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Religión, política y sociedad (i). Ardores religiosos

La quema de un ejemplar de El Corán el pasado día dos en una iglesia de Florida desencadenó un incendio en Afganistán. Cuando tres días después remitieron las llamas y un claro se abrió en medio de la cortina de humo la razón no podía dar crédito a la mirada: contiguos al cadáver del libro sagrado de los musulmanes yacían treinta cadáveres de individuos sin relación alguna con él; un centenar largo de heridos, coches, y neumáticos quemados, y algún comercio apedreado de los muchos cerrados ponían el broche a un espectáculo salvaje. Quizá el voluntarioso sargento del que nos habla Larra levantaría acta también aquí con su funcionarial celo señalando: hay treinta muertos con sus correspondientes cadáveres; mas lo ocurrido tenía un significado de mayor calado: un nuevo brote religioso había producido otra devastación más de la conciencia.
El inspirador de la hazaña había sido el pastor cristiano T. J., un veterano de la confrontación, curtido en fricciones con las autoridades tanto de su país como de Alemania por motivos religiosos o de hacienda; que suele adornar su cintura con una pistola del calibre 40 en la que encarna y prolonga sus creencias, y que en estas lides es reincidente: ya en setiembre último se propuso dar muestra de la total falta de neuronas de que adolece apelando a la institución del Día Internacional de la quema de El Corán a fin de conmemorar el 11 de setiembre, objetivo al que la presión le forzó a renunciar. Imagino la juerga que se habrán corrido en esta ocasión tanto el pastor como su dios vampiro, por no hablar de las hienas que les siguen, y que posiblemente les dure todavía: ¿habrá algo que festeje más un dios americano, feligreses incluidos, que el éxito en una empresa?
La prensa internacional se ha hecho eco de la noticia y la crítica al “zelote irresponsable” (así le califica Die Zeit), como no podía ser menos, ha sido inmediata y radical: su militante intolerancia respecto del credo musulmán, su intransigencia para con otras formas más civilizadas de canalizarla y manifestarla, su criminal miopía respecto de las consecuencias políticas derivables de acto semejante, tanto para el buen nombre de occidente en general como en relación con la seguridad militar, etc., han sido unánimemente y por doquier caracterizados como los factores desencadenantes de la respuesta afgana, fundiendo así acción y reacción en un acto único. La respuesta de la fiera herida, cierto, ha suscitado asimismo el rechazo universal, pero medida por el grado de provocación se explica, cuando no justifica, su furia. Una muestra más ésa de la desigual vara de medir con la que cierta ilustrada opinión pública occidental trata el cáncer religioso: extirpable siempre cuando proviene de nuestro propio seno, como debe ser; más benigno el de raíz musulmana, pues para qué si no cultivar ese difuso paternalismo que la caracteriza respecto de la musulmanía.
Con todo, la distancia es oceánica entre la primera manifestación de barbarie y la segunda, la supuesta causa de su cacareado efecto. ¿O acaso vale igual quemar un libro, por muy divino que se le suponga, que asesinar personas? Convengamos que dicha quema es un acto de intolerancia respecto de un cercano pariente de la competencia, ¿pero es motivo suficiente, o mejor, es eso motivo justificativo o, simplemente, explicativo la respuesta desbocada del bando opuesto? De haber algo más que vísceras en la mente de los ofendidos habrían reaccionado o con el perdón del generoso o con la indiferencia ante el loco o incluso, en un acceso de piedad, se habrían echado a la calle, sí, mas con la intención de recaudar fondos al objeto de someter a una terapia adecuada a los miembros del club de la quema de coranes; y no hablo aquí de intentar convencerles de la irracionalidad de su acto porque, como está escrito y bien escrito, si al creyente se le pudiera convencer con argumentos no habría creyentes, esto es, ni fanáticos activos ni fanáticos pasivos. En vez de eso, han hecho uso de sus habituales ideas –que allí, según las circunstancias, unas se llaman piedras y otras balas– a fin de intentar solucionar la cosa a la religiosa, por la vía del tamaño importa y para fuego el mío, asesinando a unos pocos, hiriendo a algunos más y amenazando a todos (los de la competencia).
 
En un absceso de fragoroso y demencial patriotismo, el pastor y su rebaño quemaron El Corán para vengarse del 11 S en la fuente que, en su opinión, provoca conductas fanáticas como aquéllas: tras la reacción criminal de los posesos de la fe musulmana, ¿quién les convencerá ahora de que no tienen razón: y quién, así, logrará refrenarlos? Se mire como se mire, la acción y la reacción debatidas pertenecen al mundo de la barbarie, pero tras una y otra si algo queda claro es que también en ese inframundo hay grados.
 
La reacción de los religiosos afganos ha sido indebida tanto en la forma como en el fondo, y por lo tanto no puede ser considerada efecto de la quema, ni componer con ella una única cadena causal. Los islamófilos han considerado que los islamófobos han cometido un delito imperdonable que los vuelve culpables irremisibles, reos por tanto de un castigo necesariamente inmediato, esto es, sin juicio, y de un castigo que sólo puede ser la muerte; la venganza es pues la sola forma que conoce su justicia, y tiene en la violencia su brazo ejecutor. En lo tocante al fondo, la masacre de estos islamófilos homófobos pone en juego un concepto de culpabilidad colectivo, transpersonal, merced al cual las víctimas no requieren de la comisión de un delito para ser culpables, sino que lo son de nacimiento, esto es, por no haber tenido el detalle de ser musulmaníacos al nacer. Es éste, por lo demás, un rasgo sustancial compartido por los miembros de la competencia americana, ya que el odio profesado en el aquelarre a la religión coránica transforma en musulmaníaco, y por ende en terrorista, a todo creyente musulmán.
        
Vistos así los hechos, no sólo no estamos ante una cadena causal, dado el foso incolmable que separa el primer acto del segundo, aun cuando conformen un único drama, sino que hace ver que tanto algunas críticas como ciertas quejas están claramente desenfocadas; se podrá aducir que la violencia talibán denunciada por el gobernador fue suscitada por la quema del libro sagrado, o relacionarla como causa de la posible quema de los frágiles éxitos políticos y militares obtenidos en la zona, a la manera del general del ejército estadounidense, pero, en realidad, lo único que todo ello realmente demuestra es que la religión sigue constituyendo todo el cerebro de gran parte de los habitantes del lugar, que la religión es, ahora y siempre, un instrumentum regni, y que los talibanes lo saben y lo utilizan en su favor. O, si prefiere, que Kandahar tiene muchos problemas, y uno de los graves es la religión musulmana. Es eso lo que vuelve patéticas y ridículas a la vez las admoniciones del general D. H. Petraeus para que los agentes de la masacre tengan en cuenta que son sólo unos pocos, con la desaprobación del resto del país, los culpables del blasfemo acto que les indujo a la misma: ¡como si una mente mínimamente civilizada requiriera de tales advertencias o como si por sí solas fueran remedio eficaz donde aquélla está colonizada por la religión! Cuando la blasfemia es un delito, castigado, además, con la muerte, no se requieren argumentos, sino higiene mental: y eso será lo que los musulmaníacos tendrán que aprender de los musulmanes si finalmente la revolución de la calle árabe llega a buen puerto, so pena de ampliar la actual brecha religiosa entre chiís y suníes principalmente en una brecha cultural, porque en tal caso también la cultura se habría emancipado de la religión.
        
Lo que a mi juicio se ha vivido en Estados Unidos y Afganistán es un episodio religioso en estado puro, lo que da de sí la religión cuando no ha pasado todavía, o no lo suficiente, por el tamiz de las instituciones civilizatorias de la sociedad –la cultura, la crítica, la libertad, la democracia, etc.-, las únicas con poder para refrenar sus instintos en cuanto alérgicas a la tiranía de la barbarie (por más que de cuando en cuando coqueteen con ella). Pero allá donde esos filtros faltan o enmudecen ante el altar de la Verdad Única y el mandato del proselitismo, presentes en ambas religiones, ofender a unos quemando su libro sagrado y dar muerte al enemigo en consecuencia forman parte de las conductas probables con las que los bárbaros se relacionan entre sí siguiendo las creencias fosilizadas de sus dogmas.
 
Nadie convencerá al patriótico rebaño cristiano de Florida de que el Islam no es enemigo jurado de la humanidad visto lo que hizo en su país, e incluso vista la consecuencia de su acto en tierra afgana; y nadie convencerá a los fanáticos islamistas de que el apocalipsis desatado en nombre de Alá su dios no lo haya querido ni estimulado, pues lo hallan prescrito en el best-seller escrito por él. Cierto, también hallarán las prescripciones contrarias, y ésas serán las que, con preferencia, los musulmanes más ilustrados tendrán que hacer valer ante ellos a fin de reparar las contradicciones desacralizando el libro  de marras, es decir, unificando al conjunto de la especie humana en dignidad ante su conciencia, y evitando por tanto que el mal día que tuvo Alá al redactar los preceptos persecutorios siga cobrándose sangre inocente. Nadie disipará por el momento la cortina de prejuicios, irracionalidad y violencia con la que ambos tipos de fanáticos recubren la realidad; pero, a pesar de ello, insisto, hay grados en el mal, y si bien unos y otros han actuado por la mediación de una excusa, en el caso de la comunidad de Florida simplemente se han topado con ella, y de no ser así habrían cultivado su odio en privado, mientras en su caso la afgana la busca, porque el ejercicio público del odio, con su rastro siempre renovado de mártires y víctimas, forma parte de sus señas de identidad.

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