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RECOMENDADO: El extraño caso de la vicepresidenta, el papa y la dignidad democrática

¿Tiene algún sentido que la vicepresidenta del Gobierno del Estado democrático vaya a rendirle cuentas de las medidas laborales de éste al jefe del Estado teocrático?

La vicepresidenta del Gobierno español y ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, ha visitado al papa Francisco y, según la información que ha transcendido, han hablado sobre todo de temas laborales. La ministra le ha explicado el asunto de la reforma laboral, así como las medidas del Gobierno de coalición contra el paro, pero no sé si el papa le habrá contado las de la Iglesia, tan antiguas y eficaces. Aunque ahora se trata de buscar “trabajo decente”, según un tuit de la propia vicepresidenta, en el que dice que también dialogaron sobre “la crisis de la Covid-19 y el futuro del planeta”.

Sectores de la derecha se han apresurado a (des)calificar a ambos interlocutores como “comunistas”, y a interpretar la iniciativa de la vicepresidenta como una búsqueda de votos católicos. Esta visión ha sido rechazada inmediatamente desde la izquierda, destacando la buena sintonía entre dos personajes demasiado avanzados para la derecha reaccionaria. Si la derecha ataca al papa, nosotros a muerte con él, parecen pensar. Como suele suceder, la disputa entre partidos desemboca en actitudes simples y autocomplacientes que priorizan la descalificación sin matices del contrario y menoscaban la capacidad de análisis.

Empecemos por identificar sin eufemismos a los participantes del encuentro en el Vaticano: por un lado, la ministra de Trabajo y vicepresidenta del Gobierno de un Estado democrático (España); por el otro, el líder de la Iglesia católica y jefe de un Estado, la Santa Sede, de carácter teocrático, vale decir no democrático, en el que no se respetan, en especial, los derechos de las mujeres. ¿Tiene algún sentido que la vicepresidenta del Gobierno del Estado democrático vaya a rendirle cuentas de las medidas laborales de éste al jefe del Estado teocrático?

Evidentemente, no, es más que extraño. Sin embargo, hay temas de la política del Estado español que sí que incumben a ese otro Estado, la Santa Sede, pues existen unos Acuerdos entre ambos, de 1979 (actualización del Concordato de 1953), que otorgan unos privilegios desorbitados a la Iglesia católica, sobre todo en asuntos económicos y educativos. Esos Acuerdos, junto a la Ley orgánica de libertad religiosa de 1980, hacen que, aunque según la Constitución de 1978 “ninguna confesión tendrá carácter estatal”, en realidad la política económica y educativa española esté fuertemente constreñida por los intereses de la Iglesia. En el ámbito económico, no olvidemos que la Iglesia recibe del Estado unos 12.000 millones de euros anuales –digamos que ‘libres de crisis’–, y, además, se ha apropiado, mediante las llamadas ‘inmatriculaciones’, de decenas de miles de bienes públicos (la Mezquita, la Giralda, la Catedral de Granada y un larguísimo etcétera), en lo que constituye un escándalo económico que hace parecer una broma el conjunto de los de la Gurtel, los ERE, la Casa Real, los obsequios a la Banca, y otros. En cambio, qué extraño, la parte de los Acuerdos que comprometía a la Iglesia a autofinanciarse sigue sin cumplirse casi 43 años después, vaya por Dios.

En el ámbito educativo, se mantiene la enseñanza doctrinal de la religión católica en infinidad de centros de enseñanza eclesiásticos, pero sostenidos por el Estado, y en todos los centros públicos. Una enseñanza a cargo de una institución hipermachista (hasta el punto de que no accedes a la jerarquía si no te cuelga un pene), homófoba (el propio papa Francisco ha hecho amorosas campañas contra los derechos LGTBI) y dogmática-anticientífica (Dios barre/borra a Darwin, y los milagros a las ciencias naturales).

La servidumbre estatal a los intereses de la Iglesia va más allá (por ejemplo, vean y escuchen las televisiones y radios públicas cada “día del Señor”), y se hace ostensible en la participación de las autoridades del Estado en todo tipo de actos confesionales, como misas, procesiones y ofrendas. El caso más bochornoso es el del rey, jefe y símbolo supremo del Estado español, forzando el esqueleto –como su padre; luego pasa lo que pasa– para doblar la cerviz ante el jefe del Estado vaticano (el papa), e incluso ante sus obispos: ¿no es un simbolismo de lesa patria? O de leso discernimiento, cuando hace una ofrenda, en nombre de todos los españoles, a un apóstol que hace lo que puede, pues el hombre lleva muerto dos milenios.

En resumidas cuentas, hay una clara intrusión de la Iglesia/Santa Sede en los asuntos de España. Es una relación inicua e indigna para España. Por tanto, ¿no es evidente que si la vicepresidenta del Gobierno de España va a ver –además, por propia iniciativa–, al jefe del Estado intruso, debería ser para conseguir una solución lo más eficaz posible a las cuestiones señaladas? Más aún si consideramos que los partidos en el Gobierno llevan años, y en algunos casos décadas, proclamando que defienden la laicidad del Estado, esto es, el respeto a la libertad de conciencia de todas las personas y que no haya privilegios de unas sobre otras (ni de las asociaciones a las que pertenezcan) por sus convicciones personales, en las que el Estado no debe entrometerse. De paso, la vicepresidenta podría haberle afeado cordialmente a Francisco que haya beatificado a centenares de mártires de la guerra civil española –y hay muchos en lista de espera–, que por una extraña coincidencia son todos del mismo bando (adivinen cuál). Y quizás podría haberle pedido colaboración eficaz en el desenmascaramiento de los casos de pederastia en la Iglesia española.

En definitiva, la vicepresidenta del Gobierno le ha dado cuenta al papa de asuntos laborales de la política española que ni le van ni le vienen, pero, en cambio, ha olvidado los temas que sí atañen a la Santa Sede, que se resumen en la necesidad de derogar (no retocar) unos Acuerdos que mantienen una confesionalidad de hecho y de derecho, la de revertir el expolio de las inmatriculaciones, la de dejar de financiar el Estado a la Iglesia, y la de sacar las religiones de la escuela. ¿No es consciente de que lo que ha hecho ha sido reforzar vínculos con un Estado que viola derechos humanos, especialmente de las mujeres, y que exporta a España esas violaciones? ¿Cómo puede decir la vicepresidenta que se siente «muy emocionada» tras la visita sin haber hecho sus deberes: defender los intereses de España defraudados por la Iglesia/Santa Sede? Me parece que si la vicepresidenta lo hubiera sido de un Gobierno de derechas, la izquierda parlamentaria se habría apresurado a reprenderla con justificada dureza. En mi opinión, al ser de izquierdas no merece menos reproches, sino más.

En realidad, las intenciones de solucionar todo lo expuesto no tendría que ir a contárselas al papa, pero podría entenderse como una acción diplomática y de facilitación de un proceso de recuperación democrática de la dignidad del Estado español. Pero, ya que ha ido, que –por lo que sabemos– no haya tratado estos gravísimos temas no sólo puede calificarse de indignidad, sino que parece darles la razón a quienes hablan –sean del signo político que sean– de búsqueda de votos católicos, y, lo que es mucho peor, parece indicar que no hay intención gubernamental de solucionar las injusticias y violaciones de derechos que conlleva el sometimiento de España a los intereses de un Estado teocrático y antidemocrático.

Sin embargo, aún queda una esperanza de salida digna al extraño caso aquí relatado: que el Gobierno actúe en el sentido que muchos pedimos, aunque la vicepresidenta no se lo haya advertido al papa. Es verdad que puede que entonces Yolanda quede mal con Francisco, pero seguro que éste, con su bondad y progresismo, no sólo sabría perdonarla, sino que la felicitaría. Y, en todo caso, ¿no sería mil veces preferible la decepción papal a seguir defraudando a la democracia, y, de hecho, a la economía, a la infancia, a las mujeres, y a toda la ciudadanía españolas?

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