Cogitationis poenam nemo patitur. Nadie puede ser penado por sus pensamientos. Es un principio del derecho romano puesto en práctica en la legislación de infinidad de países, y cuya violación justamente se considera un marcador del carácter dictatorial de un Estado. Si los pensamientos no delinquen, ¿pueden delinquir los sentimientos? El latinajo me protege de ser condenado en caso de que piense -es una burrada brutal, claro, lo uso sólo como ejemplo extremo- que las personas de raza negra deberían ser exterminadas. ¿Me protege también en caso de que sienta odio hacia ellas? No existe la expresión latina “emotionis poenam nemo patitur”. ¿Es porque el legislador romano consideraba que las emociones sí delinquen o es porque la sola idea es tan marciana que nadie malgastó un principio del Derecho en negarla?
Me inclino por lo segundo. Obviamente, si mi odio me mueve a agredir, discriminar, marginar, realizar cualquier daño o animar explícitamente a que otros lo realicen, cometeré un delito. Pero será un delito de agresión, discriminación, lesión… no un delito de odio. Mientras mi odio se limite a reconcomerme las tripas, a subirme la tensión arterial o a provocarme acciones por omisión –“pues no compro libros de personas de raza negra”, “pues no viajo a países del África subsahariana”– no tiene el menor sentido pedir mi comparecencia ante el juez. Convertir la supuesta motivación emocional de un delito en la protagonista de su tipo penal más parece propio del estúpido sentimientocentrismo que nos invade, –del que no se libra ni el legislador–, que de una sólida fundamentación en Teoría del Derecho.
¿Tendría sentido juzgar a Juan Carlos I por un delito de codicia? ¿Junqueras ha de seguir en la cárcel de Lledoners, reo de un delito de egoísmo? ¿Qué diría un agente si alguien se presenta en una comisaría y dice “vengo a entregarme, deténganme, odio a los musulmanes”? Estos absurdos se dan en todos los países de nuestro entorno y no son gratuitos: el éxito retórico del sintagma “delito de odio” abre una puerta aterradora a que suene aceptable para la ciudadanía acciones jurídicas contra actos que son mera libertad de expresión. Cualquier investigador del lado más sórdido del ser humano, es decir, cualquier tuitero, sabe que las amenazas con querellas por delitos de odio sobrevuelan las redes a la menor discrepancia, con la facilidad con la que Harry el Sucio desenfundaba su Smith & Wesson del especial.
(Epílogo: Mañana lunes, Lidia Falcón, –85 años, orgullosa, cargada de razón–, está citada ante el juez para declarar por una acusación de un delito sentimental, concretamente un delito de odio, acusación jaleada por una patulea de niñatos que no le llegan en nobleza e integridad ni a las uñas de los pies a la histórica luchadora por los derechos sociales, muchos de los cuales no están ahora en la cárcel gracias al grano de arena –pero un grano de arena bien bien gordo, casi del tamaño de la vergüenza que les falta a ellos– que la propia demandada puso en la defensa de sus derechos. Fingen acusarla por sus emociones, pero en verdad quieren condenar legalmente su análisis materialista de la realidad. Nadie puede ser penado por sus pensamientos, aunque dios nos libre de las penas que nos quieren imponer los que no piensan.)
José Errasti
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