Díganme, por los clavos de Cristo, dónde está el pecado en decir que me parece excesiva la presencia de manifestaciones religiosas en estos días dulces de Semana Santa.
Igual que hay un torero (con menos luces de las que debiera dada su profesión) que se pregunta si para ser antitaurino hay que dejar de ducharse, hay una España que “procesiona” (ese verbo) y que se revuelve con furia contra quienes contemplamos abrumados desde lejos la fiebre de los tronos, eligiendo para estos preciosos días primaverales la ciudad más vacía y más libre de tradiciones, salvo las culinarias. Unos ven en nosotros una falta de espiritualidad, otros, una dejación de la defensa de nuestra civilización, que como todos sabemos está amenazada. Pero, a pesar de la supuesta amenaza contra la religión católica y la cultura que de ella se desprende, las calles españolas, de arriba abajo, se llenan de tronos estos días.
El año pasado se me ocurrió hacer un artículo sobre el asunto. Muy agresivamente, como si les fuera la vida en ello, me respondieron aquellos que defienden la paralización de las ciudades durante una semana en favor del fervor católico porque a su entender se trata de una tradición que supera lo religioso y ha de comprenderse como una experiencia cultural; luego están los que, también furiosamente, porque las redes están llenas de apóstoles, afirman que España es en esencia una nación católica y que lo que demuestran estos actos masivos es la fe de un pueblo en Cristo. Es decir, que no se ponen de acuerdo en si prima lo cultural o lo puramente religioso, pero sí en atacar a todo aquel que no se sume y que para colmo tampoco se calle.
A mí lo que me provoca esto es una tremenda nostalgia. Nostalgia, sí. Porque hubo un tiempo, hará no mucho, 15 años tal vez, en que la ironía podía ejercerse contra las creencias de otros sin ánimo a ser lapidado con palabras que quieren ser pedradas. La ironía no era un recurso que convirtiera al cronista en practicante de un oficio de riesgo. Recuerdo haber leído artículos y haberlos escrito sobre el papanatismo de los políticos que se apuntaban los primeritos a encabezar manifestaciones religiosas. Para nuestros representantes era, así lo explicaban, una manera de sumarse al sentir del pueblo. Y ya se sabe que cuando se habla de “pueblo” no se admiten excepciones. Los que nos quedamos fuera somos otra cosa, extranjeros en nuestro propio país, dado que vamos siendo sistemáticamente excluidos de lo que cada partido entiende por “pueblo”. Yo, actualmente, siento que he entrado ya en la categoría de alienígena, aunque por suerte emito señales que otros alienígenas reconocen y estamos formando un grupo la mar de majo, sin llegar a la categoría de colectivo, porque no tenemos nada en común entre nosotros salvo que no somos pueblo, sino individuos cada uno de su padre y de su madre.
Añoro, sí, aquel pasado aún reciente en que la prosa pesaba menos, era más ligera, y se podía una reír hasta de su sombra. En mi caso sin hacer sangre, porque no es mi estilo, pero en estos tiempos de la ira hasta el chiste más blanco te manda a la hoguera si hay quienes lo consideran sacrilegio. Y cualquier cosa te convierte en sacrílega, curiosamente todavía más aquello que se refiere a las creencias, dado que mucha gente ha aceptado definirse por ellas, sean ideológicas o religiosas. Ay, con lo esclarecedor que resulta que las personas se definan por sus virtudes y sus defectos. Pero eso se ha quedado muy antiguo. Recuerdo debates que de pronto parecen caducos porque ya hemos renunciado a traerlos a los foros públicos, a no ser, claro, que un partido los abandere: la pertinencia de los políticos en los actos religiosos o en tradiciones que el presente ha puesto en entredicho. De eso estaban llenos los periódicos entonces; ahora solo se expresa el que grita, pero los que escribimos en un tono sosegado también entonces criticábamos cada Semana Santa o cada verano las abusivas fiestas populares, esas celebraciones imposibles de eludir para el no creyente, para el no aficionado o para el que simplemente desearía disfrutar de su derecho continuamente vulnerado a la tranquilidad.
Las descalificaciones a los que no formamos parte del buen pueblo, sea lo que se dé por bueno en cada momento, son tan ásperas, tan faltonas, que una traga saliva antes de manifestarse, pero hay que hacerlo. Hay que decirle al torero, por ejemplo, que el antitaurinismo no se lleva en las pintas, es un convencimiento ético no estético, y tampoco se reduce, no debería creerlo así, a los que salen a la calle con pancartas; precisamente, esta es la época en que hay más gente callada por detestar la bronca o por no exponerse, y más temas que van convirtiéndose en tabú sepultados por la gresca y el barullo. Lo que debería discutirse se zanja con un improperio. A mí tampoco me gusta la bronca, pero, díganme, por los clavos de Cristo, dónde está el pecado en decir que me parece excesiva la presencia de manifestaciones religiosas en estos días dulces de Semana Santa. No por ello soy menos espiritual. Ni menos limpia (de corazón).