La elección del nuevo Papa en la persona de Jorge Mario Bergoglio, conocido hoy como Papa Francisco, y sus declaraciones acentuando el compromiso de la Iglesia con los pobres, rechazando a la vez la pomposidad del poder con su ostentación de la riqueza y jerarquía que caracterizó a los papados anteriores de Juan Pablo II y Benedicto XVI, ha dado una gran esperanza a los movimientos progresistas dentro (y fuera) de la Iglesia Católica. Sus observaciones y declaraciones sobre la homosexualidad, alejándose de posturas condenatorias, así como su defensa del Estado laico con aceptación de la plurireligiosidad dentro de los Estados (entre otros cambios), han dado pie a una percepción modernizadora de la Iglesia que permita una mayor conexión de aquella institución con las sociedades laicas modernas en las que la Iglesia Católica está perdiendo su influencia entre las juventudes, educadas y expuestas a valores más progresistas que los identificados con la Iglesia Católica hasta ahora.
Solo cabe ver la incomodidad de la mayoría de la jerarquía católica española, liderada por el Cardenal Rouco (frente a bastantes de las reflexiones hechas por el Papa Francisco) para entender la percepción de cambio que Jorge Mario Bergoglio ha significado. Las autoridades eclesiásticas españolas, herederas de la Iglesia ligada y sostenedora de la Dictadura, son y continúan siendo las más conservadoras entre las existentes en la Europa occidental. Y para ellos, el nuevo Papa puede representar una pérdida de su gran poder e influencia sobre la población creyente de sensibilidad católica.
Critiqué al Obispo, y más tarde Cardenal Bergoglio, por su silencio frente a la dictadura argentina, un silencio que tiende a caracterizar a la gran mayoría de las autoridades eclesiásticas frente a las violaciones de los derechos humanos de los gobiernos dictatoriales de las ultraderechas, silencio que en muchas ocasiones incluye también la complicidad en dichas violaciones. El caso español y el de la mayoría de dictaduras latinas son ejemplo de ello. Y aun cuando se ha subrayado que Jorge Mario Bergoglio no era cómplice de esas violaciones, su silencio frente a la dictadura no fue edificante.
En esta gran esperanza que ha creado el Papa Francisco hay una cierta semejanza con la que despertó la elección del presidente Obama en EEUU en amplios sectores progresistas. Hoy creo acertado indicar que hay una gran decepción entre la mayoría de fuerzas progresistas de EEUU de que Obama no ha hecho lo que se esperaba de él.
Esta decepción, sin embargo, habla más del decepcionado que del decepcionador, pues parece ignorar cómo el poder se genera, reproduce y promueve en nuestras sociedades. Hacer tanto hincapié en las personalidades como los protagonistas del cambio transforma la historia humana en el listado de los grandes hombres (y de vez en cuando, grandes mujeres) que se supone escriben la historia de la humanidad. Esta historia –que es la más frecuente y la que suele enseñarse en las escuelas- es profundamente errónea, pues los personajes llamados históricos son portavoces de fuerzas políticas, económicas y financieras, así como de movimientos sociales, que son los que configuran aquella figura histórica y lo que dice y promueve. Esto aparece claramente en los personajes políticos. Sin infravalorar el valor de la persona Obama, el hecho es que sus políticas son bastante predecibles en base a lo que el establishment liberal estadounidense, apoyado por el capital financiero del este de Estados Unidos, considera necesario en aquel país.
Francisco como hijo de la Iglesia
Y un tanto semejante ocurre con el Papa Francisco. El Vaticano y la Iglesia Católica (su jerarquía) han estado dominados por un profundo conservadurismo durante los 35 años de papado de los dos Papas anteriores. La gran mayoría de las autoridades eclesiásticas han sido nombradas por tales Papas, cuyas posturas políticas, culturales y religiosas eran profundamente conservadoras. Y el propio Bergoglio fue nombrado por Benedicto XVI, uno de los Papas más conservadores teológica y políticamente. De ahí que es erróneo querer esperar grandes cambios en las áreas relacionadas con las grandes desigualdades existentes dentro de la Iglesia en cuanto a, por ejemplo, la mujer. Es muy improbable que el Papa Francisco permita la ordenación de mujeres en el sacerdocio. Ahora bien, que sea improbable que haya cambios revolucionarios dentro de la Iglesia no quiere decir que no puedan haber cambios significativos que permitan mayor sostenibilidad y continuidad de la Iglesia, algo que sus propias costumbres dificultan. Y uno de ellos es, por ejemplo, permitir el matrimonio de los sacerdotes, o dicho de otra manera, permitir que sacerdotes casados continúen siendo sacerdotes, cosa que ya ocurre en cierta manera cuando los pastores protestantes se convierten al catolicismo.
En realidad, la exigencia de celibato ha sido ya cuestionada por Bergoglio cuando en 2012, a raíz de una entrevista, indicó que “tal exigencia podría cambiar, pues es un tema de disciplina, no de fe” (citado por Damon Linker en New Republic, Septiembre 2012, p.31), lo cual quiere decir que no es parte del dogma católico ni de la Iglesia. En realidad, la exigencia de celibato no existió durante los primeros mil años de existencia del catolicismo. No hay duda de que esta exigencia es una de las causas del declive tan notable de vocaciones de sacerdocio. En EEUU el número de sacerdotes ha bajado de 59.000 a 39.000 desde 1975, un descenso mucho más marcado que las otras Iglesias cristianas no Católicas, que no tienen dicha exigencia. Los cambios del Papa Francisco irán más encaminados a cambios internos para modernizar elementos de la Iglesia que impiden su reproducción dentro del marco conservador de la Iglesia, que continuará inalterable. Su oposición al aborto (al cual ha definido como “asesinato”), por ejemplo, continuará.
Ahora bien, hay dos áreas que las fuerzas progresistas españolas deberían añadir a sus otras demandas y que deberían ser también puntos de referencia de su supuesto progresismo. Uno de ellos es su visión de los llamados “mártires de la Cruzada”. La continuación de su beatificación por parte del Vaticano (ignorando además a aquellos sacerdotes asesinados por la dictadura) representa la continuación de la visión de la Iglesia como “mártir y víctima en aquel conflicto”. El Papa Francisco debe denunciar, sin paliativos, el golpe militar que tuvo lugar en España con el apoyo de la Iglesia Católica y la identificación de la Iglesia con dicho régimen que dominó la vida de este país, empobreciéndolo. Continuar las beatificaciones y callarse, como hizo con la dictadura argentina, frente a la complicidad de la Iglesia española con la dictadura, es incoherente con su mensaje de apoyo a la justicia social y a los sectores más vulnerables de la sociedad, cuyos intereses quedaron dañados por ese régimen nacional-católico
Y el otro punto de referencia para las fuerzas progresistas es su actitud hacia la teología de la liberación, es decir, hacia el entendimiento de que no es suficiente expresar el amor al pobre si no va acompañado de la acción orientada a romper con las estructuras económico-políticas que determinan la pobreza. La Iglesia sabe mucho de ello porque en el mundo latino siempre fue parte de tales estructuras. Sería bueno que, por primera vez, estuviera al lado, no de los verdugos, sino de sus víctimas. Esperemos que así sea. Pero ayudará a que ello pase si los movimientos progresistas católicos se movilizan y ejercen presión para que eso ocurra.