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Podemos, espiritualidad y laicismo II

La semana pasada escribía en este mismo blog sobre Podemos, espiritualidad y laicismo con motivo del I Encuentro de Espiritualidad organizado por Podemos. En ese texto preguntaba qué aportaban los grupos de espiritualidad dentro de los partidos que justificara su presencia. Y no encontraba ninguna respuesta, argumentando en contra de ellos por considerar que no tenían nada positivo que aportar. Poco después me encuentro con una entrevista a José Antonio Vázquez y Estefanía Fernández, portavoces del Círculo de Espiritualidad de Podemos. Lo leo con interés, esperando encontrar alguna respuesta que me haga cambiar de opinión. Pero no, no solo no responden satisfactoriamente sino que me reafirman en las tesis que mantenía en el primer texto.

            La decepción con la entrevista comienza nada más empezar. Se les pregunta directamente por el título del Encuentro: “¿Qué aporta la espiritualidad a la construcción de una sociedad plenamente laica, justa y democrática?”. Pero no responden a la pregunta, la evaden con divagaciones. Hablan de la espiritualidad pero nunca la definen. Y eso que le atribuyen méritos inmensos. Por ejemplo, Fernández dice:

“realmente la espiritualidad aporta muchas cosas. La vida se construye de otra manera cuando se tiene en cuenta lo profundo. Incluso para construir lo político. Pensamos que una política que no tenga espiritualidad, no tenga esa perspectiva en su base, no valdrá para construir un mundo mejor”.

Después de leer algo así, uno piensa: pues sí que es importante la espiritualidad esa, o lo profundo, como también la llama de una forma un tanto esotérica. Pero, exactamente, ¿qué es? Y no solo es que no la definan, es que cuando lo intentan lo estropean más todavía. Dice Fernández:

“todas las personas, aunque no tengan creencias, tienen una espiritualidad muy valiosa para construir sociedad”

            Perdona: ¿cómo? O sea, que ¿yo también tengo una espiritualidad pero lo que pasa es que no me he dado cuenta? Bueno, no lo voy a negar de entrada, pero podrían decirme por lo menos qué es ¿no? Y lo peor es cuando se deciden a intentar explicarlo. De eso se encarga J. A. Vázquez:

“eso que llamamos espiritualidad. Hay gente que a lo mejor lo llamaría ética, porque la espiritualidad son valores”.

            ¡Por ahí sí que no! Mi detector de tramposos y farsantes ha saltado. La espiritualidad no es la ética ni son los valores. Se pongan como se pongan. Ahora mismo tengo aquí a mano dos libros de ética: la Ética a Nicómaco de Aristóteles y Ética práctica de Peter Singer. No puedo cambiarles el título por Espiritualidad para Nicómaco o Espiritualidad práctica sin falsificarlos totalmente. Esos libros hablan de ética, pero para nada de espiritualidad. La ética y los valores son una cosa, y la espiritualidad otra muy distinta.

            El resto de la entrevista no vale gran cosa: son divagaciones acerca de lo bueno que es el papa Francisco, la meditación, la transcendencia, la espiritualidad del silencio y más palabrería de ese tipo. Ya que ellos no se atreven a hablar claro, voy a hacerlo yo.

            La espiritualidad no es la ética. Tal vez pudiera admitirse que la creencia en la espiritualidad pueda derivarse una ética, pero para nada que sean la misma cosa. Ni mucho menos que todo el mundo tenga una espiritualidad. Para nada. En mi caso particular, soy ateo y materialista, y niego cualquier tipo de divinidad, espiritualidad o similar. Y por supuesto que tengo ética y valores: una ética y unos valores ateos que no necesitan para nada la espiritualidad.

            La espiritualidad remite al “espíritu” o “alma”, la psyché de los griegos o anima en latín. Y se enmarca dentro del pensamiento dualista sobre el ser humano que lo concibe como una realidad dual compuesta de dos principios: uno físico y material que sería el cuerpo, y otro que no es ni físico ni material que sería el alma o espíritu. Esta antropología dualista tiene su origen en el pensamiento primitivo: en el animismo de nuestros antepasados. Gonzalo Puente Ojea ha realizado todo un análisis pormenorizado de este animismo y a su obra remitimos (Puente Ojea, 2000 y 2005).

El animismo y el dualismo están en el origen y la base de todas las religiones: en sus creencias en almas individuales y en espíritus puros como los dioses, ángeles o demonios. Por ejemplo, en el hinduismo y el budismo en sus nociones de atman, karma y samsara (reencarnación). Está presente en las (pseudo)medicinas orientales en las ideas del chi, de los chakras o la energía vital. También en el judaísmo, el cristianismo y el islam, por supuesto, así como cualquier religión monoteísta que lo que hace es elevar un espíritu puro a la categoría de ser supremo. El animismo y el dualismo antropológico llegan a la filosofía a través de las religiones mistéricas como el orfismo y se introducen en Pitágoras, Platón y el neoplatonismo. Evidentemente, en la filosofía medieval. También aparece después en la filosofía moderna de Descartes y las dos sustancias (pensante y extensa) que componen al ser humano. Y vuelve a estar presente en el idealismo alemán, el romanticismo y en el vitalismo.

Pero aunque el espiritualismo está presente en todas las religiones y en algunas filosofías, no es cierto que esté en todas las filosofías. Ya desde sus inicios existe una corriente de filosofía bastante plural pero con un elemento en común que es precisamente la negación del espiritualismo: el materialismo y el ateísmo. El ateísmo niega la existencia de todo ser supremo, y el materialismo da un paso más: no solo niega que haya un ser supremo espiritual (Dios) sino que niega la espiritualidad misma. Rechaza el dualismo de creer en dos realidades, una material y otra inmaterial (espiritual) y afirma la materialidad de toda realidad como característica de todo ente o ser existente. Ser o existir es ser material. Filosofías de este tipo las encontramos en Grecia y Roma: los atomistas, como Leucipo y Demócrito, o los epicúreos como el propio Epicuro o Lucrecio. También en la India antigua, destacando la filosofía lokayata de Chárvaka en el siglo VII antes de nuestra era. Después de la edad oscura que significó la edad media, el materialismo y el ateísmo resurgen con fuerza a partir de la edad moderna, sobre todo con el ala más coherente de la Ilustración (los que Onfray llama “los ultras de las Luces”): Meslier, La Mettrie o Holbach. Y pasará a Feuerbach, Marx, Bakunin, Nietzsche, Freud…

Centrándonos en la edad contemporánea, el espiritualismo y materialismo seguirán más o menos presentes en la filosofía, aunque el materialismo produce filosofías mucho más fuertes (Mario Bunge, por ejemplo). Pero donde el triunfo del materialismo será absoluto es en la ciencia: los avances en física, química, biología, fisiología, medicina, etc., expulsarán totalmente a la idea de alma o espíritu del ámbito científico. La teoría de la evolución de las especies de Darwin le dará un golpe del que nunca se recuperará. Desde el siglo XIX, al espiritualismo le quedaba poco espacio más que el del espiritismo que habían inventado las hermanas Fox; además de la religión, claro. En el siglo XX, el espiritualismo todavía colea en la reciente psicología científica. De hecho, la propia palabra remite en su etimología al alma o espíritu (psyché y lógos: estudio del alma). Pero con el paso del tiempo también será desterrado de ahí. El debate cuerpo-espíritu devendrá ahora mutado como el debate entre cerebro y mente. La mente y la conciencia será el último reducto que le quede al mito del espíritu, pero también de ahí será exorcizado progresivamente. La neurociencia va explicando progresivamente el funcionamiento del cerebro y cuestionando cada vez a la mente o conciencia como algo independiente o como una realidad inmaterial. La neurofilosofía y la neuroética van conformándose en este joven siglo XXI al calor de todas estas ciencias y progresando en el conocimiento del ser humano como una realidad material en un mundo igualmente material, desterrando los mitos animistas, religiosos y espiritualistas del pasado. Dawkins, Dennett o Churchland van por ese camino.

            Expulsados de todos los dominios de la ciencia y del conocimiento, el animismo y la religión intentan refugiarse ahora en el campo de la ética y la política camuflándose bajo un nuevo término: espiritualidad. Aunque la estrategia no es nueva, se remonta por lo menos a Kant. Con la revolución científica, Dios desapareció, paradójicamente, de los cielos: Copérnico, Kepler y Newton unificaron la física que explicaba los movimientos de los cuerpos y rompía con el universo dualista de Aristóteles. El triunfo de la física llevó a Kant a sus aporías de la razón pura: determinó que los objetos de la metafísica (Dios, el alma y la libertad) no eran cognoscibles. Sin embargo, aunque expulsó a la metafísica por la puerta grande, el pietista Kant los reintrodujo de contrabando por la puerta de atrás de la razón práctica: Dios, alma y libertad aparecían ahora como postulados de su moral deontologista. Kant reconocía no poder probar la existencia de Dios, ni del alma ni de la libertad, pero necesitaba creer en ellos con fe “racional” para mantener en pie su edificio ético.

            Desde entonces, la religión y la espiritualidad se han atrincherado en la moral, convirtiendo la ética en moralina. Para Kant, la ética necesitaba de Dios, el alma y la libertad porque no concebía la posibilidad de la ética sin ninguno de ellos. Si el ser humano no es libre, si no tiene un espíritu inmortal más allá de su cuerpo físico, y si no hay un Espíritu supremo que haga justicia en ese más allá, Kant pensaba entonces que no era posible la moral. Venía a decir más o menos lo mismo que Dostoyevki años después: “Si Dios no existe, todo está permitido”. Se genera así el falso prejuicio de que sin religión o espiritualidad no hay ética ni valores, o que toda ética presupone alguna forma de espiritualidad.

            Aparece entonces el peor enemigo de la religión y la espiritualidad: el ateísmo materialista. Este ateo es peor incluso que el hereje o el impío. El hereje cree en religiones falsas, pero religiones también; y el impío no cumple con los mandatos de Dios, pero cree en él aunque le desobedezca. El problema del ateo materialista es que no cree en ningún dios ni en el espíritu. Solo admite la realidad del cuerpo físico y material y su finitud. No cree en ninguna transcendencia: ni en el cielo, ni en el nirvana, ni en la reencarnación, ni en nada que no sea esta vida única, finita y personal. Como no cree en ninguna transcendencia, no teme ningún castigo eterno, tampoco teme a ningún policía invisible y omnipresente que le vigile cuando nadie le observa. Se hace por tanto sospechoso natural de traidor, de libertino, de lascivo, de inmoral, de alguien sucio, mezquino y egoísta, sin valores y sin remordimiento. Se inculcan así en el imaginario colectivo las ecuaciones que igualan espiritualidad con valores y moral, y materialismo con nihilismo y perversión. Los ateos y los materialistas son los proscritos, los monstruos que quedan fuera del ámbito de la ética porque no tienen valores y no son de fiar. El protestante Locke, tan loado por su Carta y su Ensayo sobre la tolerancia, deja fuera a los ateos de esa misma tolerancia: porque no tienen palabra ya que no temen ningún castigo divino.

            Pero esas ecuaciones son falsas. El ateo materialista no solo puede tener valores, intramundanos y de la finitud, pero valores, sino que además es el fundamento político de la república. En este punto es imprescindible la reflexión republicana y laicista de Catherine Kintzler (2005). La república libre se fundamenta en individuos que sean libres ellos mismos. Para ser libres y fundar una república, debe cumplirse la siguiente paradoja: que el lazo de unión entre los individuos sea, precisamente, el previo desligamiento de todos ellos de cualquier otro lazo anterior. En la república los individuos participan como tales individuos en su calidad de ciudadanos sin más que persiguen el bien común, pero no en calidad de miembros de una comunidad religiosa, étnica o tribal con la que puedan mantener otros lazos de pertenencia y que tenga sus propios intereses particulares. El modelo o prototipo de este individuo “desligado” que puede por eso mismo “ligarse” con cualquier otro para formar república es el ateo: el infiel a toda religión o pertenencia que, por eso mismo, no busca intereses particulares relativos a tal o cual comunidad concreta. De ahí el imperativo laico de separación de las esferas pública y privada. El individuo es libre de ligarse a cualquier comunidad en su ámbito privado, pero cuando entra en el espacio público lo hace como individuo desligado de todas ellas, para no perder de vista el bien común y sacrificarlo en pos de los intereses particulares de su comunidad.

            El universo de los valores y la ética no es patrimonio de la espiritualidad. De hecho, la renuncia a la espiritualidad es el prerrequisito para poder crear valores autónomos y escapar de la heteronomía. Ya me gustaría a mí encontrarme con Vázquez y Fernández y plantearles la siguiente hipótesis: imaginemos que se demuestra que no existe el espíritu, que solo somos materia y que no queda duda de que así es. En ese caso: ¿no tendrían ellos ningún motivo moral para respetarme y tratarme con dignidad? ¿Debería temer, en ese caso que, desaparecida la espiritualidad, no tendrían ningún reparo moral para robarme, secuestrarme o matarme? Espero que no ocurriera eso, y eso demostraría que la ética es independiente de la espiritualidad. Porque si me dicen otra cosa, entonces sí que no quiero ni verlos, no sea que ese día precisamente se descubra la prueba definitiva de que no existe ningún tipo de espiritualidad.

La ética del siglo XXI no puede menos que asumir la “muerte de Dios” y pensar los valores desde el punto de vista materialista de la corporeidad, la sensualidad, la finitud y el pluralismo. La conciencia de la propia vida, única, finita e irrepetible no vacía la existencia de valores sino que la llena. Valores como el respeto absoluto a esa vida en tanto que única y específica, el valor igualitario e inconmensurable de todas y cada una de las existencias particulares e irrepetibles, el valor del placer hedonista y del goce sensual del propio cuerpo. Dignidad, igualdad, libertad, placer…, valores que derivan de la consideración atea y materialista de la vida humana. Valores que se oponen a los del desprecio del cuerpo basados en la superioridad del espíritu o en que, en definitiva, qué más da esta vida si luego hay otra mejor (que es lo que piensan los yihadistas o lo que pensaban los cruzados en la edad media).

            No podemos llamar “espiritualidad” a esos valores porque son valores que niegan precisamente cualquier aspecto espiritual, se basan en que no hay espíritu sino solo cuerpo, materia y finitud. Asumir el materialismo ateo tiene implicaciones, y eso lo saben los espiritualistas y por eso quieren evitarlo. Digámoslo a las claras: la espiritualidad no es sino religión camuflada. Es a la ética lo que el Diseño Inteligente a la teoría de la evolución: religión de contrabando. La ética y los valores del materialismo ateo asumen el humanismo en toda su plenitud y, como parte de ese humanismo, la razón como forma de conocimiento. Y la ciencia como máxima expresión de la razón. Ante eso es ante lo que tiembla el espiritualismo. La espiritualidad, como la religión, rechaza la razón porque sabe que esta le muestra sus vergüenzas. La razón, cuando escucha los lenguajes presuntamente profundos y transcendentales de las sabidurías ancestrales, de la intuición, del sentimiento, de la armonía cósmica y de toda esa palabrería, es como el niño que de repente se levanta y grita que ese emperador está desnudo. Que no hay nada, que no hay significado, que no están diciendo nada. Por eso, cuando aparece la razón, se les desdibuja esa sonrisa beaturrona que tienen y sale su lado inquisitorial con el dedo acusador: ¡cientificismo, reduccionismo, positivismo…”, gritan, ¡como si fueran insultos!

Se les ve el plumero: con poco que rasques sale la sotana. Dice J. A. Vázquez:

“Porque lo importante son los valores. Que aparezcan en las leyes, dentro de la educación y sean el elemento fundamental de los demás ámbitos sociales, para que tuviéramos una sociedad en la que fueran atendidas todas las dimensiones del ser humano, incluida la espiritualidad. Esto es algo novedoso”.

            ¿Todas las dimensiones del ser humano, incluida la espiritualidad? ¿En la educación, en las leyes? ¿Siglos de lucha laicista para, al final, incluir la espiritualidad en la educación y en las leyes? Lo que hace falta no es una educación ni unas leyes más espirituales, ¡sino más laicas!

            Espiritualidad, pero ¿qué espiritualidad? ¿También la de los embriones? ¿Tienen alma o espíritu también los embriones? Porque no da igual la respuesta. De ella depende que las mujeres puedan disponer de su propio cuerpo y decidir si continúan o interrumpen un embarazo libremente o si no pueden hacerlo. De la respuesta que demos depende si se investiga con embriones y células madre o si se prohíbe. La razón, la ciencia y el materialismo lo tiene muy claro: no hay ni rastro de alma ni espíritu alguno en un embrión. De hecho, en el embrión, no hay más que células y es imposible poder hablar con sentido de dignidad o derecho a la vida de las células. La única forma de hacerlo sería haciendo trampas: diciendo que esa espiritualidad del embrión solo puede captarse con la intuición, con el sentimiento, con la comunión espiritual, y cosas así indemostradas e indemostrables. En un contexto laico de separación del espacio público y privado, ese discurso irracional de la espiritualidad quedaría fuera del público y protegido en el privado. Pero la espiritualidad lo que quiere es introducir la irracionalidad espiritualista dentro del espacio público y viciar el debate. Viciarlo porque es imposible un debate racional con quien nos habla desde la irracionalidad, desde su sentimiento de amor cósmico, desde la hondo de su ser, desde la comunidad de las conciencias y sinsentidos de ese tipo. El único debate es el que se fundamente en un discurso que cualquiera pueda entender, sea creyente o no, basado en pruebas, experimentos y argumentaciones racionales. Cualquier otra cosa no enriquece el debate, lo obstruye, porque impide el entendimiento en base a razones. Eso procura la espiritualidad: reintroducir la religión en el espacio público para tratar de imponer su punto de vista sin argumentarla racionalmente. Antes decían que era porque Dios así lo quiere, ahora dicen que es porque así lo sienten desde su interior. Y me parece fenomenal que sientan eso, otra cosa o nada en absoluto, me da igual. Pero no me da lo mismo si además quieren imponérnoslo a los demás.

            Después de leer la entrevista de J. A. Vázquez y E. Fernández he de reconocer que muchas palabras, muchos rodeos, mucho diálogo, mucha colaboración, pero nada concreto. Eso se les da bien, hablar y hablar sin decir nada. Por eso les reto a lo concreto: quiero saber su opinión sobre la interrupción del embarazo, sobre la investigación con células madre, sobre la eutanasia activa, sobre el matrimonio homosexual. No quiero oír si hay que debatirlo o si hay que analizarlo más. Son conquistas de la izquierda u objetivos a lograr, y quiero saber si quieren mantenerlos o conseguirlo, o ir atrás en estas cuestiones. Igualmente, Europa Laica ha lanzado un “Contrato electoral por la laicidad de la Escuela” y un “Compromiso electoral por el Estado laico” de cara a los próximos procesos electorales: ¿Va a firmarlos Podemos y asumirlos para cumplirlos en caso de que esté en sus manos? Todavía no lo ha hecho.

            Para acabar, vamos a recordar las reflexiones de Gonzalo Puente Ojea sobre el término “espiritual”, al calor del debate sobre el Tratado Constitucional Europeo. En 2004 se enfrentaron los países de la Unión que querían incluir en su Preámbulo un reconocimiento explícito a la “herencia cristiana” de Europa (España, Italia, Portugal, Alemania, Polonia…) y los que se negaban a esa referencia concreta al cristianismo (Francia, Bélgica, Dinamarca, Grecia, etc.). Finalmente, el texto no mencionó al cristianismo sino que recogió “la herencia cultural, religiosa y humanista de Europa”. En medio del debate, el presidente francés propuso sustituir el término “herencia religiosa” por “herencia espiritual”. Puente Ojea le critica que el término “espiritual” tampoco es válido, por cuanto que remite a “la tradición mítica de la antropología animista y su contraposición ontológica cuerpo-alma espiritual, fundamento de todas las religiones” (2011, 255). En su lugar, Puente Ojea propone que lo que sería más acertado de acuerdo al laicismo sería “herencia humanista”:

“Herencia humanista”, la única coherente con la universalidad de esos derechos y con el pensamiento laicista, es decir, el sistema de principios radicalmente respetuoso con la conciencia individual y que protege la esfera de la privacidad y, por consiguiente, tanto la conciencia religiosa como la conciencia irreligiosa. Es la conciencia europea (2011, 255).

Andrés Carmona Campo. Licenciado en Filosofía y Antropología Social y Cultural. Profesor de Filosofía en un Instituto de Enseñanza Secundaria.

Bibliografía:

Kintzler, Catherine (2005). La República en preguntas. Buenos Aires: Ediciones del Signo.

Onfray, Michel (2010) Los ultras de las luces: Contrahistoria de la filosofía, IV. Barcelona: Anagrama.

Puente Ojea, Gonzalo (2000). El mito del alma: Ciencia y religión. Madrid: Siglo XXI.

Puente Ojea, Gonzalo (2005). Animismo: El umbral de la religiosidad. Madrid: Siglo XXI.

Puente Ojea, Gonzalo (2011). La Cruz y la Corona: Las dos hipotecas de la historia de España. Navarra: Txalaparta.

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