La confesión infantil vulnera la intimidad y los derechos de los menores, generando culpa y humillación.
En menos de dos meses empezará la temporada alta de las primeras comuniones, esas ceremonias en las que niñas y niños de 9 o 10 años reciben la eucaristía. La manipulación y chantaje que en ellas se puede ejercer sobre la infancia son imaginables dado lo ostentoso y costoso de las celebraciones y los regalos, pero lo que ocurre poco antes –quizás ya ahora–, por desgracia pasa desapercibido: para ingerir cómo Dios manda las hostias consagradas –es decir, al propio Dios–, cada menor deberá haber confesado previamente sus «pecados», con arrepentimiento, a un sacerdote y, ya absuelto, haber realizado la penitencia impuesta con la firme decisión de no «pecar» más. En otras palabras, antes del sacramento de la eucaristía deberá haber pasado por otro sacramento, el de la «reconciliación» nada menos que con Dios.
Es decir que, para alcanzar esa tregua temporal con Él, se obliga a la pequeña criatura a contarle a un cura (siempre un hombre) no ya todas sus intimidades, sino sobre todo las que puedan parecer más vergonzosas, y no sólo cosas malas o regulares que haya hecho, sino también las que haya pensado, deseado o sentido. Tiene que descubrirle, generalmente arrodillado (humillado), hasta el último rincón de su alma, y con un sentimiento de culpa y contrición.
La Declaraciones de los Derechos Humanos (art. 12), la Constitución española (art. 18), la Convención sobre los Derechos del Niño (art. 16), la Carta Europea de los Derechos del Niño (art. 20),… proclaman el Derecho fundamental a la Intimidad, reforzado por el derecho a no declarar contra uno mismo, a no confesarse culpable. Pues bien, todo esto se lo saltan alegremente las confesiones eucarísticas con las personas más indefensas, que además no son pocas las que lo sufren, pues unos 4 de cada 10 menores españoles pasan por ahí.
Sí, señores padres, madres y tutores o tutoras: cuando lleven a sus niñas y niños a la catequesis para la primera comunión -sin duda con toda la buena intención del mundo– deberían saber que, además de someterlos durante años a un adoctrinamiento plagado de dogmas anticientíficos (creacionistas, milagreros) y preceptos contrarios a los derechos de las mujeres y homosexuales, les obligan a pasar por una confesión, en la que se les juzga con criterios basados en esos dogmas y doctrinas. Es una experiencia degradante que vulnera su derecho a la privacidad y a la intimidad. Este derecho sí que debería ser sagrado, y no aquellos dogmas y doctrinas.
Puede que al niño todo eso le resbale (ojalá), pero también puede que no, pues como ya recoge el dicho jesuita: «dame un niño hasta los 7 años y será mío para siempre». De hecho, el niño sufrirá una gran presión para que se tome el asunto muy en serio, y, por su corta edad, es una persona especialmente influenciable y vulnerable, en plena formación, que durante la confesión se encuentra totalmente sola y desamparada ante una autoridad religiosa revestida de un aura sagrada, de bondad y de poder: nada menos que el poder de conocer la Verdad absoluta y de absolver sus «pecados», abriéndole el camino a la salvación frente al destino contrario, el de la condenación eterna (pues sí, amigos, el Infierno, con la posible ansiedad y terror que suscita, sigue ahí, compruébenlo en el Catecismo de la Iglesia).
Otro detalle es que el ámbito de intimidad, secretismo y autoridad de las confesiones propicia un abuso de poder que facilita los abusos sexuales. Lástima que el Defensor del Pueblo y otras instancias no caigan en esto cuando proponen medidas de prevención contra la pederastia en el ámbito de la Iglesia.
Cabría plantearse incluso que la práctica de la confesión eucarística de menores estuviera prohibida, como ha solicitado el artista y activista Rafał Betlejewski ante el parlamento polaco. Pensándolo bien puede tener sentido, pues creo que las confesiones eucarísticas infantiles contravienen los derechos humanos, pero yo soy más partidario de persuadir y convencer que de prohibir, obligar y sancionar, además de que se produciría un fuerte rechazo de buena parte de la población, que actúa según lo que considera mejor para los menores.
Por eso, me dirijo en primer lugar a los padres, madres y tutores católicos, y me atrevo a pedirles que, si piensan dejar que confiesen a sus hijos, se lo replanteen en base a los argumentos que expongo. Argumentos que, de entrada, bastantes deben de compartir en buena medida, pues muchas de las parejas que llevan a los niños a la comunión (y confesión) no se casaron por la Iglesia. Cuidado, no quiten la importancia que merece la confesión de «pecados» de los menores; aunque a los adultos nos puedan parecer triviales o asimismo menores, es probable que sean significativos para los pequeños «pecadores». Y tengan en cuenta que lo más relevante, más allá del detalle de lo que confiesen los pequeños, es la experiencia de humillación y sometimiento de la conciencia que supone la confesión, y los sentimientos desmesurados de vergüenza y de culpa que puede generar, posibles avivadores de una escrupulosidad moral conducente a angustia y a traumas psíquicos, lejos del desarrollo de una autonomía moral y un sentido de responsabilidad que caracterizan una conciencia libre.
No olviden además lo antes apuntado sobre los abusos físicos; sepan que, como denuncia el exsacerdote argentino Adrián Vitali, «el 95% de los curas abusadores usa la confesión para elegir a sus víctimas». En este contexto, recuerden también que, por alguna razón, se exige que los confesores tengan pene, no se casen y repriman su sexualidad, siendo esta tercera exigencia la más difícil de controlar, y su incumplimiento, por lo que se ve, más fácil de justificar y encubrir. Por tanto, no confíen en que la Iglesia haga todo lo posible por impedir la pederastia de los confesores.
Me dirijo ahora a las niñas y niños que puedan leerme y entenderme: negaos a confesar, pues nadie tiene derecho a entrar en vuestra intimidad. Sabed, además, que los confesores os juzgan desde unos dogmas y doctrinas muy discutibles. Si os veis obligados, sabed también que estáis en vuestro derecho –en legítima defensa ante quienes acechan vuestras mentes–, de ocultar todos los pensamientos, deseos y sentimientos que os dé la gana; son vuestros y de nadie más. ¿No es el cura el intermediario de Dios, que todo lo sabe?, pues que le pregunte a Él. Por cierto, no os creáis que existe un Dios que es vuestro dueño porque os creó, y que conoce todo lo que hacéis y pensáis: es tan mentira como que lo conocen los Reyes Magos.
Unas palabras para la población general: hay curas buenos, sin duda, pero si bautizan, adoctrinan, y además confiesan a niños, resulta que esas buenas personas atentan contra los derechos infantiles abusando de sus confiadas mentes (y, a veces, de sus cuerpos). Desde una ética laica basada en los derechos humanos, en una confesión infantil el verdadero «pecador» es el confesor. Lo mismo, y más, puede decirse acerca de la bondad atribuida a sus superiores jerárquicos, desde los obispos al papa.
Por último, he de aclarar que todo lo dicho contra las vulneraciones de derechos infantiles en el catolicismo lo extiendo, por supuesto –con los matices diferenciales pertinentes–, a las que se realizan en otras religiones, como la islámica, la judía, la evangélica, etc.