No soy creyente, y por eso llevo mucho tiempo preguntándome acerca de la posibilidad de pensar la trascendencia sin recurrir a ningún primer motor inmóvil. He entendido que el amor -que es el núcleo de las llamadas “religiones del libro”, cristianismo, judaísmo e islamismo- debe ser también el núcleo de un proyecto político que otorgue sentido a la existencia. El ser humano, en su evolución, posee un cerebro que le permite una autoconciencia y una capacidad de imaginación muy por encima de las posibilidades siempre presentes de evitar la muerte. Ese es nuestro drama: saber que somos finitos y no poder evitarlo. La religión o el nacionalismo son remedios muy humanos para burlar la muerte. Creo -y nunca mejor dicho- que la transformación social, guiada por la empatía y la fraternidad, es una mejor bandera. Una trascendencia laica que otorga sentido a la vida y que construye escenarios sociales guiados por la alegría. Vamos, lo que nos propone el PP, el PSOE, el Tratado Trasatlántico o las políticas de austeridad. Los mismos que nos golpean día sí y día también con un dios enfadado, con ganas de castigar y que infunde miedo. ¿No podrían encerrarse todos en un convento bien lejos?
El triunfo de la Santísima Trinidad: Dios, patria y el ‘libre’ mercado (o de creencias que respaldan la victoria de Trump) · por José María Agüera Lorente
Trump regresa a la Casa Blanca envuelto en un aura mesiánica y acompañado esta vez de su particular…