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Religión, laicismo, sociedad. Perspectivas desde el ateísmo contemporáneo

Ponencia presentada en la Jornada Laicista de Talavera, 2006

Ser ateo consiste en no creer en ningún dios. La tradición de la increencia, fundamentada desde hace siglos a través de un proceso de especulación teórica y filosófica, es producto de la racionalidad y del rechazo a suscribir los contenidos dogmáticos de la superstición religiosa. La expresión pública del ateísmo surge, por lo tanto, como consecuencia de un proceso de crítica. 
 

La fe religiosa, por el contrario, es adquirida como resultado de un aprendizaje social, que tiene como marcos principales la escuela y el hogar, y que responde a concretos mecanismos de reproducción ideológica. Esta adquisición obedece a la necesidad de supervivencia de las elaboraciones teológicas correspondientes, al objeto de mantener vigentes las normativas éticas que posibilitan la función de cohesión y de dominación que caracterizan a los monoteísmos históricos. Tales normativas se definen por su pretensión de racionalidad, por la inverosimilitud de su discurso y por su referencia a mitos de salvación espiritual.  
 

La noción de Dios de los monoteísmos es una extrapolación del conjunto de los atributos del ser humano, es decir, una proyección antropomórfica del ego. Esta ilusión idealista implica además, por lo general, una condena del libre examen, un incremento de la percepción de dependencia y un afianzamiento de la dogmática como forma sustitutiva de la racionalidad. Su lógica interna es siempre auto-referencial, y aparece como consecuencia, en la experiencia vital del creyente, de la existencia real de almas, espíritus o dioses, ajenos a la realidad material, o dominando sobre ella, en una clara inversión que toma por ciertas las sugestiones generadas en los mencionados procesos proyectivos. Este impacto de lo irracional, de núcleo religioso, adopta además políticamente esquemas formales propensos casi siempre a la implantación de mecanismos autoritarios de convivencia, contra los cuales siempre será preciso actuar.  
 

Cuando en las sociedades humanas disminuye la fe apegada a certezas absolutas, a ángeles caídos, profetas, animales sagrados, partos virginales o infalibilidades suprahumanas, lo que surge, como nos enseñó Descartes, es la duda. Y la duda metódica conduce a la investigación y al respeto por las diferencias. De la duda nació la crítica social, la reflexión filosófica y el avance científico.  
 

Afirma el filósofo contemporáneo norteamericano Sam Harris que la fe puede justificarlo todo, y por lo tanto debe permanecer lejos de la política, dado que la religión constituye un factor de conflicto al presentarse siempre como un elemento diferencial y excluyente. Ninguna situación histórica en la que haya predominado el espíritu religioso se ha caracterizado nunca por ser tolerante con la disidencia.  
 

A diferencia de los defensores de un pseudo-laicismo tímido y obediente, que aboga por la multiconfesionalidad del Estado y por la convivencia pacífica entre y con las confesiones religiosas, los miembros de la Federación Internacional de Ateos abrazamos el proyecto de una progresiva desaparición de estas supersticiones organizadas y de su influencia social, al considerarlas principalmente como herramientas de dominación. Pensamos que el fenómeno religioso presenta una nocividad intrínseca, y que es imprescindible blindar el ámbito público de cualquier influencia teológica, así como promover el debate, la reflexión y la denuncia de las formas impositivas del clericalismo aliadas, sea con la derecha católica, sea con los diferentes integrismos y fundamentalismos que se agitan en nuestro actual contexto histórico.  
 

Aspiramos, en suma, y ciñéndonos a nuestro ámbito social y cultural, a descristianizar radicalmente la política y la educación. 
 

Por supuesto, nuestros medios no pueden ser los que han utilizado las grandes religiones para expandirse (la conversión forzada, la amenaza, la coacción o la intimidación), sino la promoción de la cultura y la educación en libertad, para que sea la misma razón la que destierre el oscurantismo. La ética laica fundada en la razón es paralela al progreso científico. En la defensa de la racionalidad y de la libertad de conciencia coincidimos con la estrategia del laicismo, y eso es precisamente lo que nos lleva a participar en esta jornada y a apoyar acciones y campañas conjuntas con Europa Laica y con otras organizaciones afines. 
 

Podemos constatar que aparecen constantemente, en las declaraciones de obispos, cardenales y demás delincuentes afines, referencias claras a una reivindicación del catolicismo ligado al proyecto de imposición de una inventada identidad europea y presentado como factor decisivo en la planificación de un mercadeo global de las conciencias. Por otra parte, la ofensiva de un Islam belicoso, intransigente y expansivo, azuzado por el neocolonialismo y por las agresiones militares, o el auge del fundamentalismo y del creacionismo en el ámbito anglosajón, hacen que la amenaza de un retorno al integrismo del Medievo no sea del todo despreciable. El clericalismo ha demostrado, a lo largo de su historia, que es capaz de aliarse con quien más le convenga. 
 

Decía Flores d’Arcais, en una entrevista publicada en El País no hace mucho, que la estrategia vaticana cuestiona toda la modernidad y constituye una especie de teología de la reconquista. La Iglesia está convencida de que la raíz de todos los males modernos está en la Ilustración. El tan debatido y mal comprendido “choque de civilizaciones” no se da entre el Cristianismo y el Islam, como bien afirmó Ratzinger recientemente. Es un choque entre la civilización religiosa y la civilización sin Dios. Esta idea cuestiona las conquistas de libertad de los últimos tres siglos. 
 

En estas circunstancias, es perentorio difundir una conciencia de rechazo que denuncie abiertamente las estrategias del oscurantismo religioso. Del mismo modo, también es necesario abandonar cualquier torpe referencia al “respeto” por las creencias ajenas, como si el sano ejercicio de la tolerancia debiera incluir toda la inmensa red de absurdos contenida en el programa de los monoteísmos históricos, o como si cualquier idea aberrante fuera digna de ser escuchada y tomada en serio.  
 

Es indudable que el derecho a la libre expresión prima sobre la coacción de lo éticamente impuesto, y que la crítica subversiva, aún en la forma de una agresión simbólica a profetas, dioses o animales mitológicos, no puede ser jamás silenciada, y mucho menos por una supuesta primacía moral de determinadas actitudes “conciliadoras”. 
 

Los milicianos de Cristo defienden teorías no científicas y las introducen en las escuelas, retocan la nomenclatura urbana en honor de sus jefes o erigen monumentos con sus iconos publicitarios. La casta sacerdotal incita frecuentemente a la insumisión civil, arrastra a sus fieles a manifestarse exigiendo privilegios discriminatorios con respecto a la población no católica y ejerce una presión constante sobre la comunidad científica y sobre las instituciones democráticas.  
 

Acogiéndose a los Acuerdos anticonstitucionales entre el Vaticano y el Estado español, la Iglesia católica disfruta de un trato de favor con respecto a otras confesiones religiosas u otras posturas éticas y filosóficas, de una financiación pública más o menos disimulada y de prerrogativas para la transmisión de sus códigos morales y de sus leyendas mitológicas mediante la educación en centros públicos y privados. Conforma una estructura no democrática que impone a la ciudadanía no sólo el magma teórico de sus fábulas, sino, sobre todo, el tipo de reacciones, decisiones y preferencias que ésta debe adoptar frente a problemáticas sociales determinadas. Por medio de la elaboración de respuestas de tipo moral tendentes al mantenimiento de la hegemonía histórica adquirida, la Iglesia católica continúa manipulando a la opinión pública y disfrutando en nuestro país de una enorme resonancia mediática. 
 

Un ejemplo reciente de ello son las declaraciones del Arzobispo de Barcelona, Luís Martínez Sistach, realizadas en su “Carta Pastoral” del pasado 24 de septiembre. Denunciando una actitud generalizada, a su entender, de indiferencia religiosa, arremete contra la cultura dominante de carácter racionalista y afirma que un estilo de vida pragmático y hedonista vacía progresivamente las conciencias de una inspiración cristiana de contenido ético. 
 

El débil argumento, ya de sobra conocido, de la “desertización” cultural y de la “crisis de valores”, que pretende ser el lenitivo a un problema inexistente, no pasa de constituir una excusa para menospreciar una ética autónoma libre de la obediencia a autoridades sobrenaturales y a revelaciones divinas. Pero recordemos la lección magistral de Ratzinger: la raíz de todo mal se encuentra, para estos hechiceros, en los valores de la Ilustración, es decir, en la libertad de conciencia y de expresión, la democracia, la crítica social, la ética laica y los derechos del individuo.   
 

La Constitución Española de 1978 establece un marco claro de independencia entre el ámbito religioso y el gobierno. En cualquier caso, ha de quedar absolutamente excluida la imposición de una determinada concepción religiosa o ideológica sobre el conjunto de la sociedad. La oposición al poder clerical debe ser comprendida, en nuestros días, como un fenómeno cultural ligado a la historia de los movimientos por la libertad. La batalla por la enseñanza laica, por la anulación de los privilegios eclesiásticos y por el derecho a la libertad de conciencia frente a la presión ideológica de la secta mayoritaria son rasgos que apuntan a una necesaria transformación social.  
 

La función de tutelaje moral de la ICAR prolonga su dominación ideológica, pero la extinción del complejo religioso y de su moral heterónoma es cuestión de tiempo. De manera que, ante el espectáculo de una secta que quiere seguir imponiendo sus normas y sus valores, no es extraño que buena parte de la población recupere la herencia de un anticlericalismo y de un laicismo que, lejos de presentarse como una actitud trasnochada, fanatizada y violenta, es hoy ante todo un síntoma positivo de la recuperación de las virtudes ilustradas por parte de una sociedad ya madura y capaz de ejercer públicamente su derecho a la crítica. 
 

Sólo la emancipación de las formas alienantes de la religión puede producir que se alcance un fundamento racional de la convivencia social, que rompa definitivamente con ese legado mítico ilusorio, y que favorezca el desarrollo de objetivos tendentes a una sociedad más justa, más libre y con mayor capacidad crítica. Intentar que esta emancipación histórica se haga realidad es la base de nuestra propuesta. 
 

*** 
 

Mi agradecimiento especial a Juan Francisco González Barón, Presidente de Europa Laica, por su amable invitación a que la FIdA participara en esta Jornada. A todos los ponentes, participantes y asistentes a la misma, por su labor y por su esfuerzo en defensa del laicismo y de los derechos y libertades de la ciudadanía, y, finalmente, a Miguel Veyrat y a Ángel Moyano, cuyos consejos y observaciones han servido de enorme ayuda para la redacción de esta ponencia.

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