En Alcalá la Real, en noviembre pasado, el párroco de las Angustias se negó a dar la comunión a una pareja homosexual durante el funeral que estaba oficiando por la muerte de la madre de uno de sus componentes. En Guarromán, hace una semana, el cura del pueblo hizo lo propio con un feligrés local, Juan Diego Fuentes, que también ama a una persona de su mismo sexo. Lo hizo públicamente, desde el altar, a micrófono abierto, interrogando al comulgante frustrado cuando hacía cola para eso, para recibir el sacramento, con preguntas sobre su intimidad pecaminosa. Humillado y a lágrima viva, Juan Diego abandonó el templo.
Siendo suaves, la conducta del cura se antoja más bien cruel. El feligrés proscrito es conocido en Guarromán por sus firmes creencias religiosas, y también por su homosexualidad, que no oculta. Es absurdo creer que el párroco de un pueblo que no llega a los 3.000 habitantes no conoce esa circunstancia. De hecho, le ha dado la comunión muchas veces. ¿Qué es lo que le ha hecho cambiar de actitud? Pues que Juan Diego, que tiene pareja estable en la misma localidad, acudió con ella a inscribirse como pareja de hecho en el registro que mantiene abierto la Junta de Andalucía, un sucedáneo de legalidad a la espera de la aprobación del matrimonio gay. Y el párroco alega que, en esta situación, ha de aplicar el canon 215 de las normas eclesiásticas, que impide administrar tan relevante sacramento a quienes obstinadamente persisten en un manifiesto pecado grave. Alto ahí: con el canon hemos topado. Para el canon, lo intolerable no es la homosexualidad, sino su formalización jurídica. No el pecado, sino que se reconozca abiertamente. No el amor prohibido, sino el papel que lo avala ante la Administración.
No tengo nada que objetar al aspecto jurídico-formal de esta controversia. Si el canon dichoso está en vigor, debe ser aplicado, y ningún católico puede llamarse a engaño: cuando no cumples las normas de un club, te echan. Pero no dejo de pensar que son numerosos los feligreses que viven en manifiesto pecado grave –todos los católicos saben de lo que hablo– y nunca son represaliados ni, mucho menos, humillados delante de todos. Quizás es que hay párrocos intensamente preocupados por un mandamiento de la Ley de Dios, pero poco por los restantes (nueve, si no me equivoco). ¿Qué pasa con la codicia, la avaricia, la soberbia o la ira? No es de ahora esta contradicción. Los psicólogos deberían explicarla.