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Religiones asesinas

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¿Que Rusdhie hiere la sensibilidad de millones de creyentes? Bueno, que se lo hagan mirar porque mientras él escribe no agrede a nadie

La libertad de expresión no parece un concepto del siglo XXI, sino una excrecencia que viene de atrás y que se está convirtiendo en un elemento marginal, a expensas de los poderes reales que son los que deciden lo que cabe o no cabe en ese saco donde antaño sobrevivieron las individualidades. Hace siglos fue un peligroso lujo para excéntricos; luego un riesgo para creadores sin límites; hoy una aventura donde pones tu vida al alcance de los patrones del rebaño. Un escritor interesante, Salman Rusdhie, es condenado a muerte por herir la sensibilidad religiosa de millones de fieles que asienten a lo que decrete un imán. Hace cinco años una veintena de personas fueron asesinadas en Las Ramblas y Cambrils por la desazón que les causaba a unos fanáticos de la fe el que alguien caminara por las calles sin el sentimiento de la fidelidad a Alá y a su Profeta favorito.

Los crímenes religiosos mueven conciencias, pero a lo que parece no la de los creyentes sino la de los contempladores del espanto. Fuera del tópico de rechazar la violencia –venga de donde venga, dicen los blanqueadores– nos adentramos en los vericuetos de la razón para encontrar motivos o justificaciones que servirán muy poco a las víctimas y menos aún a los innumerables afectados. No lo olvidemos; el siglo empezó con la catástrofe de las Torres Gemelas y aún colean las teorías sobre paralelismos entre las maldades del enemigo imperial y la humillación de los desposeídos, que por cierto eran grandes propietarios. Pero por encima de todo estaba Dios, Alá, la referencia que justificaba el crimen.

En el fondo no nos atrevemos a analizar a los religiosos criminales como se hace con los narcotraficantes. En vez de dedicarnos a desenmascarar a esos profetas enriquecidos y sus poderosas redes de sicarios, en esta ocasión nos ponemos a discernir sobre si la religión puede ser el último recurso de los marginados. ¿Acaso las drogas no lo son? Y sin embargo nadie tiene la temeraria desmesura de proclamar las ventajas de engancharse para acabar con todo lo que le rodea, incluso con él mismo. ¿Cuándo la religión se convierte en droga? Puede ser benigna y llevadera, incluso aseguran que en ocasiones provoca éxtasis y estados de conciencia benévolos sin llegar a desechos humanos irredimibles.

Referirse a los imanes, desde Jomeini hasta el amplio abanico contemporáneo, es tan peligroso como citar a los grandes narcos. Las palabras de unos y otros son voces de Dios y, crean en ello o se blinden en la laicidad, nuestra vida está en sus manos. Este es el nuevo contexto en el que se mueve la libertad de opinión. Putin o Trump pueden decidir que nuestras opiniones están fuera de la ley que ellos dictan, pero no apelan, al menos de momento, a que son la voz de Dios. Un imán no depende más que de Alá, es decir, de sí mismo y de las limitaciones mentales de sus fieles. Los viejos Papas de nuestra Era sentaron cátedra y abrieron camino. Hacer mención de la Inquisición o de la sentencia de muerte que dictó aquel imán francés conocido como Calvino contra el audaz Miguel Servet, apenas sirve de nada, porque frente a lo que creen algunos cándidos, en general zafios, la cultura no exime del crimen; incluso lo pulimenta.

Ya me gustaría tener motivos para pensar lo contrario, pero estamos perdidos cuando necesitamos argumentar el derecho de Salman Rushdi a la libertad de expresión. ¿Que hiere la sensibilidad de millones de creyentes? Bueno, que se lo hagan mirar porque mientras él escribe no agrede a nadie, y menos aún los apuñala. Nadie está obligado a aprenderse de memoria Las flores del mal, ni siquiera a leer a Baudelaire, pero ellos sí le obligan a usted a meterse en su achicado cerebro los versículos del Profeta. Estamos hablando de la libertad de expresión, no de la libertad de poder, que esa sí que nos la dictan y no nos queda más remedio que aceptarla o atenernos al castigo.

Ahí es donde entra el crimen. Cuando Michel Foucault saludó exultante al Islam“no simplemente una religión sino todo un modo de vida”– y a Jomeini –“un hombre santo”- ejercía el derecho de su libertad de opinión. Lo que no detectó es que de seguir en Irán, la libertad de poder, que siempre tiene ambición totalitaria, le hubiera llevado a ser lapidado o castrado por su condición de homosexual. El embrollo de la libertad de expresión consiste en su inclinación a lo personal e intransferible, por eso se tiende a liquidarla matando al pregonero, al tiempo que se ensalza el valor incontrovertible de ese hallazgo cultural del pensamiento sumiso y protegido. Nadie tiene la menor duda de que el controvertido libro de Rushdi o la Lolita de Nabokov o el Ulises de Joyce, que tanto enervaba por su vulgaridad a la señora Virginia Woolf -pero que nunca hubiera osado prohibirlo, quiero pensar- ninguno de esos y muchos más que agregar a la lista tendrían posibilidad de editarse hoy. La censura de la corrección política que responde a una voluntad de poder lo impedirían y habrían de esperar en la nube digital a que mejores tiempos los resucitaran.

Pero observen el detalle de que se trata de textos del siglo pasado, como si este en el que vivimos estuviera ágrafo de audacias seminales. Algo tendrían que decir los editores, y los agentes, y sobre todo los lectores perdidos en un Mar Muerto de libros efímeros necesarios para la industria librera. No es un mal de siglo, quiero creer, sino una época donde la primacía de lo líquido quizá lleve al fondo del lago cualquier signo de solidez que luego rescatarán los buceadores. Quizá debamos abordar la aventura criminal de Hadi Matar -un norteamericano con raíces libanesas de Yardun, territorio de las milicias iraníes de Hezbolá, 22 años, analfabeto funcional- con la misma perplejidad que sentimos en diciembre de 1980, cuando David Chapman mató a John Lennon, a la puerta de un hotel en Nueva York, llevando en la mano “El guardián entre el centeno”, el desazonador libro de Salinger.

Y a los de las bombonas de butano de Barcelona y Cambrils ¿cómo los definimos? ¿Creyentes desheredados, fanáticos del Islam y de su imán particular, con derecho a sentencia de muerte? O simples restos del menudeo y el rezo fervoroso, que piden sangre y venganza porque Alá les compensará en el Paraíso. Nos arrebata el esfuerzo por entender lo que queda después de los naufragios.

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