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¿Precarios o laicos?

Paradójicamente el mismo mercado que ha desacralizado el mundo lo ha vuelto “precario”, es decir religioso.

¿Qué es lo contrario de “precario”? Firme, estable, seguro. ¿O laico? Recordemos que el término “precario” se cruza a través del latín con el verbo italiano “pregare”, que en español quiere decir “rezar” o “rogar” y está etimológicamente emparentado asimismo con “plegaria”. “Precario” es, por tanto, el que vive de plegarias, el que sobrevive rogando o rezando, el que no depende de sí mismo para mantenerse con vida. La precariedad define la condición “religiosa” de un ser humano frágil y necesitado de los demás, pero no puede extenderse al terreno político y social sin desmentir el carácter laico y republicano de nuestras instituciones. Soy “precario” como existencia mortal, sí, pero no puedo serlo ni como trabajador ni como ciudadano, salvo que acepte un dios -una instancia exterior omnipotente- como fuente de mi sustento y de mis derechos.

La precariedad, como sabemos, se va imponiendo en tres ejes fundamentales. El primero es el ecológico. Escribía Marcel Proust que con el Tiempo pasa como con la rotación de la Tierra, que no percibimos su movimiento; y Franz Kafka decía sobre el curso de la vida que “creemos que caminamos cuando en realidad caemos”. ¿Alguien ha notado la desaparición de 27.000 ríos en China en los últimos cincuenta años? ¿O la de 27 especies animales -entre ellas el bucardo o el sapo dorado- en las dos últimas décadas? ¿O la “oscilación masiva” del eje del planeta como consecuencia del cambio climático? Nunca las condiciones de supervivencia de la humanidad habían estado más amenazadas, y ello como consecuencia precisamente de la intervención humana; y nunca los individuos -o al menos los más responsables de esta precariedad- se habían sentido más seguros. La mitad del planeta que vive en el mercado y no en el suelo, atornillada a un imaginario de renovación permanente y de reposición ilimitada de recursos, se cree a cubierto de toda amenaza y acreedora de una especie de derecho a la inmortalidad; y su seguridad engañosa alimenta la fragilidad global.

El segundo eje de precariedad es el laboral. En un mundo en el que hay más de 200 millones de desempleados y en el que la robotización obliga ya a distinguir entre empleo y trabajo y a emancipar el salario del empleo, el 75% de la población activa trabaja de manera informal e inestable, con porcentajes de hasta el 90% en Bolivia, Perú, China e India. La situación no es mucho mejor en Europa, y es particularmente alarmante en España, donde los contratos temporales, con una duración media de 53 días, alcanzaron en 2015 la cifra astronómica de 17 millones, afectando a un 36% del empleo registrado. Lo extraño es que, en una situación semejante, no sólo haya una irrisoria cantidad de protestas y revueltas sino que, allí donde pueden hacerlo, los trabajadores precarios -los que viven de plegarias y de ruegos- votan, como buenos rehenes, a los responsables de su precariedad. El caso de España es también proverbial en este sentido: en el país con más paro y más corrupción de la UE, más de 7 millones de españoles dieron la victoria electoral al derechista Partido Popular. Es difícil no asociar esta indiferencia ante la propia precariedad a la penetración cultural del mercado: a la asunción natural -es decir- del “mercado laboral” como “cálculo de vidas” (por citar a Hayek) y con el imaginario mercantil y sus pautas de consumo como vertedero de todas las ambiciones y todos los deseos.

Pero hay un tercer eje de precariedad. Tenemos el “temblor del aire”, que pocos advierten y mata ríos y ranas, y tenemos el “temblor del pan”, que sus víctimas asumen con naturalidad. Y tenemos también -digamos- el “temblor mental”, en virtud del cual, en el año 2016, en un marco social altamente tecnologizado, con naves en el espacio y pasmosos registros de “ondas gravitacionales”, a pesar de internet y de los avances contra el cáncer, la humanidad está menos segura que nunca de lo que debe creer, de lo que debe pensar y de lo que debe saber. En mi último artículo hablaba del “nihilismo de la sensación”; pues bien, esta precariedad del conocimiento, que acaba pudiendo demostrar y refutar cualquier cosa, es inseparable de la definición misma del nihilismo, según una fórmula que me atrevo a sugerir aquí: “nada puede ser conocido, todo merece ser destruido”, fórmula en la que las dos proposiciones no mantienen entre sí una relación de coordinación sino de yuxtaposición. Quiero decir que lo que afirma el nihilismo, y de ahí su peligrosidad, es que “puesto que nada puede ser conocido, todo puede ser destruido”. Si no se puede conocer la “verdad” del mundo, ni la “realidad” del hombre, el mundo y el hombre están completamente desprotegidos; y nuestra tentación es empujarlos al vacío. Hoy los seres humanos somos particularmente vulnerables porque no sabemos qué podemos ni qué debemos saber y, por lo tanto, acabamos desconfiando de todo y confiando, por eso mismo, en cualquier cosa .

La “precariedad del conocimiento” tiene una dimensión muy evidente relacionada con los medios de comunicación. Es lo que Ignacio Ramonet ha llamado “inseguridad informativa”, que conduce por igual al escepticismo y a la credulidad. Si no podemos fiarnos de los medios de comunicación, terminamos por desconfiar de todas las evidencias y considerando evidentes, por contraste, todos los ruidos y todas las conspiraciones. Pero la inseguridad informativa, que es una de sus fuentes, se inscribe en una precariedad más amplia y, se quiere, más radical, como resultado de la -por otro lado saludable- “desacralización” del mundo. El problema es que no ha sido ni la ciencia ni la razón -ni la compasión humana- la que ha despojado al mundo de su “prestigio” -la que ha despojado al mundo de su “mundo”- sino el relativismo acuciante del mercado. ¿Cómo decirlo? El escepticismo es el umbral de la credulidad y, si no creemos en nada, entonces estamos en peligro de creer en lo que sea (al igual que los pollos consideran su madre al primer objeto con el que entran en contacto al nacer). Durante siglos la fe nos ha protegido de la superstición: Dios, por decirlo así, nos ha protegido de la astrología y, en el terreno social, la “lucha de clases” nos ha protegido de los extraterrestres. Quizás Dios no era una buena idea y quizás la “lucha de clases” no era un concepto bien afinado, pero Dios no ha sido sustituido por Darwin ni la lucha de clases por un concepto más explicativo y movilizador. A las preguntas “qué podemos conocer” y “qué podemos creer” ha respondido el mercado con una rapsodia de identidades cortas, placeres intensos y creencias desechables e intercambiables. Nunca -desde el final del imperio romano- la sociedad ha sido más escéptica respecto de la razón y más crédula respecto de los Annunakis o del Talismán de los Siete Ángeles.

La precariedad del conocimiento, que erosiona el “mundo” que el mundo lleva dentro, genera y alimenta la credulidad. La credulidad, lo sabemos, es un gran negocio. El imaginario mercantil, fuente de nihilismo, convierte el nihilismo en una fuente mayor de beneficios. Digamos que convierte en capital los propios efectos desestabilizadores del capital. Es difícil encontrar datos globales, pero en los últimos años la proliferación de videntes y curanderos ha convertido las “consultas psíquicas”, por teléfono o incluso en televisión, en el más rentable fraude legal de la crisis global. El 50% de los estadounidenses -muchos sin seguro médico- recurre, por lo demás, a la medicina alternativa, que mueve más de 35.000 millones de dólares al año.

Paradójicamente el mismo mercado que ha desacralizado el mundo lo ha vuelto “precario”, es decir religioso. Esta triple “precariedad” -ecológica, económica y mental- confía nuestro sustento y nuestros derechos a una instancia exterior, pero tan caprichosa e imprevisible que no es de extrañar que, frente a ella, la tentación del fanatismo recupere las versiones más rotundas y normativas del Dios monoteísta, bíblico o islámico. Contra la precariedad del mercado y la seguridad contrapuntística del fanatismo (dos formas de religión), sería quizás mejor desempolvar y afinar la lucha de clases -o como queramos llamarla- y reivindicar un mundo realmente laico y republicano. Y conservar nuestras supersticiones, inevitables y a veces hermosas, para el amor y para la muerte, que en cualquier otro mundo posible seguirán demandando nuestras “plegarias”.

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