Sólo un 36 % de los Estados del mundo (71 de los 194 existentes) castiga las ofensas a la religión, según la Comisión de Libertad Religiosa Internacional (Uscirf), y España, reserva espiritual de Occidente, es uno de ellos. Formamos parte, pues, de un selecto grupo de países liderados por Irán, Pakistán, Yemen, Somalia y Catar, que ponen límites a la libertad de expresión cuando se utiliza para criticar la religión, contra las recomendaciones de la mayoría de los organismos internacionales que defienden los derechos humanos.
En el Código Penal español siguen existiendo varios artículos que tipifican como delito la ofensa a los sentimientos religiosos, bajo cuya genérica denominación se contempla el insulto religioso, el escarnio, la profanación y de tapadillo también la blasfemia, que ya había desaparecido como delito en 1988.
Se sigue confundiendo el concepto de pecado con el de delito, cosa que parece más propia de otras épocas, cuando se sancionaban comportamientos que se consideraban que iban contra la religión, como desobedecer el mandato divino de santificar las fiestas trabajando los domingos, o el hecho de poner música comercial en Semana Santa. Y ese delito está en el Código Penal desde 1995 gracias, una vez más, a los socialistas, que impulsaron su redacción. ¿En qué estarían pensando cuando lo aprobaron con constancia, además, de grandes celebraciones? A efectos de represión, ¿de qué sirve denunciar el Concordato si no se modifica el Código Penal?
Ni tan siquiera la izquierda parece tener claro que el respeto y la protección se deben a las personas, no a sus ideas. Los titulares de derechos (en este caso protección y respeto) son los creyentes. Pedir respeto a las ideas es como pedir respeto a los colores: no deberíamos mezclarlos porque eso es una falta de respeto a cada color individual. La ciencia y la filosofía habrían muerto hace tiempo si hubieran respetado las ideas, si no las hubieran criticado, desmenuzado, ridiculizado.
El empeño de políticos, jueces y creyentes en proteger y respetar las ideas en vez de a las personas implica que dichas ideas no pueden ser criticadas, ni refutadas, no se las puede contradecir, no se pueden catalogar de falsas o de supercherías. Al igual que los defensores de unas ideas tienen derecho a expresarlas y defenderlas, quienes piensen que esas ideas son falsas, perjudiciales o simples tonterías, tienen el mismo derecho a criticarlas, rechazarlas, contradecirlas o ridiculizarlas. Y claro, cuando pasan los siglos y algunas ideas no se pueden discutir, ni analizar, ni criticar, ni poner en evidencia, el resultado es lo que estamos viendo: la represión y el dogmatismo avanzan, mientras la libertad y el librepensamiento retroceden.
Claramente, la persistencia de estos delitos en el Código Penal supone un pretexto para limitar el derecho de la ciudadanía a expresar con total libertad sus opiniones. Si un grupo de gente (en este caso los creyentes) necesitan unas leyes que les protejan de la crítica, se debería hacer lo mismo con los hinchas de un equipo de fútbol que se sienten ofendidos por los hinchas del equipo rival, o los militantes de un partido político.
La religión, que no deja de ser una ideología más, debe ser objeto de crítica como otras creencias políticas, económicas, sociales, y por tanto, no debe recibir ningún trato de favor en la ley. A nadie en su sano juicio, para proteger la ciencia, se le ocurriría introducir en el Código Penal un delito contra los sentimientos científicos. En un Estado aconfesional, las actuaciones públicas (políticos, jueces, funcionarios) no deben regirse por creencias irracionales de una parte de la sociedad, sino por criterios basados en la razón y que sean comunes a toda la ciudadanía.
Marc Cabanilles
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