El embriólogo Ian Wilmut extrajo el núcleo de una célula mamaria de una oveja adulta y lo introdujo en el óvulo enucleado de otra oveja, obteniendo así por fecundación in vitro un embrión que implantó en una tercera oveja, que en julio de 1996 parió a Dolly, clon o copia genética de la primera. Con esto aprendimos que el material genético de las células diferenciadas adultas puede revertir a la totipotencia indiferenciada que había tenido en su estadio embrionario.
Cuando el Instituto Roslin (en Escocia) anunció el nacimiento de Dolly, todo tipo de agoreros se rasgaron las vestiduras ante los supuestos peligros que la clonación traería consigo. Incluso el presidente Clinton propuso prohibir la investigación en clonación humana, aunque el Congreso no le hizo caso, pues la mayoría de los expertos testificaron en contra. La técnica desarrollada por Wilmut es muy ineficiente. Tuvo que hacer 277 intentos para conseguir que uno le saliese bien. De todos modos, esta técnica se perfeccionará con el tiempo; ya se ha aplicado a ratas, perros y caballos.
Ahora, en la Universidad de Ciencia y Salud de Oregón acaban de usar la técnica creada por Wilmut para obtener células madre humanas, como paso hacia la producción de tejidos clonados. A partir de las células de la piel de un bebé enfermo han producido embriones genéticamente idénticos al bebé, a fin de sacar de ellos las células madre con las que tratarlo. No implantaron los embriones en madres de alquiler, pues su objetivo no era la clonación reproductiva, sino solo la terapéutica.
La reproducción por clonación no es noticia: la vienen practicando las bacterias desde hace miles de millones de años. La usan los silvicultores para obtener arbolitos por esqueje. Ocurre espontáneamente entre nosotros cada vez que una pareja tiene gemelos monozigóticos. Esos gemelos son más idénticos entre sí de lo que serían los humanos artificialmente clonados, pues a su mismo genoma añaden la misma edad y una más semejante circunstancia. Entre los mamíferos, los campeones de clonación son los armadillos, que siempre paren camadas de cuatro a doce gemelos monozigóticos.
La reproducción sexual es mucho más reciente, compleja y engorrosa que la asexual (la clonación). Si solo se tratara de reproducirse, la naturaleza no se habría embarcado en algo tan extravagante. Pero el sexo, antes que mecanismo reproductor, es un generador de diversidad, un barajador aleatorio de genes mediante la recombinación sexual, que da lugar a genomas siempre inéditos. La clonación, por el contrario, produce fotocopias genéticas de sus progenitores. La selección natural actúa sobre la variabilidad genética previamente dada. Si nos reprodujésemos exclusivamente por clonación, esa variabilidad sería mucho menor, lo que frenaría la evolución biológica y nuestra adaptación potencial a cambios imprevistos del entorno. Esto sería un peligro si la clonación reemplazase por completo a la reproducción sexual, cosa totalmente improbable, dado que la segunda es mucho más segura, barata y divertida que la primera.
Uno de los espantajos aducidos es la posibilidad de que en el futuro a alguien se le ocurra crear un clon de sí mismo como cantera de órganos de trasplante sin rechazo. Pero el trasplante tardaría muchos años en llegar, por lo que no sería práctico. Además, el ser humano obtenido por clonación tendría los mismos derechos legales que asisten a cualquier ciudadano. Si alguien (aunque fuese su padre) le arrancase sus órganos contra su voluntad, acabaría enseguida en la cárcel. Otro presunto peligro consistiría en que un dictador loco a lo Hitler se dedicase a clonarse a sí mismo. Sin embargo, un dictador no tendría interés alguno en crear su propia concurrencia. Un dictador loco siempre es peligroso, con clonación o sin ella. Hitler no empleó tecnología avanzada para producir el Holocausto de los judíos. El peligroso era Hitler, no el gas que utilizaba.
Ahora, la clonación de células humanas en Oregón ha vuelto a desatar la polémica. Muchos países han dado vía libre a la llamada clonación terapéutica, mientras prohíben la reproductiva. En realidad, no hay argumentos racionales para prohibir ninguna de las dos. La clonación reproductiva humana sería tan cara, insegura y desagradable que, aunque estuviese permitida, solo se practicaría excepcionalmente. De todos modos, si una pareja adinerada pierde en un accidente fatal a su hijo único y queridísimo y decide clonarlo a partir de una de las células de su cadáver todavía caliente y paga los gastos de su propio bolsillo, ¿qué razón tendríamos los demás para impedírselo? Ninguna, que yo vea.
Jesús Mosterín es filósofo y profesor de Investigación del CSIC