hawking, refuerza las posiciones ideológicas del ateísmo, que, más allá de su definición etimológica, con frecuencia nos remite a una práctica cívica e intelectual basada en el librepensamiento y la necesidad de mantener vivo el espíritu crítico. Una práctica fundamentada en el racionalismo que sólo reconoce lo que se basa en evidencias científicas sólidas, y que siempre mantiene el espíritu crítico y el interés por el conocimiento.
La Iglesia católica es una entidad privada. Importante en nuestro país, pero minoritaria desde el punto de vista poblacional y con apoyo popular en retroceso paulatino. Recibe un trato privilegiado y carece, por tanto, de motivos de queja. Reforzar la laicidad del Estado resulta elemental para que la mayoría agnóstica de nuestra sociedad no se sienta desamparada por sus dirigentes políticos. El respeto a los católicos no puede fundamentarse en el ninguneo a la sociedad laica.