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¿Qué quieren cuando piden libertad? El Estado democrático y los límites de la libertad

«¿El niño sin ley, cómo podría construirse? ¿Cómo podría ser libre?». (André Comte-Sponville: El placer de vivir).

«Libertad es que no haya dominio de unos sobre otros». (Daniel Innerarity en una entrevista de La Vanguardia del 25 de mayo).

Perplejo veo en las calles las manifestaciones de protesta contra el Gobierno de nuestro país por el estado de alarma. Parece que en los últimos días han ganado en relevancia. Me llama la atención que en ellas una palabra que se repite a modo de reivindicación es «libertad». Y que sea la misma que proferían los que se manifestaban asiduamente in illo tempore en tierras de Cataluña me da más que pensar.

Qué sea la libertad o el libre albedrío es asunto de los grandes en la historia del pensamiento. Uno de esos misterios insondables del repertorio de los que guarda la filosofía en el deslucido tesoro de sus problemas sin resolver. Seguramente se halla al mismo nivel de dificultad que el de la autoconciencia y sin duda en íntima conexión con él. Pero me da a mí que los respetables ciudadanos que se manifiestan, como los del barrio de Salamanca de Madrid, no lo hacen tras una profunda reflexión metafísica. Sospecho que –por muy distantes que ellos crean hallarse ideológicamente– coinciden en la motivación con los independentistas catalanes a la hora de movilizarse (ejercicio innegable de libertad política, por cierto). Su conducta parte de la negativa a reconocer una autoridad que les impide la satisfacción de sus deseos, es decir, lo que ellos llaman «libertad». Ya lo dijo el que fuera en tiempos Presidente del Gobierno, hoy reconocido pensador y oráculo del think tank neoliberal conocido por el acrónimo FAES (Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales). Fue en 2007, cuando el entonces Presidente de Honor del PP asistió a la recepción de la Medalla de Honor de la Academia del Vino de Castilla y León que tuvo lugar en Valladolid; el mismo año en el que la Dirección General de Tráfico (DGT) lanzó una de sus continuas campañas de prevención de accidentes de circulación con el eslogan «no podemos conducir por ti». Entonces, quien se definió como adalid de la libertad, dijo en su discurso en alusión al eslogan de la DGT: «Yo siempre pienso ¿y quién te ha dicho a ti que quiero que conduzcas por mí?». Es congruente con lo que se podría tomar como premisa de su razonamiento y que hizo explícita en otro momento de su alocución con estas palabras: «a mí no me gusta que me digan no puede ir usted a más de tanta velocidad, no puede usted comer hamburguesas de tanto, debe usted evitar esto y además a usted le prohíbo beber vino». Aquí es pertinente apuntar que este mensaje queda en la frontera entre el liberalismo y el libertarismo. Esta postura asume como axioma que el único que manda sobre mí soy yo, pues yo soy mi único dueño. El libre mercado es el modelo a seguir en la política, la cual se concibe ante todo como ejercicio para la salvaguarda de la propiedad privada. El Estado debe tener el mínimo protagonismo en ella y, por consiguiente, debe dejar que se organice espontáneamente a salvo de la intervención intempestiva del poder público, que siempre coarta la libertad con sus prohibiciones y sus imposiciones poniéndola en peligro y asomándonos al precipicio del totalitarismo.

La noción de libertad que subyace a expresiones como las traídas aquí del veterano prócer es que ser libre es igual a hacer únicamente lo que a mí me gusta; o, dicho de otro modo, que mi libertad queda coartada siempre que limitan mi capacidad de hacer lo que a mí me dé la gana, la cual de este modo queda elevada a derecho inalienable. Es el modo adolescente, irreflexivo, de concebir la libertad, refractario a la autoridad, incluso a la del propio individuo sobre sí mismo, que es la que le otorga autonomía frente a los impulsos y caprichos que son suyos, pero que le apartan de lo que le conviene. Es la libertad sin conciencia del límite. Se trata de una actitud que me atrevo a decir forma parte del núcleo de una corriente política que a menudo quiere prestigiarse arrogándose la vitola de liberal, pero que anima en realidad un conjunto de intereses de ciertos sectores que no admiten recorte alguno de sus privilegios, porque no les da la gana. Queda más políticamente correcto enarbolar el estandarte de la libertad que negarse a obedecer ciertas normas que limitan mis ventajas en un acariciado estado de cosas en el que impera  la ley del más fuerte.

Es viejo este asunto, como apunté más arriba. En su obra señera de hace veinticinco siglos, República (Πολιτεία o sobre el Estado), la preocupación de Platón fue establecer las bases del gobierno justo. Parte del rechazo de la tesis según la cual la justicia consiste en el dominio del más fuerte. Tal dominio se da desde luego donde no hay ley que proteja al débil y no existe una autoridad reconocida capaz de ponerle límite a la santa voluntad del que desea hacer su real gana. El Estado –guste más o menos– es la institucionalización de la limitación de las libertades individuales para que así la libertad como derecho de cualquiera sea posible. Piénsese: sin semáforos ni normas de circulación la libertad de cada uno de viajar en su coche adonde desease se esfumaría.

Podríamos decir que Platón pecó por exceso a la hora de diseñar la arquitectura institucional del Estado limitadora de la libertad entendida como la capacidad de cada uno de hacer con su vida lo que le apetezca. Según su propuesta, en aras del bien común, entendido como valor absoluto, se impone la justicia como el orden al que debe someterse la existencia de cada ciudadano y que exige su renuncia del derecho a la libertad.

Para muchos la propuesta platónica es la de un modelo totalitario al modo soviético avant la lettre. Así lo vio Karl Popper, quien hizo de la crítica a la utopía de Platón una parte fundamental de una de sus más influyentes obras, La sociedad abierta y sus enemigos (1945), sin duda uno de los textos en los que encuentran inspiración los que se tienen a sí mismos por liberales. Básicamente, los que se oponen a que el Estado pueda acabar controlando la actividad de los individuos en todas sus facetas y hasta el más mínimo detalle.

Ahora bien, el reconocimiento de los límites de la libertad propia es imprescindible para hacer posible una convivencia democrática. En un Estado democrático es un elemento esencial del ejercicio de la libertad individual la responsabilidad. Libertad y responsabilidad son dos caras de una misma moneda de forma equivalente a cómo ocurre en el caso de los derechos y los deberes. La responsabilidad supone el compromiso (moral, jurídico o político) de responder ante las consecuencias de nuestras acciones llevadas a cabo en un contexto donde es real el ejercicio del libre albedrío, es decir, el poder elegir qué queremos hacer dentro de unas circunstancias dadas.

Es parte de esa responsabilidad no perder nunca de vista lo que en economía se conocen como externalidades o efectos secundarios, es decir, lo que se deriva de nuestras acciones que afecta a otros que no tienen la opción de evitar padecerlo.  Quien decide cada mañana desplazarse a su trabajo distante no más de tres kilómetros en su SUV de alta gama polucionando el aire, cuando podría hacerlo por otros medios menos contaminantes, causa una innegable externalidad negativa. El ciudadano que así procede esgrimirá que es libre de decidir de qué modo se mueve de un lado a otro de la ciudad; pero es responsable de un perjuicio para la salud que se impone al resto de la sociedad de la que es parte integrante, lo quiera ver o no. Lo mismo si se sube a ese coche cargadito de unas cuantas copas de vino. Aquí se presenta una interesante cuestión filosófica ya apuntada, y que es una muestra más del fascinante y vasto catálogo de las paradojas humanas, porque si lo que motiva las conductas de ambos ejemplos es una voluntad débil (pereza para el esfuerzo físico o dificultad para decir basta cuando se bebe), una coerción del Estado que obligara a usar la bicicleta en un caso y a parar de beber tras la primera copa en el otro, contribuiría a una ganancia de autonomía para el individuo. En ninguno de los dos supuestos la coerción normativa es muestra de paternalismo sino de garantía de justicia.

Esta es una de las obligaciones que justifican la existencia de un Estado democrático: garantizar una forma de interrelación entre sus diversos integrantes en la que todos ellos puedan vivir en circunstancias en las que sea real la práctica de su libre albedrío. En la comunidad cívica ideal todos sus miembros tienen conciencia del límite a la hora de ejercer su libertad individual; pero en la real existen los vecinos que ponen la música demasiado alta y los políticos que disponen demasiado libremente de recursos que son de todos. A quienes se conducen de este modo los que padecemos los efectos dañinos de sus acciones queremos que se les ponga límite. La cuestión neurálgica, en definitiva, en lo que a la libertad política se refiere, es dónde se traza ese límite a la hora de restringir las acciones de los individuos por parte de los gobiernos.

Hace cincuenta años el filósofo Isaiah Berlin propuso la distinción entre libertad negativa y libertad positiva. La primera se da en la ausencia de coerción por otros; el Estado debe asegurar que los ciudadanos no ejercen coerción entre ellos sin una sólida justificación. Congruentemente, su Gobierno preferirá persuadir que imponer o prohibir a la hora de dirigir la conducta de sus súbditos. Así se hace posible la libertad consistente en perseguir nuestro propio bien según la manera escogida por cada cual, de acuerdo con la idea del filósofo inglés del siglo XIX John Stuart Mill.

La concepción positiva de la libertad, de otro lado, señala que toda persona debe tener la capacidad de ser dueño de su voluntad y de determinar sus propias acciones, su destino. Sustenta la posibilidad de actuar de tal forma que pueda tomar el control de su propia vida y realizar los propósitos fundamentales que establezca para sí, es decir, la libertad de tomar decisiones. El sentido positivo de la libertad deriva del deseo por parte de cada individuo de ser su propio amo. Tiene que ver, pues, con la autonomía y la posibilidad de autorrealización. En este sentido, no es libre el que hace todo lo que se le antoja, sino el que decide lo que quiere y lo hace de acuerdo con lo que juzga mejor para su vida (recuérdese la paradoja antes destacada). Esto ya lo supo ver Jean-Jacques Rousseau en pleno Siglo de las Luces como consta en El contrato social, obra en la que afirma: «la obediencia a la ley que uno se ha prescrito es libertad»; asimismo establece que en el caso de la comunidad de ciudadanos, goza de libertad política si consigue no obedecer a otra ley que la que se da a sí misma.

Para Berlin era evidente que el sistema que promueve la libertad de unos, de una clase o nación, basándola en la miseria de otros, es un sistema injusto e inmoral por ende. El Estado no puede no existir pues se requiere una regulación a través de sus leyes para restringir las libertades individuales en aras de la libertad pública. Como no hay vida sin muerte no hay libertad  política sin límite si es que no queremos incurrir en el pecado de la injusticia. Y como fijar ese límite será siempre objeto de debate, ya que están en continuo conflicto las distintas formas de libertad, se necesita una autoridad. He aquí otro problema político derivado de todo lo anterior: el reconocimiento de la autoridad de las instituciones que ponen los límites a esa libertad. Es lo que refleja de modo insuperable la anécdota más arriba recordada: ¿y quién eres tú para restringirme el número de copas de vino que me puedo beber antes de conducir? En esta pregunta retórica queda patente la ausencia de reconocimiento de la autoridad; esto es, el sujeto no asume que esté legítimamente justificada su obligación de obedecer. Así la autoridad queda seriamente debilitada a efectos de su práctica.

En las manifestaciones que parecen ir en aumento estos días, sobre todo a partir de que se ha decretado el fin del ritual de los aplausos en los balcones, la propuesta política que late es el rechazo de la autoridad del actual Gobierno: ¿y quién eres tú para decirme que no puedo salir a la calle a concentrarme o que no puedo ir a mi casa de la playa o que no puedo convocar a mis amigos a una fiesta, etc.?  Sería la adaptación al contexto del estado de alarma de la pregunta retórica de marras.

Desde el comienzo de la presente legislatura, voces autorizadas han tachado este ejecutivo de ilegítimo, de «Gobierno Frankenstein» (es decir, contra natura), en el que se incuba el huevo de la serpiente del totalitarismo, y que se sirve de la excusa de la epidemia para implantar un estado de alarma interminable que nos conduce a la ruina económica. Se ha llegado a denunciar incluso que el Jefe de Gobierno nos conduce a una «dictadura constitucional».

La libertad no es anterior a la justicia y a la igualdad. Si así lo creyésemos cometeríamos el mismo error de Platón, pero a la inversa. ¿Puede haber libertad real (no como fetiche ideológico) si no es entre iguales? ¿Y no es una de las fuentes de legitimación de la democracia su arquitectura institucional, que sirve para erradicar el imperio de la ley del más fuerte, ayudando a que la ciudadanía pueda satisfacer sus necesidades básicas y aspiraciones legítimas sin dañar el bienestar que todos merecemos? La sociedad no es una colección de individuos a los que sólo unen los vínculos de los contratos (los laborales, los financieros…), los cuales en demasiadas ocasiones son suscritos por las partes en innegable situación de asimetría de poder. Libertad, igualdad y justicia son tres piezas lo mismo de esenciales en el invento ilustrado que es el Estado moderno, una ambiciosa utopía hace tres siglos; hoy, una realidad como tal perfectible.

En relación con los hechos que nos ocupan, a partir de estos conceptos se revela la lógica que lleva a una parte significativa de la ciudadanía, animada por los discursos de confrontación pronunciados en sede parlamentaria, a entender legítima su desobediencia a las normas dictadas por el Gobierno en el marco del estado de alarma, incluso a poner en cuestión la obligación de someterse a éste último.

La profusa exhibición de banderas demuestra ciertamente el ardor patriótico de quienes se visten con ellas. Justificación moral que eleva al altar de las más nobles motivaciones la conducta de quienes, en cierta parte, responden a un mensaje de miedo y sirven sabiéndolo o no a los intereses de los que no están dispuestos a que se limite su libertad en aras de la justicia. Son los mismos que quieren convencernos de que las libertades individuales sólo son reales cuando se sustraen de lo común. En esta protesta ciudadana patriotismo y patrimonialismo privado se encuentran astutamente confundidos.

La negación de la autoridad del Estado para poner límite a las libertades individuales encuentra su legitimación política para muchos en la supremacía de la patria sobre cualquier estructura institucional. La patria es uno de esos animales metafísicos a los que cada uno puede dar forma a su gusto dotándolo de una identidad esencial a partir de la proyección de sus propios rasgos tribales e ideológicos. Diríase que la muerte de Dios no ha traído necesariamente la ruptura de la política con sus fundamentos teológicos. En cuanto se percibe que el Estado no sirve a la que se tiene por la verdadera voluntad de la patria, aquél pierde la autoridad para marcar los límites de la libertad individual. He dicho patria como podría haber dicho nación o pueblo, ejemplares igualmente de esa fantástica especie de los animales metafísicos en cuya cúspide solía estar Dios y ahora parece estar en su lugar esa otra todopoderosa abstracción que es el dinero. Flatus vocis, que decían los nominalistas; es decir, palabras vacías de contenido real pero configuradoras del pensamiento de las gentes por su altísimo efecto emotivo y, por ello, movilizadoras de la conducta de las personas que no por eso dejan de creerse libres en sus actos (y en esto quedan fraternalmente igualados independentistas catalanes e irredentos opositores a las normas de estado de alarma dictadas por el actual Gobierno). Lo hemos visto tantas veces en los muchos experimentos sociales que nos ha proporcionado la historia: Dios, patria y dinero, la santísima trinidad que no suele faltar en las guerras.

¿Quién puede competir contra una entidad a salvo de la realidad en su mundo de las especies eternas? No las democracias reales, desde luego. En ellas nada resulta plenamente satisfactorio para nadie. Imperfectas como son, en perpetua tensión deliberativa y crítica, sujetas inclusive a la contradicción, su virtud radica en ofrecer un sistema institucional donde los conflictos se resuelven pacíficamente porque a todos nos ampara el derecho ciudadano. El mismo que es garante de la libertad política en el sentido definido por Rousseau y que queda seriamente debilitado cuando se da la espalda al principio de autoridad sustentado en la legitimidad democrática, no ideológica.

La política fetiche parece que vuelve a tapar la realidad que por unas semanas hizo visible la epidemia que nos ha traído el coronavirus. Esa realidad está hecha de las vidas de las mujeres y de los hombres, las cuales consisten en circunstancias materiales concretas que ni la más grande de las banderas puede ocultar. Para la genuina política debiera ser primordial asegurarles la mayor capacidad de decisión sobre ellas, lo que implica hacer compatible las libertades individuales con la igualdad y la justicia.

José María Agüera Lorente

*Los artículos de opinión expresan la de su autor, sin que la publicación suponga que el Observatorio del Laicismo o Europa Laica compartan todo lo expresado en el mismo. Europa Laica expresa sus opiniones a través de sus comunicados.  

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