En el III Concilio de Toledo, convocado por el monarca Recaredo en el mes de mayo del año 589, el núcleo de la reunión giro, por supuesto, sobre materias de fe, dirigidas a defender la Trinidad, es decir, la consustancialidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, que rechazaban los arrianos. Se anatematizó, en todos sus puntos, la doctrina defendida por Arrio el obispo hereje, que murió excomulgado y envenenado, en el año 336, después de ser condenado por el concilio de Nicea – presidido, como ya sabemos, por el emperador Constantino, en el año 325 – en el que se defendió la consustancialidad de las tres personas divinas (“homo-ousion”, de la misma esencia). En el concilio, se admitió la presencia de los representantes del pueblo godo (“omnis gens gothorum”), pero también de los representantes de los suevos (“suevorum gentis infinita multitudo”) en la unidad de la fe y, contra cualquier otra herejía. La conversión de Recaredo repercutió en la Narbonense, donde también se convocó un concilio en la capital, con asistencia de los ocho obispos de la provincia, para aceptar las directrices del monarca.
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