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Queridos ateos?

Los creyentes no nos pasamos el día meditando sobre la existencia de Dios. La religión no es un argumento filosófico ni una alternativa a la ciencia. Es una estructura de sentimientos, una casa hecha de emociones

Permítanme que venga a molestarles con un proyecto: el del respeto mutuo entre ateos y creyentes. Se apoya en un principio muy sencillo: ambos sostenemos una postura para la que, por definición, no hay pruebas. Nosotros creemos que existe un Dios y ustedes creen que no; cuando, en realidad nadie lo sabe, ni puede saberlo: no es una cuestión susceptible de ser probada. La ciencia, como mucho, puede demostrar que no hay necesidad de Dios como explicación física de nada. Puestas así las cosas, la posición natural, neutral y moderada sería el agnosticismo: un calmado, indiferente desconocimiento. Sin embargo, usted y yo, esas salvajes criaturas románticas que somos, nos apresuramos a tomar posiciones de fe sobre el asunto. Esta compartida (aunque enfrentada) extravagancia podría convertirnos en almas gemelas. O en sin-almas gemelas; yo digo lechuga, usted dice tomate, pero al menos ambos estamos hablando de hortalizas. Ateos y creyentes son, en formas opuestas, gente con convicciones, gente que se queda fuera del centrado campo del empirismo. Mes frères, mes soeurs, mes semblables! Abracémonos, porque todos somos refugiados huyendo del aburrido pragmatismo.

Ah, ¿que no? No. Porque exponer que el ateísmo es simplemente otra forma de fe ataca la idea que el no creyente beligerante tiene de sí mismo: la idea de que el ateísmo es de alguna forma científico y, en el campo de las creencias personales, equivale al rigor y las cautelas del método científico. Este autoconcepto se iría al garete si se atrevieran a verse como fervientes acólitos de la negación de Dios. Intente usted decir que los ateos mantienen una posición de fe, porque creen en la ausencia de Dios, y en apenas segundos, tan seguro como que el sol sale por el este, tan seguro como que Richard Dawkins sabe mucho sobre biología evolutiva y nada sobre religión, saldrá alguien a decir: “No. Los ateos no creen en la ausencia de Dios. Los ateos no creen en nada. Los ateos, simplemente, se mantienen al margen en toda esa tontería de pensar en seres invisibles”.

¡Uf, qué alivio! Al menos hemos neutralizado la posibilidad de considerar el ateísmo como un teísmo en negativo, y a los ateos como una especie de encantadores antitrapenses, dedicados a celebrar ruidosamente la inexistencia de Dios, arrancándose las cadenas de lo fáctico, disfrutando libres (¡por fin!) de la poética de la ausencia. Me temo que lo de abrazarnos va a tener que esperar.

En fin, aquí, en el lado de los creyentes, tampoco es que nos pasemos el día meditando sobre la existencia de Dios. La religión no es un argumento filosófico, ni una cosmología apañada, ni ningún tipo de alternativa a la ciencia. De hecho, la religión no es en absoluto, en primera instancia, un conjunto de propuestas sobre el mundo. Antes que cualquier otra cosa, es una estructura de sentimientos, una casa hecha de emociones. Las emociones no se tienen porque hayas aceptado la idea de que Dios existe; empiezas a considerar que Dios existe porque has sentido esas emociones. Empiezas a considerar la idea, y quizá algún día llegas a aceptarla, porque encaja con lo que de todas maneras ya estabas sintiendo. El libro que he escrito en defensa del cristianismo, Impenitente, empieza hablando de la disputa actual sobre la religión, pero enseguida pasa a explicar, o lo intenta al menos, que la fe se construye a partir de las experiencias reales y normales de un ser humano; no es una empinada escalera de suposiciones apoyada sobre unas conjeturas inestables. La fe cristiana (que es de la que puedo hablar desde dentro, desde la experiencia) es una forma de enfrentarse con esa carga de culpa y esperanza y pena y alegría y cambios y tragedia y renovación y mortalidad con la que debemos vivir todos los seres humanos. No es una forma infantil, despreciable y cobarde de lidiar con esas cosas: conlleva un cierto realismo emocional incorporado (o eso nos gusta pensar), y un cierto grado de imaginación. Nosotros también hemos hecho los deberes.

Y aun así, por supuesto, no lo sabemos, y el no saber importa. El examen definitivo para la fe debe ser, todavía y siempre, su veracidad; las perspectivas que nos ofrece y los cambios que nos hace atravesar deben corresponderse al final con un estado real del universo. La religión sin Dios no tiene sentido (excepto, quizá, para los budistas). Por eso las creencias, para la mayoría de los cristianos que respetan la verdad, la lógica y la ciencia, suponen una entrada voluntaria en la incertidumbre. Esto implica la decisión de sostener los riesgos de vivir en condicional, escoger una vida a la sombra de un “a lo mejor” o un “quizá”, entre los muchos “a lo mejor” o “quizá” de este mundo; donde las respuestas definitivas no están a nuestro alcance, y todo lo que sabemos sobre ciertos asuntos debemos aprenderlo medio a tientas, a través de un cristal.

Este es el fundamento que nos permite, a rasgos generales, acceder con imaginación a la postura de ustedes. Nunca he conocido a un cristiano que no se sintiera identificado con la experiencia de creer en un Dios ausente. Muchos hemos sido ateos en algún momento. Muchos aún lo somos, de vez en cuando: una característica recurrente de la fe es que cada cierto tiempo pasa por etapas de duda. Eso no significa que pensemos secretamente que tienen ustedes razón, en el fondo; ni que a cierto nivel semiinconsciente sepamos que sólo estamos construyendo patéticos castillos de arena para ser derribados por la impetuosa, inevitable, obligatoria marea creciente de la Razón. Significa que reconocemos que ambos, usted y yo, estamos operando en un campo donde no podemos saber quién tiene razón. La reacción adecuada es la humildad, la conciencia de nuestra propia falibilidad.

Quizá también —bromas aparte— esta pueda ser la base sobre la que creyentes y ateos puedan alcanzar una declaración de paz, y hablar entre ellos de manera un poco más productiva. En ambos lados guardamos nuestras certezas en el armario, y nos conformamos, compañeros en la toma de decisiones bajo la incertidumbre, con comparar las ventajas y desventajas de las casas de emoción que nuestras posturas nos impiden habitar: ambas reales, en el sentido de que ambas se han construido con la experiencia, y ambas cimentadas, en última instancia, sobre lo incognoscible. Ustedes sacan la carta de la dignidad del materialismo, y nosotros ponemos al lado la aceptación cristiana de lo trágico, lo desechado, lo irreparable. Ustedes sacan el humillante descubrimiento de la pequeñez y la contingencia de la humanidad en el cosmos, y la idea enaltecedora de que en cualquier caso la vida humana sigue teniendo sentido. Nosotros sacamos la universalidad del fracaso humano, y la esperanza de escapar de la búsqueda eterna del beneficio propio. Nosotros enseñamos nuestras cartas y ustedes enseñan las suyas. Y juntos admiramos las previsibles apuestas que nos sostienen.

No obstante —y ahora sí que intento provocar— antes de eso, creo que ustedes deberían ser un poco más claros sobre cuál es el contenido emocional de su ateísmo. Ustedes son quienes aseguran estar actuando a partir de una simple carencia, a partir de una no-creencia, pero, ya que hablamos de ausencias, el ateísmo contemporáneo no parece involucrar sentimientos convincentes ni de lejos. No todo es leer a Lucrecio, o pensar en la naturaleza de las cosas hermosas. Para muchos de ustedes, el objetivo del ateísmo parece ser no tanto la no-relación con Dios, como una viva y hostil relación con los creyentes. La misma existencia de la religión parece ser una afrenta, un atrevimiento, un picor que no pueden evitar rascar. La gente a la que no le gusta coleccionar sellos no tiene una revista especializada llamada El Antifilatélico. Ustedes sí. Lo que hacen es el equivalente a irse un domingo a la plaza Mayor de Madrid con pancartas contra la venta de sellos. Cuando en un diario progresista se habla de eso de las creencias, los comentarios suelen estar copados por tertulianos que lanzan su desprecio con la misma fuerza que un extintor de incendios. Es como si hubiera una pequeña onda transgresora de satisfacción que solo se pudiera alcanzar pronunciando palabras despectivas allí donde un cristiano de verdad pueda oírlas. Y esto no puede ser bueno para ustedes. Nunca es buena idea creer que el placer de la agresión esconde detrás una virtud. Se lo dice una persona religiosa. Eso sí que lo sabemos con certeza.

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