Cuando alguien públicamente emite juicios sobre un asunto ético (con todo derecho, por supuesto), inevitablemente se pone en el punto de mira y debe asumir que, al igual que él o ella juzga, otros valorarán sus palabras y su conducta. Jorge Bergoglio, jefe de la Iglesia Católica Romana y “líder global” según muchos, en diversas ocasiones ha señalado lo que él considera pecados graves: trabajar en negro, el aborto, difundir noticias falsas, el proselitismo…
A quien tanto pontifica se le pueden dirigir las siguientes preguntas, que él nunca plantea:
¿No es pecado ser jefe religioso y a la vez monarca absoluto de una iglesia-Estado, y aprovechándose de esa naturaleza política mantener estados confesionales, concordatos y acuerdos con todo tipo de privilegios?
¿No es pecado que una confesión religiosa, apoyándose en una ley diseñada para beneficio de ella, se enriquezca registrando a su nombre infinidad de propiedades inmobiliarias?
¿No es pecado recibir títulos como “Santo Padre”, “Vicario de Cristo”, “Sumo Pontífice” y otros que la Biblia reserva exclusivamente a Dios?
¿No es pecado proteger y apoyar a numerosos jerarcas que han encubierto la pederastia?
¿No es pecado que una iglesia que se llama cristiana cuente con una institución de naturaleza bancaria como es el IOR?
¿No es pecado que los hombres se atribuyan la capacidad de perdonar pecados (que solo corresponde a Dios?