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Renacimiento

Necesitamos volver a ser expertos en humanidad.

El Renacimiento supuso una supremacía de lo humano sobre lo divino. Lo terrenal se constituía como un valor en sí mismo. Dios pasó a un segundo plano y las deidades se relegaron a programas salvíficos más allá de las fronteras de tiempo. El teocentrismo dejó paso al antropocentrismo. El mundo cambió su movimiento de rotación y se empezó a observar la historia como el quehacer de los que hasta entonces habían sido subyugados por la tiranía caprichosa de los dioses. Hasta entonces todo acontecimiento venía fundamentado en la voluntad soberana de Dios. Nada acontecía sin su consentimiento y como expresión de su voluntad soberana, absolutista y dictatorial.

Surgió un laicismo embrionario. El hombre era el dueño de su propio destino, resultado final de su propia voluntad, de su libertad para ejecutar la empresa de su humanidad. El laicismo no incluye un ateísmo. Es más bien la liberación de un determinismo divino que se impone desde fuera, que predetermina cualquier opción, que anula y pervierte la libertad porque ni siquiera un cabello se cae de vuestras cabezas sin el permiso del Padre ni un pajarillo muere sin que él lo ejecute de antemano. El laicismo acepta la projimidad de un Dios implicado en la angustia del hombre, pero que no es nunca una evasión de sus preocupaciones ni un burladero donde cobijar la cobardía y el vértigo humanos. Ya no se admiten los criterios según los cuales el ser humano ha venido al mundo para sufrir y alcanzar mediante ese sufrimiento un mundo de felicidad que está más allá. Por el contrario, estamos en esta intrahistoria con un destino de felicidad, para vivir el amor, para ser amor. Y debemos ejercer el músculo para derrotar todo aquello que nos impida la felicidad, conscientes de que sólo cada uno y todos solidariamente debemos llevar adelante un mundo justo, habitable y entrañablemente dichoso.

La historia sufre de ciclotimia. Sin ser repetitiva, es verdad que decae con frecuencia y soporta períodos en los que deberíamos sentarnos a reflexionar sobre su estado anímico. No se trata de añorar el pasado ni de elevarlo a los altares adjudicándole una felicidad casi siempre ficticia y necesaria para condenar el presente. Cualquier tiempo pasado no fue mejor, sino que fue lo que consiguieron que fuera los que lo plantearon. El hoy, como vientre del mañana, nos corresponde a los que en el presente tenemos que engendrarlo, sin estrabismos, sin ensoñaciones y sin nostalgias.

Y aquí estamos. En el hoy y el ahora. Creíamos ser el producto de luchas por la consecución de derechos humanos que pensábamos no tendrían marcha atrás. Hemos salido de dos guerras mundiales. Nos hemos dado unos derechos humanos que deberían ser inviolables. Nos hemos protegido con organismos internacionales en la convicción de que serían el paraguas que nos guarecería del aplastamiento como empeño perpetuo de algunos. Y a fuerza de ser sinceros, hemos de confesar que la Carta de Derechos Humanos ha sido devuelta a un remitente desconocido y que esos Organismos están prostituidos entregando sus directrices al capital, a las grandes potencias, a los mercados y que una parte ínfima de la humanidad padece el hambre, las guerras y la destrucción de la mayoría. No nos arrodillamos frente a los dioses, pero idolatramos por obligación a otros becerros de oro.

De crisis se habla. Dicen algunos que en aras de la economía, el progreso, el futuro, debemos sacrificar el estado de bienestar, los derechos de los trabajadores, la sanidad, la dependencia, la vejez, la educación. El hambre ha agrandado sus fronteras. Ha habido países tradicionalmente empobrecidos y de los que el primer mundo vivía desentendido porque era una pobreza casi fatalista. Hoy Europa tiene hambre, tiene millones de parados, millones de seres sin más techo que las estrellas, millones de desesperanzados, de carentes de futuro y sin ni siquiera un presente que llevarse al alma. Se ha agrandado el abismo entre ricos y pobres y es una minoría poderosa la que exige que los pobres lo sean más para que ellos puedan crecer y aumentar su insultante riqueza. Los ricos, tal vez hoy más que nunca, lo son a costa de los pobres.

Es urgente un renacimiento. Hay que empezar nuevamente la lucha que destruya los nuevos dioses para poner en el centro del mundo al ser humano. Costaron mucha sangre los derechos adquiridos durante siglos y destruidos en muy poco espacio de tiempo. Pero nadie puede permanecer bajo los escombros de tanto derrumbe. Hay que renacer de estas cenizas para conseguir volver a un humanismo que haga girar la historia en torno al hombre como valor supremo de la historia.

Necesitamos volver a ser expertos en humanidad.

Rafael Fernando Navarro es filósofo

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