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¡Que vino, que vino!

Ahí estaban nuestros mandatarios al llegar, recibiendo al monaguillo político proveniente de los cielos, todos en pie, aunque de rodillas, saludándolo espaldas en arco cual si fuera un Jefe de Estado de verdad, quizá por lo del armiño y el látigo que el monaguillo no se quita ni para dormir, dejándose tutear por él como si fuera un igual, y quién sabe si envidiando a Tita Cervera en esto de rendir cumplidamente pleitesía. Ahí estaba el rey, que esta vez no tropezó mientras leía el discurso, dándole una bienvenida en la que se complacía en hundirnos a todos sus conciudadanos en su mísera y personal servidumbre, como si en este país no hubiera nadie con dignidad bastante para oponerse a autócratas fantoches (y es que el que nos visitaba es un sátrapa en oferta: dos en uno).

Y ahí estaba él, naturalmente, el Deseado, el homo vaticanensis, inconfundible de facto porque en las satrapías, como en los corrales, sólo cabe un gallo, y cuanto más kikiriquero, mejor. ¡Y qué mono iba, decorado por su sabuesa soldadesca (especializada ya en llamarle Mesías –tanto aleccionamiento cunde- o algo peor pero bueno para la causa), esos figurines de ocasión ataviados con sus pintorescos trajecitos que harían la envidia de cualquier bufón cortesano! ¡Si casi no parecía él! Y no hablemos del rebaño, también ahí desde hace días, balando y balando su fe sin parar a su paso –pero repostando alcohol por las noches, cuando el diosecillo duerme-, con un afinamiento que sorprendía dada su habitual falta de entrenamiento, y con una humillación que, de no ser por el colorido, diríase tomada en préstamo de algún musulmán. Debe ser algo innato, que sale solo en las grandes ocasiones, y ésta lo ha sido, sin duda.

¡Ay, qué bonito todo! ¡Cuánto le gustan a la grey católica los colores, in primis, claro, los de los bufones papales, porque ningún gusto más sabroso que el que sabe a jerarquía! Es bien sabido, y desde antiguo, que para un católico donde se ponga un buen color que se quite cualquier idea, buena o mala, como para otros donde se ponga un buen rabo que se quite cualquier tapa, grande o pequeño. ¡Eso es saber vivir! ¡Qué sería de San Catolicismo sin los colores contrarreformistas, sin las imágenes que pintan, sin las formas que los ordenan! Cualquier cosa que adoctrine es siempre bueno para que la oveja siga balando con su divina gracia; cualquier mandato del sátrapa o de su corte, que por lo general se acata pero no se cumple, también es igual de bueno para mantener esta sociedad barroca en la que perennemente vive el catolicismo (se le podría llamar por su nombre, es decir, Santa Ficción, pero lo malo es que entonces dejaría de serlo, aparte de insuficiente para designar la Cosa Nostra eclesial, por cuanto el misterio de la Banca Vaticana sí que es cualquier cosa menos ficticio). Así es y así será siempre, tanto ahora, en tiempos de la segunda contrarreforma, como durante la primera.

Y aun cuando tienen razón cuantos contraponen la Corte Eclesial, todo boato y autoritarismo, a la pobreza y misericordia originales del supuesto fundador del cotarro, un tal Jesús de Nazaret nacido en Belén, que bien habría podido apodarse el Niño de la Otra Mejilla de haber sido torero, la desgracia no es ésa, sino la religión en sí y por sí, un conjunto de patrañas y supercherías de tal calibre que inspiran no se sabe qué más, si piedad o melancolía por el destino del género humano -sin contar aquí los numerosos episodios de vergüenza ajena por los que nos hacen pasar cualquiera de sus burócratas-; y a tal punto, que uno a veces cree que las religiones no son históricas, sino naturales, o sea: que debieron empezar a formarse y deformarnos hace algo más de tres millones de años, en tiempos de la ex mona Lucy, en alguna cueva del cerebro que desde entonces nadie ha conseguido iluminar.

Mientras llegaba el pretencioso aspirante a Emperador romano urbe y orbe, sus diversas tiaras de funcionarios preparaban sobre el terreno esa escenificación sui generis de las bodas de Don Carnal y Doña Cuaresma en el que consiste todo festival de la fe, aunque uno, quizá por deformación profesional, todavía sigue prefiriendo la genuina del sin par Arcipreste. Así, los catequistas del Ayuntamiento y de la Comunidad de Madrid, genuinas ruinas vivientes del Estado laico, dispensaban a la Juventud del (senil) Papa todo tipo de facilidades para su alojamiento y transporte, y hasta regalaban mochilas a diestro y siniestro a muchos de sus miembros; lástima que olvidaran regalarles también una porra dentro de la mochila, con lo cual podían haber ejercitado su fe, y la de sus mayores, contra los impíos manifestantes de enfrente, siempre quejándose por nada, parásitos como por naturaleza son al decir de uno de tales mayores, o intolerantes casi sádicos, al decir de otra de ellas, que protestaban por financiar con dinero público una fiesta privada.

También vi imágenes de jovencitas en estado de trance porque lo vieron a Él, interpretando con los mismos gestos y las mismas venerables palabras de quienes ven a Brad Pitt, Madonna o Cristiano Ronaldo el efecto de su visión; es verdad que al papa se le ve en plena forma, y que pese a sus 84 años podía estar peor, pero para mí la vitalidad de su ancianidad se debe a que le es perfectamente aplicable aquello del “… no dormía, y no le cansaban ni la falta de sueño ni la actividad” con lo que Salustio reflejaba la condición del tirano personalizándola en Catilina. Por lo demás, me urge aclarar aquí que si bien algunas de tales jovencitas llevaban minifalda en ningún momento ello me ha llevado a pensar que, de manera juguetona, a la guisa de algunas de las monjitas del Decamerón, tuvieran intención de comprobar si su aspecto removía algo bajo el faldón del de blanco o, en su defecto, de los de negro. Sé muy bien que ellas saben muy bien que, si las apariencias –voz, ademanes, gestos- no engañan, el interfecto los prefiere a ellos, como esas generaciones de efebófilos de todos los países católicos, y que deberán esperar a que la Iglesia se modernice para que, poniendo una Mama junto al Papa, ellas no se sientan discriminadas.

Vi asimismo otras imágenes que me dejaron petrificado, pero no en el sentido de convertirme ipso facto en discípulo de Pedro, en cuyo caso habría escrito momificado, sino de convertirme de piedra: algo parecido, más o menos, a como está Dios en la vida cotidiana de un católico del montón. Fue la nueva sección abierta en El Retiro, el Paseo de los Confesionarios, un crematorio público de la libertad del católico en pleno corazón de Madrid: si eso no es un milagro en un Estado laico pero laico como es el nuestro, al decir de nuestros catacumberos gobernantes, que venga X y lo vea. Y no se preocupe usted, señor católico, si no tienen forma de ciprés directamente, aunque algún ramalazo cabe encontrar, porque a muerto ya huele allí desde entonces, y lo que yace sepultado, de vergüenza al menos, es la dignidad de sus autoridades. La principal de las españolas, el general Rouco Varela, ha llegado a decir que incluso el aborto –o sea, el crimen de los crímenes, el arrogarse atributos divinos para decir quién puede vivir o morir, y otras lindezas por el estilo soltadas por la boca de tanto demente jerarca eclesial- allí será perdonado en un plis plas: usted, señora, se arrepiente de obedecer a la Iglesia por follar sin condón y se le condonan todos los posibles (d)efectos del hecho, asesinato de lo que hasta un minuto antes era una plena vida humana incluido. He ahí un ejemplo de munificencia eclesial que me lleva a preguntarme de pasada, respecto de su promotor, cuántos cadáveres habrá sido necesario desenterrar para hacer su alma.

El único pero que yo pondría a ese aquelarre, con perdón, es el manifiesto olvido de incluir algún puesto de apostasía exprés, para que pueda abdicar en el fugaz tiempo de un arrepentimiento todo aquél que encuentra tanto obstáculo para apostatar de una fe que le fuera impuesta cuando era un corderillo, al que no esperaron a que pudiera pensar por su cuenta para enseñarle a balar, no vaya a ser que ambas cosas no cuadraran. Pero también es cierto que también los burócratas son mortales y por tanto algún fallo puede haber. Y, si no, con arrepentirse e ir a uno de esos confesionarios…

Bueno, y al fin llegó el emperador con su coquetón disfraz de pobre. ¿Y qué dijo de nuevo, de insospechado, de inaudito, para que le fuera preciso reunir a sus huestes, máxime en estos tiempos en los que uno, si no es reuniéndose con los suyos, no sabría comunicarse con ellos?

Lo primero a tener en cuenta es que con el calor algunas cosas se le van a uno de la azotea, aunque sea papa y se vea tan joven, y por eso se entiende que no haya hablado de la pedofilia oficial de la Iglesia, relegada por ésta a cosa meramente oficiosa; ni que tampoco haya aludido a lo buena, tolerante y, por qué no, democrática que es la Señora allá donde las circunstancias le permiten ser lo que es, como en Filipinas (véase al respecto el artículo de José Reinoso en El País del día 19 de este mes). Aquí, por ejemplo, se comen vivo al que pretende regular la natalidad por métodos que no sean naturales. ¡Qué bien, qué ilustrada la Iglesia, lo natural criterio de la cultura! Por cierto, ya que estamos, me gustaría saber qué hay de natural en un Papa-móvil, se empiece por donde se empiece, por lo de papa o por lo de móvil. En fin, que es una lástima que la Iglesia olvide siempre hablar de algunas de sus obras de arte.

Pero sí habló, en cambio, de las grandes novedades para la ocasión, que volvían imperativa la cita de Madrid, en las que el vicario de sí mismo –ya que dios, el pobre, parece un poco mudo, alguien tiene que hablar por él: ¡y quién mejor que su vicario!; por si cupieran dudas lo acaba de decir ahora mismito: “no se puede seguir a Jesús sin seguir a la Iglesia”: ¿y a quién sigue la Iglesia, omitió añadir?- demuestra la humanidad de su institución y ajusta su puesta al día: el aborto (salvo si un día se estará en presencia del papa) es un crimen; la eutanasia es un crimen (salvo si concurre la misma condición de antes); el matrimonio es un sacramento para los seglares, el celibato casi lo mismo para los de vida consagrada y el divorcio un pecado; pensar por cuenta propia en materia de moral es un pecado; fabricarse un dios propio a gusto del consumidor es un pecado, etc. He ahí un compendio de novedades nunca antes imaginadas, el catálogo renovado de verdades que este vendedor de humo y joven promesa del santoral católico traía preparado para ser balado en masa. Matière usée, habría comentado aquí un reticente Voltaire, antes de ser excomulgado de inmediato por desmerecer a un Papa que sólo ha venido a reafirmar sus privilegios frente a sus peregrinos súbditos, que lo dejarían sin trabajo si realizaran el esfuerzo de pensar por sí mismos. La novedad, en suma, ha sido la de siempre: la salvación está en Dios, y eso no es posible sin obedecer a la Iglesia, es decir, sin obedecer al Papa. Si nuestras vulgares autoridades están de acuerdo con tan insigne fantoche y su impúdica doctrina, ¿por qué negar su feligresía en vez de su hipocresía y no empezar ya a preparar la declaración de España como Estado confesional?

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