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República laica

En memoria de Jaime Ros

Hace varios días escuché por la XEW una entrevista de Enrique Hernández Alcázar al presidente de la Confraternidad Nacional de Iglesias Cristianas Evangélicas, Arturo Farela, explicando como esa Confraternidad se encargaría del reparto de la Cartilla Moral que tiene pensado distribuir el actual gobierno. Informó que cuentan con 35 millones de fieles, 7 mil templos, que pueden repartir las cartillas en ellos, en sus actos públicos e incluso casa por casa. Que la producción de la cartilla correría a cargo del gobierno y que ellos solo se encargarían de entregarlas y que su relación con el Presidente no solo era fluida, sino que en ocasiones habían orado juntos. A la pregunta de si no creía que eso vulneraba el principio constitucional que establece que México es una República laica, dijo enfáticamente que no: que el laicismo permite la coexistencia de todas las religiones y credos y también de aquellos que se asuman como ateos o agnósticos. (A ello debemos sumar la promesa presidencial de otorgar concesiones de radio y televisión a las mencionadas agrupaciones religiosas).

El principio de laicidad permite, en efecto, la coexistencia pacífica de todas las religiones y de quienes no profesan ninguna fe trascendente, pero se olvida, y eso es más que preocupante, que la República laica implica algo más: la escisión entre los asuntos de la fe y los de la política, y con la operación anunciada lo que se produce es una confusión/fusión entre un gobierno y los integrantes de una religión.

Recordemos que el laicismo como característica fundamental de la República no es fruto de un capricho ni un tema del pasado presuntamente superado. Es la desembocadura de un largo proceso histórico que llevó a la convicción de que ni las religiones ni la vida política se benefician cuando se mezclan sus asuntos o sus estructuras organizativas. México nació como una república intolerante en materia religiosa, en la cual solo se reconocía un culto. Fue la herencia de la Colonia, pero la Reforma, tan retóricamente apreciada por el Presidente, fue la piedra de toque que inició la ruptura entre los campos de la fe y la política que tan buenos frutos ha dado.

Separar ambos campos hace que la religiosidad sea un asunto personal y que pueda ser ejercida con absoluta libertad sin interferencia del poder público, y la vida política se beneficia al no ser sobrecargada de las pulsiones que emanan del mundo de las fes (así, en plural). Ejemplos de conflictos religiosos que tensan aún más los de por sí complicados y tirantes diferendos políticos sobran a lo largo y ancho del planeta, y la República laica los evita o intenta evitarlos al divorciar ambas esferas.

Esa separación tiene, en diversas actividades, derivaciones virtuosas: la educación puede desplegarse de acuerdo a verdades científicas verificables y controvertibles, mientras las religiones suponen verdades reveladas y eternas; agudos debates en torno a políticas públicas (despenalización del aborto, matrimonio entre parejas del mismo sexo, eutanasia, suicidio asistido, etc.) solo pueden desarrollarse en un marco de racionalidad laica; la investigación y el conocimiento científico, en muchos campos, solo se despliega alejado o en abierta confrontación con los dogmas religiosos (ejemplo, evolución o creacionismo).

En aquel mitin de Tijuana, en el que el gobierno llamó a celebrar un triunfo dudoso, participaron dos ministros de culto. ¿Qué se pretende? ¿Volver a reunir esferas de la vida pública y privada que hasta ahora se han mantenido separadas? ¿Debilitar los pilares laicos de la República? ¿O se cree que cálculos inmediatistas de utilización mutua no tendrán mayores repercusiones? Sería una auténtica regresión que el gobierno actual abriera la puerta a una confusión/fusión entre los mundos de la fe y la política que se pensaba superada, aunque fuese parcialmente.

José Woldenberg. Profesor de la UNAM

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