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«Debemos reconocer que hemos tenido pocos adversarios tan agudos como el hombre que tras años de silencio acaba de fallecer»
Ante la muerte de Joseph Ratzinger son muchos los temas que suscitan la reflexión del mundo filosófico y del mundo político. Pocos pontífices – por no decir que ninguno – trató con tanto ahínco de debatir con el mundo laico para argumentar las convicciones del creyente y enjuiciar las razones de ateos y agnósticos. Ahí están sus debates con Jurgen Habermas y con Paolo flores de Arcais para mostrarlo. El motivo por el que Ratzinger prestó tanta relevancia al debate con el mundo de la filosofía tiene que ver con su peripecia biográfica y con su diagnóstico de las carencias de la modernidad ilustrada.
Ratzinger pertenece a una generación atravesada por la experiencia de la segunda guerra mundial. Como Habermas o G.Grass, como H. Schmidt o J.B.Metz viven un mundo de violencia, de crueldad, de destrucción que les marcará para siempre. Pero no les marcará de la misma manera. Hay una imagen que refleja muy bien la vivencia del joven Ratzinger cuando vuelve a casa y escucha las campanas de la iglesia cerca del hogar paterno. Aquella música refleja que, a pesar de todo, lo fundamental persiste y la vida sigue teniendo sentido, como explica en su texto autobiográfico MI VIDA; de ahí su vocación teológica sustentada en la apuesta por establecer un puente entre la fe y la razón.
La vida en la Alemania posterior a la segunda guerra mundial pasa por distintos momentos. Durante los largos años de la administración presidida por Adenauer el crecimiento económico y la reconstrucción material marcan un imperativo de avance sin mirar hacia atrás, sin hacerse cargo del pasado. Se impone un nuevo proyecto europeo tras la reconciliación entre Francia y Alemania. Son los momentos en que se transita desde el existencialismo hasta el neopositivismo, desde las reflexiones sobre el mal, la muerte, la culpa, el sentido y el absurdo a las filosofías tendentes a precisar un mundo conformado por la racionalidad científica y los criterios de eficacia y utilidad.
No cabe duda que hay debates sobre la racionalidad de la creencia como los desarrollados por Bertrand Russell y F.Copleston o acerca del humanismo ateo a partir de las obras de Sartre. Pero todos estos debates de los años cuarenta y cincuenta están lejos de la preocupación de Ratzinger centrado es afianzar sus conocimientos sobre el mundo bíblico y sobre la historia de la Iglesia.
Todo cambia a partir de la muerte de PioXII y de la convocatoria del Concilio vaticano II. En ese momento con Juan XXIII se abre un debate acerca de la aceptación de los valores del mundo liberal y democrático por parte del mundo católico. Se abren las grandes expectativas y aparecen las grandes divergencias.
Para una parte del mundo católico se trata de establecer una apertura al mundo de la democracia representativa pero se trata también de ir más allá y buscar alianzas con los que critican el mundo del capitalismo avanzado. Alianzas que pongan en cuestión el mundo consumista del Norte Rico y la exclusión y la pobreza del Sur pobre. Son los momentos en que emerge la teología política de J.B.Metz y la teología de la liberación de Gustavo Gutierrez. Son los momentos de apertura al diálogo entre cristianismo y marxismo. Son los momentos en los que las nuevas generaciones del movimiento estudiantil ponen en cuestión la guerra de Vietnam en Estados Unidos y se producen las grandes movilizaciones en París, en Mexico y en Praga. Todo el mundo de la guerra fría es puesto en cuestión.
Ratzinger, que había vivido con esperanza la renovación conciliar, es de los que empieza a percibir con extraordinaria preocupación los cambios que se están produciendo. Comienza a surgir una reacción contra lo que consideran excesos de la contestación del 68. Para algunos esos excesos hay que corregirlos con una drástica reducción de las demandas socioeconómicas so pena de caer en la ingobernabilidad. Son los que van a liderar la respuesta neoliberal en lo económico y neoimperial. Son los que van a secundar la posición de Reagan y Thatcher. Con ellos va a sintonizar Karol Wojtila. Por decirlo con una frase que va a hacer fortuna son los que piensan que 1989 debe ser el reverso de 1968. Y creen que ha llegado el momento de señalar el camino del futuro.
Unos se vanaglorian el triunfo del mercado sobre el Estado, de lo privado sobre lo público y de la empresa sobre el sindicato. Son los neoliberales. Otros apuestan por un siglo americano que muestre que estamos asistiendo al fin de la historia y a la victoria de la democracia liberal sobre el régimen comunista de los países del este. Son los neoimperiales.
Para los neoconservadores el asunto es más complejo porque su adversario es el propio proyecto ilustrado. Para ellos no ha fallado un régimen político concreto; la caída de los países del este significa visualizar el fracaso del socialismo como proyecto emancipatorio, ya que a su juicio el socialismo es un «error antropológico».
«¿Ha sido el cristianismo el que ha llenado el vacío de la caída del comunismo?»
Ese error sólo puede ser superado rescatando las raíces cristianas de Europa. Esas raíces que el Papa polaco reivindica como fuente de una identidad que ha permitido a su país resistir a los terribles experimentos del nazismo y del estalinismo. Todo este clima posterior a 1.989 nos resulta enormemente actual cuando pensamos en lo ocurrido en la Rusia de Yeltsin y de Putin o en la Hungría y la Polonia posteriores a la caída del Pacto e Varsovia. ¿Ha sido el cristianismo el que ha llenado el vacío de la caída del comunismo?; ¿ No estamos asistiendo a la vuelta de un nacionalismo de Estado donde la religión juega un papel mucho menos relevante de lo que Wojtyla soñó?
Ratzinger no suscribe el optimismo sobre el renacer de la religión tras la caída del comunismo. En sus textos- por ejemplo en el prólogo que redacta a la nueva edición de su libro INTRODUCCION AL CRISTIANISMO– argumentará que ante el comunismo había una batalla entre dos mesianismos, entre dos proyectos que suscribían sendas perspectivas escatológicas. El vacío, tras la caída del comunismo, incrementará los elementos de disolución y de anomía, que caracterizan a sociedades que no encuentran un asidero ni un fundamento sólido dado su pluralismo valorativo y su politeísmo axiológico.
Las intervenciones y los debates en los que participa entre el 89 del siglo pasado y el 2.004 del presente siglo son de extraordinario interés. En ellos aparece su afán por buscar un lugar a la religión en el mundo del nuevo paganismo, donde a semejanza del mundo helenístico, sufrimos una crisis polívoca. Es la época donde son muchos los autores que hablan de modernidad líquida como Bauman, o de modernidad pendiente como Habermas.
Quizás de todos aquellos encuentros y debates el que adquirió más resonancia fue el que tuvieron Habermas y Ratzinger. El gran teórico de la acción comunicativa y de la modernidad ilustrada con el teólogo que buscaba establecer un mundo donde cupiera realizar un encuentro entre fe y razón. La música de Ratzinger sonaba bien para todos los que recordaban los límites de la modernidad; sonaba también bien para los que veían la diferencia entre el debate razón-religión dentro del occidente ilustrado y el debate fuera de ese mundo cuando nos adentrabamos en el mundo de otras religiones como el islam. El Ratzinger teólogo siempre señaló esa diferencia y no llamó la atención; cuando dijo lo mismo como Papa se produjo un conflicto virulento, lleno de imprecaciones y amenazas.
Dentro del mundo de la democracia liberal tampoco era sencillo afrontar el problema aunque no hubiera esa virulencia. Ratzinger señalaba en sus textos que él naturalmente aceptaba los valores y los procedimientos de la democracia liberal representativa pero que había una serie de temas, de problemas, de realidades, que anidaban en el campo de lo prepolítico; realidades como el aborto o la eutanasia o las distintas formas de familia, sobre las que el legislador debía ser sumamente prudente ya que afectaban a la naturaleza humana. Ese ámbito debía marcar un coto vedado a los propios parlamentos. Toda aquel que se guiara bajo los criterios de la recta razón debía aceptar ese límite.
Al pasar de la música a la letra los debates se intensificaron, máxime cuando con gran agudeza Ratzinger señalaba que parecía que la humanidad había decidido abandonar el camino de la verdad y desentenderse de cualquier pregunta por el fundamento. Acuñó incluso una expresión que hizo fortuna: hemos llegado a una situación en la cual el que no se manifiesta relativista parece alejado de toda racionalidad; parece como sí el relativismo se impusiera como una nueva forma de dictadura del sentido común y de lo políticamente correcto.
Era un ataque en toda regla desde presupuestos conservadores a muchas de las reivindicaciones del feminismo y de todos aquellos que habían manifestado que lo personal era político. Ratzinger contestaba: es mucho más que político, es algo prepolítico que todo el que opere con la recta razón debe aceptar. Volvía el iusnaturalismo remozado y volvían los debates acerca de si hablábamos de Derecho o de Moral y acerca de si el hombre tiene naturaleza o tiene historia. ¿Existía ese coto vedado sólo asequible a los iusnaturalistas frente a los legisladores parlmentarios?
Se produjeron grandes debates que todo filósofo político antes o después tenía que atender y que remiten a una discusión que vuelve a aparecer cada vez que los parlamentos tienen que regular acerca de temas que afectan a las convicciones intimas de los ciudadanos.
Para terminar recomendaría al lector interesado que reflexionara sobre un texto de Ratzinger y lo comparara con otro texto de Hans Kelsen. Dice el primero: « … el cristianismo tuvo que aparecer como intolerable ante la amplia tolerancia de los politeísmos; el cristianismo no admitía la relatividad de las imágenes, ni que estas fueran intercambiables, y con ello perturbaba principalmente la utilidad política de las religiones y ponía en peligro los fundamentos del Estado, ya que pretendía no ser una religión entre las religiones, sino la victoria de la inteligencia que ha triunfado sobre el mundo de las religiones» FE VERDAD Y TOLERANCIA, p 149.
Frente a esta pretensión repasemos en lo que había escrito Hans Kelsen al hablar de absolutismo y relativismo: «… el que cree poseer el secreto del bien absoluto quiere tener el derecho de imponer su opinión y su voluntad a los demás que están equivocados…si se reconoce que los valores relativos son los únicos accesibles al conocimiento y la voluntad humana, sólo cabe justificar el imponer un orden asocial a los individuos reticentes si este orden está de acuerdo con el mayor numero de individuos posibles, es decir con la voluntad de la mayoría. Es posible que sea la correcta la opinión de la minoría y no de la mayoría. Debido a esta posibilidad que que lo que hoy es correcto mañana sea equivocado, posibilidad que solo el relativismo filosófico admite, la minoría debe tener la posibilidad e expresar libremente su opinión y llega a ser mayoría… este es el verdadero significado del sistema político que llamamos democracia, el cual se opone al absolutismo político solo por su relativismo político» (H. Kelsen «Qué e justicia», p 124)
El lector que conozca la obra de Ratzinger sabe que el teólogo fallecido dio vueltas una y mil veces a estos textos de Kelsen y a otros de teóricos del derecho y del Estado, quiso encontrar una respuesta al relativismo y animó a sus huestes a ser una minoría cognitiva en una era neopagana. Los que estamos más de acuerdo con Kelsen que con Ratzinger, los que nos consideramos defensores de un pensamiento laico, y suscribimos una posición agnóstica debemos reconocer que hemos tenido pocos adversarios tan agudos como el hombre que tras años de silencio acaba de fallecer.