En el año 1960, cuando tenía 14 años, el colegio católico al que asistía organizó, como lo hacía en dos ocasiones a lo largo del curso, unos “Ejercicios Espirituales” a los que asistí por primera y última vez. Se trataba de pasar unos días en total aislamiento del entorno escolar habitual –ya de por sí bastante lúgubre y opresor- en los que, a través de técnicas “sectarias” combinadas de predicación, oración, meditación y disciplina cercana a la tortura sicológica, pretendían lavarte el cerebro para anular tu personalidad y te sintieras por ello como todos los componentes del grupo: un abominable pecador que merecía el peor de los castigos divinos y que sólo podría evitarse arrepintiéndote de tu intrínseca maldad y confesándosela a los demás en un rito de flagelación espiritual colectiva para sentirte verdaderamente purificado.
Como nos exhortaban a la meditación tras cada prédica, en una de ellas que tenía por objeto la miseria del alma humana y la infinita misericordia de Dios, se me ocurrió una reflexión que cuando la formulé fui anatemizado por el director espiritual de estos singulares ejercicios y criticado burlescamente por la mayoría de mis compañeros. Mi exposición en forma de pregunta fue más o menos la siguiente:
¿Por qué nos ha creado Dios tan propensos a pecar –lo que se concluye de una simple constatación empírica-, por qué nos ha dotado, por ejemplo, de un impulso sexual bastante incontenible –les recuerdo que, además, estaba en plena adolescencia- si luego no nos permite ni tan siquiera tener “pensamientos impuros” con la persona objeto de nuestros deseos? ¿No parece éste un comportamiento masoquista y maquiavélico –emplearía otra expresión dado que la obra del genial renacentista estaba en el Índice de libros prohibidos cuya lectura era castigada con la excomunión- pues ha creado por propia voluntad a un ser fuertemente concupiscente que le produce un infinito dolor con cada pecado hasta el punto de que Él mismo se hizo hombre, descendió a la Tierra y murió por ello?
Ni que decir tiene que éste fue el inicio de un periodo de desafección del Catolicismo que duró varios años y que me produjo desgarro emocional y rechazo de mi entorno en una época en la que imperaba el nacionalcatolicismo a ultranza.
Cuento esta anécdota de adolescencia porque me ha venido al recuerdo cuando me he enterado de que la Asociación Madrileña de Ateos y Librepensadores (AMAL) ha presentado un recurso contra las resoluciones del Ministerio de Educación en las que se establecen las directrices de la asignatura de Religión Católica para Primaria, ESO y Bachillerato. La asociación reivindica en su demanda el “derecho a recibir educación veraz” y asegura que dentro del programa de la asignatura se incluyen contenidos de “cuya veracidad no hay ni una mínima prueba”. El propio presidente de la asociación, Luis Vega, manifiesta que se pretende “enseñar cosas que no son ciertas” y que a los niños “les puede crear confusión” ya que “en Religión les enseñan que el mundo se creó en siete días y en Ciencia les dicen que tardó miles de años”.
¡Qué lástima que en mi juventud no existiese en el país una asociación de librepensadores o, simplemente, protectora de los derechos humanos que se hubieran involucrado en la defensa de la racionalidad, de la libertad y de la tolerancia! ¡Cuánto sufrimiento hubiese evitado!