Descargo de responsabilidad
Esta publicación expresa la posición de su autor o del medio del que la recolectamos, sin que suponga que el Observatorio del Laicismo o Europa Laica compartan lo expresado en la misma. Europa Laica expresa sus posiciones a través de sus:
El Observatorio recoge toda la documentación que detecta relacionada con el laicismo, independientemente de la posición o puntos de vista que refleje. Es parte de nuestra labor observar todos los debates y lo que se defiende por las diferentes partes que intervengan en los mismos.
El cine refleja un terror sistémico, idéntico al que ejercieron las órdenes de religiosas españolas que se lucraron con el Patronato franquista
Ni olvido ni perdón. Las voces de las víctimas del siniestro Patronato para la Mujer que secuestró a niñas y jóvenes desde el final de la Guerra civil hasta el año 1985 resuenan todavía en ese “NO” tras el “acto público de perdón” de las asociaciones religiosas. Muy compasivas, se perdonaron a sí mismas no los pecados cometidos sino también el rosario de delitos por los que nadie les ha pedido cuentas. “Pedimos perdón por aquello que en el pasado no hicimos bien. Expresamos nuestro profundo dolor a todas aquellas mujeres que en un tiempo de severas restricciones educativas, sociales, políticas y religiosas fueron sometidas a unas condiciones de vida injustas y dolorosas”. La indecencia de la declaración clama al cielo, pero no pasa nada en un país en el que nunca se hace justicia a las víctimas, ya sean ancianos de residencias sin seguro privado, damnificados en una riada, asesinados en fosas o en el 11-M, torturados en la DGS o niñas encarceladas, vejadas, explotadas por la Iglesia católica en connivencia con una dictadura fascista y una democracia endeble.
El asunto ha sido casi enterrado bajo una pedrea de portadas y titulares sobre las corrupciones de un volquete de puteros tan sobrados como cortitos. ¿En pleno siglo XXI llamarse por teléfono repartiéndose mordidas? Gracias, PSOE, por apuntalar el “todos son iguales” y abonar –puro estiércol– el futuro neofascista mundial al que vamos de cabeza.
Sí: hablemos de las mil y una formas de corrupción que pueden resquebrajar el Estado de Derecho. Verbi gracia, del robo y tráfico de bebés, las condiciones de esclavitud de miles de mujeres en cárceles religiosas y de las empresas que se lucraron de ellas o de los dineros cobrados al Estado por el “servicio” durante décadas. Eso sí que es una buena mordida. ¿Qué pasa cuando las que muerden son monjas, esas santas, mujeres casadas con Cristo, nada menos? Con semejante marido, cualquiera se mete con ellas. Modestas, silenciosas, sumisas, no mandan en las altas jerarquías, criadas de sus jefes porque los hombres siempre están por delante, incluso son sabios en clausuras femeninas. ¿Un ejemplo? Servidora escuchando en un programa de radio –conducido por un señor muy enseñorado– a dos “expertos” (sic) en la vida de las monjas de clausura. ¿Llevaron a alguna mujer a hablar de su experiencia? ¿Pusieron el micro a alguna monja? No, para qué. A pesar de no ser “experta”, quien les escribe tiene verdadera predilección por las historias de conventos, subgénero que, como el de submarinos, atrapa a un grupito de gente en lugar cerrado y los pone a bregar con conflictos gordos, internos y externos. Un filón bien visto por el cine. ¿Quieren comedia? ¿Musical? En plan cursi, Sonrisas y lágrimas (Wise, 1965) con novicia cantora enamoriscada, pero también la descacharrante Sister act (Ardolino, 1992) o las monjas camp de La llamada (Los Javis, 2017). Aunque en la España del Patronato el “top” de cine de monjas será siempre Sor Citroen (Lazaga, 1967), cuando las mujeres solo podían ser santas, putas o como Gracita Morales, condenadas a vestir santos. Con el archifamoso “daba-bada-ba” de Antón García Abril de fondo, la preciosa fotografía del muy añorado Juan Mariné, Sor Citroen fue un éxito del momento –calcado a los taquillazos familiares actuales– del llamado cine “entrañable”, adjetivo repugnante, pero de casquería revienta-taquillas.
Pero a los hombres muy hombres lo que les gusta de verdad son las monjas sexy; fantasía porno retratada por la literatura patria desde antes del siglo de oro y con enorme influencia en nuestra cultura. Ahí tienen la tradición Doña Inés del alma mía-Tenorios violadores de chiquillas. En el cine, la monja inocente tiene que ser apetecible como Audrey Hepburn en Historia de una monja (Zinnemann, 1959), adaptación de la novela escrita por Katrhyn Hulme, escritora que dirigió la Administración de las Naciones Unidas para el Auxilio y la Rehabilitación UNRRA en un campo de desplazados de Alemania tras la Segunda Guerra Mundial. La mirada masculina del cine clásico lo llena todo: la mujer debe ser objeto sexual, aquí también: la historia –y el aspecto– de la misionera real que inspiró la película está muy lejos del chic de Audrey. Hay pocas excepciones a la regla y una de ellas es obra maestra: Narciso Negro (1947). La perfección técnica y la inspiración poética puramente cinematográfica del dúo Powell-Pressburger unidas a la fotografía del inconmesurable Jack Cardiff, apabullan en este melodrama sobre unas misioneras empeñadas en evangelizar un país remoto e incomprensible –colonialismo a mansalva– encerradas en un palacio perdido que fue el serrallo de un sultán –ejem– hasta volverse majaretas.
Pero para sexo reprimido e imágenes míticas, está el maestro: Buñuel y su Viridiana (1961) donde Silvia Pinal es la novicia más sexy del mundo atrapada entre las perversiones de los hombres que la rodean y sus propias contradicciones. El tópico de siempre, pero la mirada de navaja subversiva del aragonés lo convierte en un milagro del arte.
Es verdad que también encontramos monjas admirables como Susan Sarandon (Helen Prejean) en Pena de muerte (Robbins, 1995) o la verdadera Teresa de Ávila, admirada no por santa, que de esas hay a patadas, sino por poeta sublime y fundadora rebelde. A pesar de los últimos biopics de anuncio de colonia, seguro que recuerdan a la mística con el rostro de Concha Velasco –que en gloria esté– en la serie Teresa de Jesús (1984) dirigida con rigor y sensibilidad din sensiblerías por Josefina Molina.
Feminismo y monjas… ¿términos contradictorios? No se rían, no. Fui a un colegio religioso solo para niñas –como seguro muchas de ustedes, lectoras– en los tiempos raros de los setenta y aquellas jóvenes jesuitas vascas y navarras estaban muy empoderadas por culpa de la Teología de la Liberación, así que lo de mujer sumisa no aparecía en mi colegio ni por asomo. Es más, tendría yo unos diez años cuando la madre superiora me habló del Opus y en tales términos que desde entonces para mí la “Obra” es el Mal, un aquelarre demoníaco de hipocresía anticristiana. Y muchos años antes de Dan Brown y de Bergoglio… Esas jesuitas eran fabricantes de ateas feministas y contestarias, véase la muestra. Y hablando de ateas, otro personaje muy habitual en estas películas es la religiosa que ha perdido la fe, como Meryl Streep enfrentada a un cura pederasta –uno más– en La duda (Shanley, 2008) y Ann Bancroft en Agnes de Dios (Jewison, 1985). Actrices en estado de gracia, porque el combo monja-buen guion es de los más lucidos para una intérprete. Lo sabía Picazo cuando dirigió en Extramuros (1985) a las monjas falsificadoras de milagros Mercedes Sampietro y Carmen Maura, y lo sabía Almodóvar cuando regaló las Redentoras Humilladas de Entre Tinieblas (1983) a sus actrices fetiche. No se pierdan a la maravillosa Julieta Serrano y su madre superiora yonki y lesbiana en la escena del bolero.
Hay otra música, pero chirriante. Canción de cuna (Garci,1994) también suena a robo, pero de autoría al aparecer en los créditos el nombre del supuesto autor Gregorio Martínez Sierra, cuando todo el mundo sabe y sabía que era su esposa María de la O Lejárraga quien escribió todas sus obras, una historia terrible y sórdida aún por contar. Porque el plato fuerte del género monjil es el terror. El de toda la vida con posesiones y demonios como los de La monja (Taissa Farmiga, 2018) o La primera profecía (Arkasha Stevenson, 2024), ambas dirigidas por directoras de un nueva generación de cineastas que saben mucho de miedos femeninos. Pero también está el otro horror: verdadero, cotidiano y habitual en las instituciones religiosas crueles, represivas, violentas. Una de esas monjas inocentes y guapas es la monja judía de Ida (Pawlikowski, 2013) que con un blanco y negro “dreyeriano” nos cuenta los genocidios de los muy católicos polacos. Y Las inocentes (Anne Fontaine) relata otro terror consecuencia de la guerra: la violación. Al embarazo de unas monjas violadas por los soldados del Ejército Rojo se les añade la tortura perpetrada por una fanática superiora. Pero para monjazas malas las siniestras monjas irlandesas ladronas de niños de Philomena (Frears, 2014) o las psicópatas de Las hermanas de la Magdalena(Mullan, 2002) redimiendo a palos a las niñas descarriadas. Todas historias reales, verdaderas. Es un terror sistémico y ecuménico, urbi et orbi, porque el irlandés y el de otros países, como Canadá, era idéntico al ejercido por las las órdenes de monjas españolas que se lucraron con el Patronato franquista.
Todo en nombre de Dios. Y de la pasta. Nuestra terrorífica Sor María tiene la mirada de Blanca Portillo en la miniserie Niños robados (Calvo, 2013). La monja María Gómez Valbuena estuvo imputada y sin juzgar durante 15 años, acusada de falsedad documental y “apropiación” –no secuestro ni tráfico de personas ni organización criminal– en los que la Justicia se mostró más lenta que nunca… Vaya por Dios. Murió antes de ser juzgada y ninguno de sus cómplices ha sido condenado. Asociaciones de víctimas calculan que puede haber más de 300.000 casos de niños robados entre los años cuarenta y noventa del siglo pasado. Estos crímenes siguen impunes: otra forma de corrupción.




