La Reforma protestante cumple 500 años. El episodio es nutritivo desde el punto de vista teológico y, por supuesto, histórico. Querría detenerme en un aspecto que no suele considerarse y que, sin embargo, es crucial para entender eso que llamamos “cultura occidental”: sus efectos políticos, que llegan hasta hoy. Las constituciones son, en efecto, en origen un “invento” protestante. Biblia frente a papado, Constitución frente a Monarquía, ergo Constitución como “Biblia política” (T. Paine). Reforma y constitucionalismo impugnan el principio monárquico absoluto (el Papa era políticamente un rey más) e introducen un nuevo paradigma individualista. Las personas se justifican sólo por su fe, lo cual remueve el papel de todos los intermediarios. En el constitucionalismo, el punto de partida es, también, la persona y sus derechos y no el Estado o sus órganos. El constitucionalismo protestante gravita sobre la idea de responsabilidad de cada individuo. Frente a la doctrina medieval católica del purgatorio, escribe C. Hill, que concibe a la Iglesia como una sola comunidad, de modo que los méritos de los cristianos (incluyendo los santos muertos) eran ingresados en un banco eclesiástico del cual, a través de la mediación de los sacerdotes y a través de diversos expedientes (ofrendas, penitencia, etcétera), podían ser liquidados por los cristianos individuales, el protestantismo popularizó la idea de que el individuo tenía una hoja de saldos espirituales, de que sus pérdidas y ganancias se registraban en un diario. Es más, a diferencia de la tradición católica, en la protestante Cristo no sana del todo los pecados, sino que los cubre; de ahí el sentido de culpa y responsabilidad individual. La cosa no es tan sencilla como una confesión.
Las primeras experiencias constitucionales del mundo las traen los puritanos, esto es, una secta no luterana, sino calvinista: el Instrument of Government (1653) inglés del puritano T. Cromwell y las experiencias protoconstitucionales de las trece colonias inglesas en suelo americano. Por supuesto, el puritanismo no es la única fuente del constitucionalismo; ni estas sectas religiosas eran demócratas. Pero fueron el germen del constitucionalismo contemporáneo; de hecho, no es casual la coincidencia en tiempo y espacio de la génesis del constitucionalismo y de la expansión del calvinismo, en el siglo XVI, en Ginebra y en otras partes de Suiza, Holanda, Escocia e Inglaterra y, en el siglo XVII, en las colonias americanas de Inglaterra. Por cierto, una observación paralela a la que efectuó Max Weber sobre la Reforma y el desarrollo del capitalismo; y es que existen evidentes relaciones entre el liberalismo económico (capitalismo) y el liberalismo político (constitucionalismo). La primera Constitución del mundo es la federal norteamericana (1787); pues bien, sus fundamentos se emparentan también con principios puritanos: la idea de una Constitución como norma fundamental y escrita; la existencia de un gobierno limitado y representativo; el federalismo y los derechos civiles.
El énfasis americano en una Constitución escrita (frente a la costumbre no escrita inglesa) debe mucho a la insistencia de los puritanos en que el Derecho superior debía ser un Derecho escrito; y esa fue la experiencia colonial antes de llegar a la Constitución federal. En efecto, los puritanos emigrados a América creaban mediante un texto escrito (covenant) la congregación religiosa. Fue sencilla la transformación de estos contratos religiosos en documentos de contratos políticos (compact): bastó sustituir la idea de Dios por la de soberanía popular.
La experiencia colonial puritana desconfiaba del poder, que consideraban demasiado intoxicante e inductor de abusos. Los puritanos insistían en que las autoridades debían ser modelos morales; los mandatos se limitaban en el tiempo; e insistían en modelos de control del poder (la propia existencia de un derecho escrito, por ejemplo), y, por supuesto, los cargos eran electivos. También el federalismo, que es otra aportación original del constitucionalismo norteamericano, es una forma de limitar al poder y se asienta en la lectura que los puritanos hicieron de la teología federal de alianza del Antiguo Testamento y las doce tribus de Israel.
La impronta calvinista de la creación de la idea de los derechos humanos es más conocida gracias a la famosa polémica entre G. Jellinek y E. Boutmy. Con la irrupción de la Reforma, aparece (no sin derramamiento de sangre) el primer derecho en ser reconocido, la libertad religiosa, que conlleva otros derechos: el de expresión, el ideológico… la libertad individual en general. La otra experiencia fundante de los derechos es la inglesa en relación con las garantías frente a la detención y otras del proceso penal; y ahí también jugaron un papel los puritanos en su momento.
En definitiva, es dudoso que sin Reforma, sin filosofía cristiana, hubiera existido constitucionalismo tal y como lo conocemos. Es obvio, sin embargo, que el constitucionalismo no es sólo protestante (anglosajón y nórdico). También hay un constitucionalismo de raíz cultural católica muy importante, nucleado en torno a la Revolución Francesa y en el que se ubica nuestro país (y también Italia, Francia, Portugal o América Latina). Ambos tipos de constitucionalismo tienen mucho en común… pero no todo. Como hemos visto, el protestante se funda en la idea de responsabilidad individual y de sospecha y control del poder político, que no son, naturalmente, principios extraños en el constitucionalismo católico, pero que, a mi juicio, no brillan como en aquel. En el constitucionalismo protestante hay tanta sociedad como sea posible y sólo tanto Estado como sea imprescindible; en el constitucionalismo de impronta católica hay tanto Estado como sea posible y sólo tanta sociedad como resulte necesaria. Porque nuestra cultura adora el poder, es “Estado-céntrica”; la cuestión política central es conquistar el poder y retenerlo todo lo posible. La idea de control no es ajena, claro, y tenemos instrumentos, pero de aplicación perezosa. Y la tolerancia, de los propios partidos y de la gente, hacia la corrupción es asombrosa. Partidos con graves casos de corrupción siguen siendo votados mayoritariamente porque son “los nuestros”. No es una sociedad de personas responsables individualmente, sino de grupos, casi sectas religiosas secularizadas, a los que se perdona todo si con ello se derrota a los enemigos.
En nuestra tradición, el Estado es un dios secular y, como tal, el proveedor ilimitado de gracias, privilegios y prebendas, pero sólo a los “buenos”, es decir, a los míos. En este contexto, la idea de responsabilidad personal se diluye. Sólo cuenta lo que se me debe inmediatamente y gratis. El Estado lo puede todo. En definitiva, contamos con la letra del constitucionalismo, pero la música no suena melodiosa del todo.
Fernando Rey Martínez es catedrático de Derecho Constitucional
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