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Sorprende que quien se afana de liberal se deslice por esta senda del lenguaje
Tiene, la presidenta Ayuso, consigna clara de repetirlo: quieren hacer de España una República laica y federal. Se trata, desde luego, de tres términos tan poderosos como esencialmente vinculados al origen del constitucionalismo liberal. Y es que el republicanismo, la separación Iglesia-Estado y el federalismo no son sino las tres grandes aportaciones que el genio del constituyente norteamericano legó a la historia en 1787. Tras la idea republicana de gobierno, más allá de la ruptura jurídica con la corona inglesa, latía una nueva comprensión de la legitimidad del poder, bien sintetizada en aquel «gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo» que inmortalizara Lincoln. El federalismo constituiría, no sólo una garantía de la Unión política, frente a la Confederación, sino también una nueva separación de los poderes que se sumaría a la clásica, como esbozara Madison, para mejor garantía de la libertad personal. La laicidad nace al servició de la libertad de las conciencias y de la propia autonomía del Estado para perseguir el interés general a través de la razón.
En la Constitución española no encontramos ninguno de estos tres adjetivos, pero, como señalara Rubio Llorente, late en ella una idea de modernidad política que no es ajena a ellos. El principio de soberanía popular, del artículo 1.2, niega la suficiencia del principio monárquico y deja claro que no hay otra legitimidad política que la que procede del pueblo español. La República coronada, como dicen algunos. El artículo 16.3 determina que ninguna confesión tendrá carácter estatal, y el artículo 2 reconoce la autonomía de las nacionalidades y las regiones que hoy constituyen el mapa territorial español.
Cuando Isabel Ayuso clama contra lo republicano, lo laico y lo federal intenta delimitar sentimentalmente, en términos propios de nuestra tradición reaccionaria, una imagen de la anti-España. Frente a esa tentación del poder, se erigen, según ella, no el principal partido de la oposición o la sociedad, sino el Rey, los jueces, la Guardia Civil y Madrid. Es decir, una suerte de Constitución material y eterna a favor de parte. Puro siglo XIX. Podríamos decir que es sorprendente que quien se afana de liberal se deslice por esta senda del lenguaje, pero cierto es que buena parte de nuestra tradición liberal ha sido apócrifa. Más llamativo resulta que quien habla de Madrid como una España dentro de España, y reclama para sí máxima autonomía política y financiera, adjure del federalismo. Pero ya saben: Dios, Patria, Rey y Fueros.