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«Premiar a las monjas Adoratrices es una burla a la Memoria Histórica»

Las víctimas de los reformatorios dirigidos por la congregación y auspiciados por el Patronato de Protección a la Mujer, institución franquista implicada en la trama de robo de bebés, planean presentar una queja formal ante el Defensor del Pueblo por el premio a los ‘Derechos Humanos Rey de España’ otorgado a la orden el pasado mes de abril.

La de las Monjas Adoratrices es actualmente una congregación cuya labor se centra en la ayuda a las víctimas de trata, prostitución y violencia de género. Pero éste no ha sido siempre su cometido.
Durante décadas, la orden de las Adoratrices, ‘Esclavas del Santísmo Sacramento y de la Caridad’, estuvo vinculada al Patronato de Protección a la Mujer, institución dependiente del Ministerio de Justicia e implicada en la trama de robo de bebés.

El pasado 13 de abril recibieron el Premio a los Derechos Humanos Rey de España concedido por la Universidad de Alcalá y el Defensor del Pueblo. Las mujeres que sufrieron el «destierro» en los centros que dirigían estas religiosas, encerradas por ser lo que en aquel momento se denominaba «caídas o en riesgo de caer», se llevaron una amarga sorpresa tras la concesión. «Para aceptar premio alguno primero deberían asumir lo que nos hicieron. Premiarlas es una burla a la Memoria Histórica».

Consuelo García del Cid conoce bien el tema. Ella misma fue víctima en uno de los muchos centros que estas monjas controlaban con el beneplácito del régimen. La encerraron «por pensar», asegura. Es la autora de Las desterradas hijas de Eva, obra que denuncia la labor de «redimir caídas» de estas religiosas. «Ellas pensaban que nos estaban salvando, pero lo que de verdad pretendían era anularnos», asegura. «Los conventos de las Adoratrices tenían un régimen carcelario, éramos explotadas laboralmente sin percibir salario alguno, castigadas en cuartos de aislamiento, obligadas a rezar, fregar, obedecer y fingir, mientras intentaban, con todos sus medios, anular personalidades, lavarnos el cerebro e imponer el patrón femenino del régimen con especial devoción», cuenta con rotundidad la escritora.

Las desterradas son un grupo de mujeres que sufrieron el encierro injusto en estos centros y que luchan por «reivindicar lo sucedido, el horror que vivimos». Aseguran a Público que van a elevar su queja formal ante la Defensora del Pueblo, Soledad Becerril, la misma que dio su visto bueno para premiar a la congregación. «Estoy casi segura de que Soledad Becerril no sabe ni conoce el pasado de las Adoratrices y Felipe VI, tampoco».

Teresa Fernández Gismero estuvo también en las Adoratrices, primero en el de la calle Padre Damián, junto a Consuelo, y luego en otro en Albacete. «El día que me enteré me quise morir, y sigo en ello. No entiendo cómo se le puede dar un premio de Derechos Humanos a una orden que ha hecho tanto daño.  Es una aberración después de pasar lo que hemos pasado». También cayó en manos del Patronato por pensar por sí misma.

«A mí me encerraron ahí por pensar, porque me veían desde el colegio como un peligro. Yo era una chica inteligente, qué me hacía muchas preguntas, me cuestionaba muchas cosas. Ahora de mayor veo que preguntaba cosas que no debía para la época. Todo empezó en el colegio, iba a un colegio de monjas y había una monja en particular que me tenía especial manía, me veía como una amenaza peligrosa», cuenta Teresa. Recuerda su paso por el centro como «tremendo», sobre todo por un episodio en concreto: el día en el que le pidieron que firmara un papel en blanco, algo a lo que se negó rotundamente. Lo que querían que firmara era un consentimiento para quitarle a su madre su patria potestad en favor del Patronato, «todo un sinsentido».

Desde el primer momento cuenta que se sintió presa y en un acto desesperado decidió emprender una huelga de hambre de cerca de 40 días que casi la mata. El de Teresa era un acto reivindicativo, un grito desesperado y silencioso, porque, como todas coinciden, «todo allí era así, en silencio». «Estaba desesperada. Antes de entrar tenía una vida y de repente vi que no tenía ningún control sobre mi vida, ninguno. En aquel momento lo único que podía hacer para seguir sintiéndome persona era dejar de comer». Teresa ahora es médico de profesión y sabe que estuvo al borde de la muerte. Le salvó la vida una enfermera que, al ver su estado, lo puso en conocimiento de su madre. La monjas, asegura, ignoraron por completo su desesperación.

Anna es francesa, su acento la delata. Su caso es poco habitual. Ella no acabó en las adoratrices por ser ‘rebelde’. Por problemas familiares su madre se vio obligada a dejar a su hermana de 12 años y a ella de 13 años en el convento de las Adoratrices. Es amiga personal de García del Cid, amistad que se forjó entre los muros de su destierro. «Hacían lo imposible para separarnos, teníamos que hablar a escondidas. Los momentos de silencio obligado eran muy grandes, demasiado largos».

Define su experiencia como «totalmente destructora».  «No tuvimos malos tratos físicos, pero psicológicos todos. Me sentí maltratada allí. A nadie le importábamos. Y eso que yo me portaba bien, era de las buenas». La hermana de Anna salió tocada del centro, murió antes de cumplir los 20 años, al poco tiempo de salir de allí. «Le destruyeron la vida, se enganchó a las drogas y murió muy joven, a los pocos años de salir del centro», asegura a Público con la voz entrecortada.

«Trabajábamos sin recibir ningún tipo de salario, mucho silencio, mucha presión religiosa y encierro constante. Las monjas ganaban dinero a nuestra costa», cuenta Anna. Todos los testimonios coinciden en que no percibían remuneración alguna por la labor que realizaban en los talleres. Comentan que El Corte Inglés reconoció que en los reformatorios se trabajaba para ellos, asegurando que ellos pagaban por los trabajos. Todas dudan que el dinero llegara a sus verdaderas destinatarias.

«Las adoratrices crearon un sistema penitenciario oculto, colaboraron con el franquismo y sometieron a mujeres mientras eran menores de edad y hasta los 25 años. Este premio debería hacerles asumir su pasado reciente. Tenemos muchas cuentas pendientes», sentencia la autora, que busca respuestas y exige «un mínimo reconocimiento por el daño causado».

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