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Reanudación de las conversaciones de paz en Palestina

La historia vuelve a demostrar la libertad inmanente a la acción de sus protagonistas, los seres humanos, pese a la religiosa renuncia que de ella hacemos a diario

La creencia de que el futuro está contenido en el pasado es propia de un pensamiento determinista y a la historia, en cambio, prestidigitadora como es, le gustan las sorpresas. Por eso, en demostración de que es un arte al que lo posible pertenece por derecho, periódicamente resucita el cadáver de algún fracaso al que la reiteración le llevó a la tumba con un imperativo Lázaro, levántate y anda; y por eso, periódicamente también, juega al olvido con el pasado de personajes, histriónicos a veces, devolviéndoles en el espejo una imagen en la que ocasionalmente no reconocen al sujeto que ven.
 
Es así como, de repente, un problema enterrado por inacción, como el de la paz en Palestina, vuelve desde su sepulcro a la arena internacional; o como, al igual que en Venezuela puso a ex Chávez ante la posibilidad de ser el nuevo Bolívar que tanto invocaba, bien que luego se quedó en simple chávez, ahora brinda al primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, la oportunidad de hacer historia poniendo a su alcance la resolución del mentado problema: a él, uno de sus más acérrimos enemigos entre los políticos israelíes de los últimos tiempos. Confiemos aprenda de Rabin el aprender a tiempo, y persiga emular el legado de aquél con una tenacidad par a la de su valeroso mentor, y cuya realización la usura del azar le arrebató. Por lo demás, con esta doble pirueta ejercitada de un solo golpe la historia vuelve a demostrar la libertad inmanente a la acción de sus protagonistas, los seres humanos, pese a la religiosa renuncia que de ella hacemos a diario o a la frecuencia con la que intereses espurios producen efectos similares a los de la resignación.

De momento Netanyahu ha aceptado el envite, lo que no es poco; no lo es por sí mismo, porque ese a conversar no sólo erradica la dogmática certeza del tradicional Niet que acompañaba la mención de la expresión mesa de negociaciones si referida a la paz, salvo en tiempos recientes, en los que se la declamaba retóricamente habida cuenta de la ristra de precondiciones interpuesta por la contraparte palestina para volver a ella. Tampoco lo es porque, con su aceptación, la pelota de la responsabilidad si se recae en la tradición del fracaso está ahora en el otro bando (en el que, ante la sofocante presión de Washington, Mahmud Abbas ya se ha apresurado a rebajar algunas, dejando otras, como la de la liberación de los presos palestinos, como baza con la que devolver la jugada a Netanyahu) e Israel saldría reforzado ante la opinión pública internacional en una situación idéntica a la actual.
 
Mas, sobre todo, el sí quiero conversar de Netanyahu es importante porque, en función de cómo enfoque el nuevo gobierno iraní su política exterior, si girando, como parece, hacia un pragmatismo de cuya falta adoleció en la larga etapa anterior, o bien volviendo por sus fueros nucleares, el posible ataque de Israel a Irán gozaría de un plus de legitimidad ante la opinión pública mundial y determinadas potencias, no sólo occidentales, si hay en curso negociaciones con los palestinos por apagar el conflicto decano de la región.
 
Hay una razón más al menos por la que la reanudación de las conversaciones constituye una decisión política mayor, esta vez de naturaleza interna: su solo anuncio ya ha abierto una brecha en el gobierno israelí, una amplia coalición en la que los partidos de la extrema derecha religiosa se han desvinculado críticamente de la medida. Algo que, ciertamente, no puede no ser saludado con regocijo, pues si cuenta con la oposición entusiasta del extremismo ortodoxo y político milagroso será que no sea bueno, y si no que se le pregunte a Alá.
 
Sólo que en esta ocasión, la posible defección y su consiguiente chantaje de semejantes miserias antidemocráticas apenas hará mella en la capacidad de Netanyahu para actuar, dado que cuenta con un extraordinario apoyo político y social a favor de la paz y de los medios para obtenerla. Las declaraciones de políticos de relieve de la oposición ya han hecho ostensible su apoyo; y en cuanto a la sociedad, una encuesta del diario Haaretz llevada a cabo tras la declaración de John Kerry, el Secretario de Estado estadounidense que ha logrado la aquiescencia de las partes a acudir a la mesa, indica que más de la mitad de la población aprobaría la medida si se la convocara a un referéndum al respecto.
 
Analizadas desde el contexto de Oriente Medio, las conversaciones entre las partes del contencioso palestino, aun en el supuesto optimista de que dieran lugar a negociaciones que finalizaran en un acuerdo entre aquéllas, podría parecer que llegan demasiado tarde; que incluso ese inopinado éxito no sería a la postre sino un ejercicio de narcisismo con el que la política, en esta región ferozmente caótica del mundo, maquilla su impotencia. Porque, en efecto, aún no es definible “el nombre”, que diría Homero, de la nueva realidad que está surgiendo a partir de los escombros de la primavera árabe, y su indeterminación, en una zona poblada de armas y fanáticos que las empuñan, y enloquecida por una mística religiosa aún peor que las armas, solo añade inestabilidad a la inestabilidad y miedo al resultado, transformando al feto en un monstruo antes de ser siquiera conocido.
 
Cuando en países como Iraq o Siria –y de rebote en Líbano- la violencia ha completado su obra de deshumanización merced a la oda a la muerte que a diario se entona, y no deja más destino aparente que la guerra civil, la fragmentación territorial y nuevos sujetos armados e incontrolados. Cuando países como Túnez o Egipto caminan con paso firme hacia esa misma guerra por medio, en el primer caso, de crímenes selectivos con los que se pretende asesinar el Estado y la convivencia pacífica que debiera garantizar a través del asesinato de personas; o, en el segundo, de la deposición mediante un golpe de Estado de un gobierno que abjuró de los principios democráticos con los que se había comprometido, demostrando por doquier su ineficacia y sectarismo, y cambiando a la fuerza de dueño; o, en ambos casos, por la división en el islamismo, incluso el radical, como en Egipto, y el enfrentamiento civil surgido por los nuevos reagrupamientos sociales, que ya no admite compromisos ni vuelta atrás. Cuando incluso en Gaza Hamás está perdiendo buena parte del apoyo con el que ha dominado plácidamente durante años, y la inestabilidad no sólo gana terreno, sino que se aproxima conforme lo gana al conflicto violento entre las partes. Cuando el hasta hace poco modelo turco ha devenido un problema en la misma Turquía. O cuando, por no extenderme más, la brecha religiosa histórica que desde siempre ha desgarrado al Islam entre chiís y suníes se amplía a diario desde la política, enfrentando a Irán y satélites con Arabia Saudí y los suyos, al punto de que los dirigentes de este nauseabundo régimen llegaron a pedir a Obama la invasión del país de los ayatolás… Cuando todo eso sucede, poco parecería importar ya ni la reanudación de las conversaciones en Palestina ni el resultado de las mismas.
 
Empero, no me parece acertada esa manifestación de escepticismo. El catálogo de problemas recién enumerado pone de relieve la falacia, de la que la política de la zona se nutrió interesadamente durante décadas, de que sin solución al contencioso palestino-israelí ninguna solución era posible en Oriente Medio, lo que derivaba automáticamente en una crítica inmisericorde –y no sólo por los países de la zona, sino por las cabecitas huecas de la legendaria izquierda europea, tan democrática ella que merecería ser saudí– de la despectivamente denominada entidad sionista (ahora se ve que el problema básico para la convivencia se llama Islam: la pasividad, la intolerancia, la violencia, la corrupción, el subdesarrollo cultural que promueve, la explotación económica que permite, la heteronomía individual que fomenta, el bienestar y el hedonismo que evita o prohíbe, los despotismos que genera; y que ese problema se agiganta con la política con la que las grandes potencias, democráticas y no democráticas, manipulan la región). En cambio, las negociaciones de las partes en conflicto que abocan a una solución consensuada puede venir a dar razón a posteriori a quienes pensaban así, aunque por lo contrario de lo que decían, instaurando en la región el modelo político racional de la solución dialogada, es decir, enalteciendo el poder de la palabra como la principal arma política democrática, según nos dijera Hannah Arendt mirando a la Hélade, y fiando a la política los recursos naturales que necesita para imponer su arte sobre la religión y sobre las tiranías.
 

En suma: si una posible negociación entre palestinos e israelíes acabara estableciendo la paz en Palestina, la solución a dicho contencioso indicaría a los países circundantes la vía a seguir para resolver sus problemas, y la paz en Palestina sería el medio fundante del establecimiento de la paz en Oriente Medio. Y aunque el mérito se repartiría entre palestinos y judíos, un Israel garante merced a su política de la estabilidad interna de los países musulmanes (que tendrían, naturalmente, que dejar de profesarse políticamente tales) y de la externa de la región sería en los tiempos modernos la máxima venganza política a la que han dado lugar las ironías de la historia.

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