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Por caridad

Mal vamos si nos acostumbramos a la caridad y no a la justicia.

Cómo no te va a partir el corazón esa pobre mujer que acude a la tele pidiendo asistencia para un hijo enfermo; cómo no va a provocar compasión quien cuenta a cámara que no trabaja desde hace años, tantos, que ya se le pasó la edad de resultar atractivo a una empresa; cómo no conmoverse si a un programa acude toda una familia que muestra su desgracia como un último recurso de salvación antes de que todo se derrumbe definitivamente. Tras una primera reacción de empatía y comprensión, hay una segunda, de rabia, no relacionada con los que movidos por una situación angustiosa acuden donde sea, sino con los que supuestamente animados por la bondad les empujan a convertirse en protagonistas de espacios televisivos cuyo objetivo es mostrar la cara de la desgracia.

Los entrevistados suelen mostrarse tímidos al principio, pero el conductor del programa se las apaña para ir hurgando en la herida hasta que se derrumban y lloran, a veces delante de una criaturilla de cinco o seis años que, con la seriedad propia de los niños que presencian a diario cómo sus padres sufren, se arrima aún más a ellos para aliviar su dolor. Es entonces cuando el entrevistador anuncia que hay una llamada, la llamada de alguien que está dispuesto a socorrer al hambriento, ofrecer trabajo al parado o un tratamiento al hijo enfermo. Llegados a este punto, los pobres desgraciados lloran aún más, el público aplaude conmovido esas lágrimas y este cuento navideño de Andersen acaba con un final feliz. El presentador añade, "ya nos gustaría hacer esto por todo el mundo".

Mal vamos si nos acostumbramos a la caridad y no a la justicia. La solidaridad, lo saben los voluntarios, es un parche. Los parados quieren trabajar; los enfermos, ser atendidos; los sincasa, un techo. Pero no gracias a la piedad de los desconocidos, sino porque tienen derecho. Lo tienen.

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