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Resulta indignante observar cómo la Iglesia Católica contempla con indolencia el hecho de que una institución del Estado haya concluido en que más de 400.000 menores han sidoabusados por sacerdotes y pedagogos católicos
La sociedad occidental está ya muy de vuelta del experimentalismo pedagógico que, en focos aislados de irradiación, defendió durante el siglo XX la tesis de que, siguiendo El Banquete de Platón, era conveniente crear un vínculo sexuado entre alumno y maestro que hiciera posible la sublimación del erotismo en el conocimiento. Aquella era la tesis, heredada del mundo grecolatino, que defendió el creador de las escuelas libres, el pedagogo alemán Gustav Wyneken, en el libro El eros pedagógico. Aquel sujeto acabó en la cárcel por pederastia, pero sentó escuela, y sus teorías volvieron a ver la luz en grupos de la izquierda radical alemana de los años 60 del pasado siglo y en diversos movimientos norteamericanos. La idea aparece intermitentemente, y por ejemplo, Los Verdes alemanes, en 1985, en su convención de Lüdenscheld, defendieron que una sexualidad «no violenta» entre niños y adultos debería estar permitida, sin restricciones de edad.
Hoy, esta cuestión no está a debate en las sociedades occidentales maduras y democráticas. Existe una corriente de pensamiento -por llamarla de alguna manera- que defiende la tesis de que la pedofilia es «una orientación sexual» como cualquier otra. Pero la propia racionalidad desentraña la evidencia de que la pedofilia es una situación de violencia sexual, que ocurre en una relación desigual de poder entre un/una agresor/a adulto/a sobre un/una niño/a e implica un sometimiento del menor mediante amenazas, engaños, imposición de secretos, etc. La justicia democrática entiende que una persona menor de edad bajo ningún punto de vista puede dar su consentimiento y/o su acuerdo para estar sexualmente con una persona mayor de edad. En definitiva, regresamos a la clave de la licitud o no de una relación sexual, que en España ha sido debatida convenientemente estos últimos años: la existencia de consentimiento. Y, lógicamente, ese consentimiento no puede existir en quien no ha alcanzado plenamente el uso de razón.
El abuso de un menor es, pues, un delito equivalente a una violación. Un delito muy grave, que ha de ser reprimido mediante sanciones lo suficientemente duras. Por ello, resulta indignante observar cómo la Iglesia Católica contempla con indolencia el hecho de que una institución del Estado haya concluido en que más de 400.000 menores, el 70% de sexo masculino, han sido abusados -violados- por sacerdotes y pedagogos católicos. El único que parece haberse alarmado ha sido el Papa, quien rápidamente ha llamado a capítulo a todos los obispos. Muchos pensamos que, a la vista de la realidad, bien se los podría quedar en Roma para siempre.
Hay quien relaciona esta brutalidad excepcional con la pervivencia del celibato en el clero católico y con el hecho de que, por razones obvias, numerosos homosexuales masculinos hayan optado en su juventud por el seminario como salida vital y profesional en épocas de gran represión de las minorías sexuales. Pero la sociedad no es responsable de estas situaciones, por lo que es intolerable que todavía hoy -las cosas han cambiado poco, en realidad- los alumnos de colegios atendidos por miembros del clero católico estén expuestos al riesgo de ser violentados o seducidos.
Se ha visto que no ha existido en el pasado verdadero interés en evitar esta delincuencia organizada; que la jerarquía ha estado más interesada en ocultar que en corregir; que la curia ha sido indiferente al trauma psicológico de miles de jóvenes que han tenido que acarrear estas malas experiencias de juventud que en algunos casos han desembocado en suicidio; que la institución concernida no ha pensado siquiera en resarcir a las víctimas, no solo en el terreno económico sino en el de la dignidad personal, en el del reconocimiento del error, en el de la petición de perdón.
Tampoco ahora hemos visto una reacción adecuada por parte de la jerarquía católica cuando el Defensor del Pueblo ha narrado con crudeza el saldo indecente de su análisis. Los obispos se lavan las manos y, extrañamente, las clientelas de tales confesiones parecen conformarse con lo ocurrido como si sus propios hijos no fueran las víctimas. Sea como sea, el Estado tiene que velar por la salud mental y moral de los docentes y de los discentes, y es lícito cuestionar si estas instituciones han de conservar la licencia para educar cuando tan mal uso han hecho de ella en el pasado.