Tras más de 90 días sin lluvias el nuevo arzobispo de Barcelona se muestra muy preocupado. También lo están los agricultores, el gobierno local y la población en general, pues el agua es uno de los componentes sustanciales de la vida.
El citado arzobispo (Juan José Omella, para más señas) entiende que la mejor manera de hacer que lleguen las ansiadas aguas es recurriendo a la oración, y si es colectiva mejor, por ello ha decidido enviar una carta a todos sus feligreses –a través de las distintas diócesis a su mando- para que en las misas todos rueguen a Dios, tan bueno como es, para que llueva.
Quienes sabemos que tal pretensión es absurda podríamos burlarnos de ella, ridiculizarla, a riesgo de ser denunciado por algún integrista o grupo de integristas católicos (que los hay) por ofensa a la religión -escarnio de sus dogmas, creencias, ritos o ceremonias religiosas-, y con un poco de mala fortuna, pero solo muy poco, caer la denuncia en manos de un juez católico, integrista e ignorante.
Pero a la gravedad de que aún la ley prohíba expresiones consideradas como ofensas a las religiones, como tratar de necedad tales ocurrencias por ser tan contrarias a la razón, esta la derivada de la persistente ignorancia de quienes gozan todavía de poder sobre las conciencias de los demás.
Porque se entiende y se acepta la ignorancia en tiempos en los que eran desconocidas las leyes básicas que rigen la naturaleza y, en el asunto que tratamos, la formación de las nubes y el origen de las borrascas y de los anticiclones. Pero en los tiempos presentes creer y pretender hacer creer a quienes se sienten unidos al ser imaginario que llaman su Dios, que las nubes se van a cargar de agua y van a desplazarse al lugar solicitado, por muy colectiva que sea la rogativa, es estúpido, ridículo y objeto de burla. Además de lamentable.
Es difícil pensar que un señor arzobispo, al que se le supone una cierta preparación intelectual, crea realmente que un ser superior puede cambiar el rumbo de las nubes –y naturalmente de los astros o de los movimientos tectónicos, por citar algunos ejemplos- y, en todo caso, que intervenga ante la petición de un grupete de personas. Ridículo, absurdo, por donde se quiera que se mire. Así pues el citado arzobispo o es un ignorante persistente, y debiera ser inhabilitado por ello, o bien, es un hipócrita redomado, calificativos ambos extensibles a todos los miembros de las religiones que se comporten del tal manera.
Persistir en la ignorancia cuando hay suficientes herramientas para salir de ella es negarse a si mismo, enclaustrarse. Cada cual es libre de dar a su persona el grado de ignorancia con el que se encuentre más a gusto, pero no debería estar permitido, bajo la presunción de una supuesta “autoridad espiritual” –poder sobre las conciencias de los demás-, inducir a ese mismo grado de ignorancia. Si se trata de un acto de hipocresía por quien lo propone estaría incurriendo en un engaño.
Si no fuera por las ventajas que la ignorancia otorga al poder, con toda seguridad, las autoridades civiles apostarían por la extensión del conocimiento y la persecución de la ignorancia.