Un análisis de la pedofilia y los abusos sexuales con ironía.
¡Vaya, vaya! ¡Con que el imperio del Pito Santo (no confundir con el Espíritu Santo ni, de paso, con la Pitia de Apolo: hablo de la deidad por antonomasia) sigue firme y evangelizando territorios! Ahora toca narrar sus hazañas sin cuento entre los virginales culitos alemanes. ¡Cómo no rendirse admirativamente ante el crecimiento del tamaño en el número de prosélitos, la erección de nuevos templos para el culto o el invicto propagarse de la fe! ¡Santa efebofilia, exclamará el vaticanista! ¡Qué arte en su práctica! ¡Y qué constancia en el arte! Para mí que deberían incorporar una muestra del mismo en el menú de los visitantes ilustres de la Santa Sede, sin olvidar incluir, va de soi, una ración de variantes regionales, las exóticas incluidas.
Más aún: generalizado su uso y canonizado el instrumento ya como San Pito, ¿a qué esperar para convertirlo en sacramento –de administración diaria, por supuesto? Nada más sencillo, además. Puesto que es una práctica tan consagrada, qué impide santificarla como norma. ¿Acaso la protesta de los fieles? Pues la Iglesia no tiene aquí sino hacer gala una vez más de su gattopardesca fidelidad a sí misma, esa inimitable capacidad de adaptación que tan bien le ha ido a su supervivencia. O sea: retraducir los Evangelios, retraducir a San Pablo, retraducirse ella; o sea: cambiar a su antojo los hechos o la doctrina con que los modela según su arbitrio. Hecho eso, se acabaron los escándalos y los fieles a lo suyo, es decir, a balar –y a escaldarse en verano, cuando aprieta la calor.
Además, el consumo sacramental estaría garantizado, pues ¿no están a favor de la vida estos legionarios invertidos, ¡con perdón!, de dios, tan contrario a los otros, los de verdad, que tanto vitorean la muerte? Eso garantiza la constante llegada de remesas nuevas de clientes. O si prefieren: que siempre habrá un culito fresco disponible para no pecar; en suma, no hay peligro de que nos quedemos sin existencias, se dirá para sí el militante de tan divina Cosa Nostra. No se dirá que no sale rentable el cambio o que no resulta económico hacerlo.
¿Bueno, y qué hay de nuevo por ahí? Total, abusos en apenas diecinueve de las veintisiete diócesis de Alemania; ciento setenta denuncias por malos tratos contra los esforzados de la causa, testimonios y más testimonios de ex forzados, señalando, por ejemplo, al monasterio de Ettal como “el infierno” presente en la tierra, un reino de “terror absoluto”, y del que el encargado de investigar los hechos denunciados ha concluido que “durante decenios el maltrato fue una práctica masiva” con los internos. Ah, me olvidaba, también la prueba de que en Baviera se protegió a un pedófilo, del que se conocía su condición de pedófilo, que volvió a hacer de las suyas durante el periodo de favor, y todo ello mientras regía la diócesis un tal Joseph Ratzinger, que hoy oficia de dios en el Vaticano.
No sé si les suena, pero es el mismo que se profesó escandalizado cuando saltó a la palestra el asunto del vizietto de la Iglesia católica en Estados Unidos; que se volvió a confesar igual de escandalizado -y de ignaro, claro- de lo sucedido, cuando la catolicísima Irlanda tomó el relevo de la estadounidense por el mismo motivo; y que también hoy –coherencia se llama eso, sí señor- está la mar de conmovido, tief bewegt, si así les parece más serio, y un poco, pero poco, menos ignorante. La gangrena lleva años y años manifestándose, casi todo el país infectado, él en el ojo del huracán, oye, y nada: el chico sin enterarse: ¿cómo iba, es un poner, a dimitir? Y para qué, por otro lado, si luego va y pide perdón, o dice a otros que lo pidan ellos, que él está de viaje, y pelillos a la mar. La gangrena, insisto, pudriendo casi todo el país y nadie en la jerarquía eclesiástica oficial huele el hedor; los hijos enfermos llegando a casa, relacionándose con amigos, ¡y nadie en la sociedad percibe el tufo de las cloacas! ¡Y habrá quien niegue los milagros! ¡Si es que le entran a uno ganas de hacerse católico ya! ¿Quién, así, pediría la dimisión, un poner, del directamente afectado que con tanta afectación dijera en su día sentirse tan afectado?
Por fin se enteran todos de lo que se cocía dentro de paredes eclesiales: ¿cuál es su reacción? Bueno, ésta ya se la saben: la de siempre. Al escandalazo por la sorpresa, de la que estaban en tan bendita ignorancia, han seguido el reconocimiento del poder del diablo, el mea culpa de algunos, el silencio de otros, dimes y diretes por acá, alguna velada amenaza por allá, algún ascenso a algún culpable, porque ése es el precio de callar la verdad, tanto y tan inesperado arrepentimiento de oficio, y la architotal predisposición por parte de la loggia a, esta vez, aclarar la verdad hasta el fondo y con todas sus consecuencias: ¡palabrita de niño papal! Y en relación con el descubrimiento, qué hará el autócrata vaticano: ¿se comportará como obispo de Roma y una vez más, mintiendo según costumbre -para que luego digan que el hábito nunca hace al monje-, perdonará los pecados de los vampiros con su secretismo oficial, mientras les insta a revelar todo; o como Jefe del Estado Vaticano, decretando en tal caso una amnistía las que comprenda incluso las omisiones y complicidades del actual obispo de Roma?
Qué cabe esperar de tan coral acto de contrición. Puesto que ni siquiera lo sirven con una cervecita y unas aceitunitas que hagan más llevadera la hipocresía nacional de la iglesia, mucho me temo que debamos esperar lo de siempre. La pregunta, en concreto, también la ha formulado un periodista de Die Zeit a la teóloga Uta Ranke-Heinemann, presentada como una experta en problemas relacionados con la pedofilia en los sacerdotes católicos y con los abusos sexuales en los círculos eclesiásticos. ¿Desean saber su respuesta, o sin más, por qué se declara escéptica respecto al resultado final de la investigación sobre el caso? Pues porque la solución del problema depende de que la iglesia se halle dispuesta a “terminar con su práctica habitual de encubrimiento y de silenciamiento de los casos de abuso”, cosa que los hechos no cesan de desmentir. Ha visto ya numerosas “lágrimas de cocodrilo”, la negativa del Vaticano a cooperar con la BBC durante la realización de una película en 2006 acerca del problema o que cuando se aborda el debate acerca de las posibles causas de los abusos, apuntándose al celibato como la primera de todas, la venerable institución, que tantas alegrías nos daría a muchos si se disolviera, se dedica a capear el temporal y a salirse por los cerros de Úbeda. Por ello, en fin, la teóloga teme que el destino de la comisión de investigación se asemeje al del “National Review Board”, que en 2002 se había asignado una tarea similar a la alemana actual; presidido por el entonces gobernador de Oklahoma, “llegó tras un año a la siguiente conclusión: ‘Ésta no es mi Iglesia, esto es la mafia, esto es Cosa Nostra’. Después hubo de retractarse. Pero muchos otros miembros de la comisión se quejaron también de la falta de predisposición de los obispos a cooperar”. Cabría añadir aquí, también, el testimonio de la ministra de cultura alemana, democristiana, que ha calificado la cooperación vaticana en el asunto como “un muro de silencio”. Lo dicho: nada nuevo bajo el sol.
Entre las causas de un comportamiento que la iglesia no duda en calificar de desviado y contra natura, considerándolo por ende pecaminoso, pese a que tiene lugar entre adultos conscientes de lo que quieren y hacen; pero que no duda en ocultar, o sea, promover, cuando lo practican sus miembros y con niños, se suelen enumerar varias, y según dije antes el celibato in primis. El papa lo sigue considerando como “el signo de la consagración por entero al Señor”, razón por la cual afirma “el valor sagrado del celibato” (véase el artículo de Le Monde en el que se debate acerca de las posibles causas de la pedofilia ejercida por las huestes católicas, siempre tan varoniles): ¿Chochea o es sólo cinismo? En cualquier caso, y limitándonos al fenómeno de la pedofilia y a su ocultamiento por la jerarquía católica -la punta del iceberg de las relaciones entre el sexo y el clero-, lo que se advierte de inmediato es que total, total no es la consagración al Señor, por cuanto sus miembros en absoluto se desentienden del miembro que les permite consagrase con similar devoción a los niños. Y ya que los hechos son tan papalmente testarudos, ¿por qué no se cambia de una vez una doctrina que es un violento anacronismo, cuya práctica sacrifica a muchos inocentes y traumatiza a la totalidad de los penitentes, papas incluidos? ¿O es que lo que en verdad se teme es sujetarse a una persona durante toda la vida? Ningún problema al respecto: lo seguro es que una vez casados los integrantes del clero, más antes que después la santidad del matrimonio dejará de existir.
En el debate sobre las causas de la pedofilia y sobre el modo de ponerle fin se han aducido también la concepción de una autoridad que se pone a sí misma “más allá de la justicia, de la democracia y de toda transparencia”, en palabras de la teóloga Marie-Jo Thiel; su consideración por parte de la iglesia “como una debilidad pasajera… cuando en realidad se está ante un hecho criminal”, en opinión de un jurista que trabajó para el episcopado francés; el hecho de que “la cultura del secreto y de la asfixia es una tradición en la iglesia, que siempre ha preferido arreglar sus asuntos de acuerdo con su propia justicia, en el nombre de su supremacía y su autonomía”, en palabras de Emile Poulat, historiador del catolicismo; etc. Con el mismo título ontológico, y no como posible derivación de alguna de las causas citadas, habría que añadir ahí la conciencia de impunidad de quien se sabe abrigado por los prejuicios de las ovejas, de su infame cobardía, y de los privilegios que el derecho le confiere para construirse refugios secretos contra la sociedad, una infame claudicación de los políticos que en democracia se postran ante la autocracia. ¡Y hasta nueva orden!
De regreso a Alemania de su exilio parisino, Heinrich Heine, alguien de quien nadie puede predicar insensibilidad ante la belleza, a su paso por Colonia camino de su ciudad natal, Düsseldorf, se topa de pronto con la catedral. Mas el gran poeta no ve en el edificio la traza canónica y majestuosa del más bello emblema del gótico en Alemania, y no sólo en Alemania, sino el símbolo del oscurantismo católico cuyo triunfo es la condena a muerte de la razón alemana. Escribe: “¡Pero mira, ahí, a la luz de la luna / Este tipo colosal! / Se eleva endemoniadamente negro: / es la catedral de Colonia. / Debía ser la Bastilla del espíritu / Y los ladinos papistas pensaron / ‘En este gigantesco calabozo / Languidecerá, hasta morir, la razón alemana’”. No se cumplió fielmente la profecía, pero esa mancha negra sigue siendo, aún hoy, un calabozo donde yace sin remisión una parte de la igualdad legal y la libertad democrática. Y no sólo en Alemania.