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Once tesis sobre la laicidad

1) La laicidad se ha convertido en una cuestión de vida o muerte en sentido literal. Constituye, y no por casualidad, la cuestión crucial de la democracia. Aunque lo habíamos olvidado, aunque habíamos considerado que la laicidad ya era algo conquistado, hasta el extremo que incluso el pensamiento «laico» de prestigio teorizaba su superación como sublimación (la indefectible Aufhebung hegeliana): la sociedad post-secular.

El pasado 7 de enero, el terrorismo islamista ha devuelto a la realidad a las democracias: la matanza de la redacción de la revista Charlie Hebdo es una declaración de guerra a la libertad de expresión, a la laicidad, al desencanto, a la modernidad, es decir a las estratificaciones lógicas e históricas cada vez más lejanas y más profundas que constituyen los cimientos de la democracia.

Que esa progresión de los cimientos era lo que estaba en juego fue algo que había entendido bien la pasión ilustrada y republicana de las masas de París y de toda Francia, y que expresó con la mayor manifestación callejera registrada desde los heroicos tiempos de la Liberación. La emoción popular – de una forma más significativa si fue inconscientemente – representó el máximo de lucidez y de comprensión racional del acontecimiento: los terroristas quisieron apuntar contra el corazón de las libertades «occidentales» en tanto que libertades a secas: la coherencia del desencanto.

Un choque de civilizaciones que no contrapone entre sí el islam y el mundo judeocristiano, sino que divide y enfrenta dentro de ambos mundos, y de cualquier otra constelación cultural-geo-política. En efecto, no se trata de una guerra santa entre religiones, sino de la guerra de lo Sagrado contra el autos nomos, el «darse la ley a uno mismo», la soberanía del Homo sapiens sobre sí mismo, que viene a sustituir en este mundo al heteros nomos, a la soberanía de Dios, como fuente de legitimidad a la hora de dictar los ordenamientos, los valores, los derechos y deberes de cada cual.

Lo sagrado vs. el desencanto. Una guerra que divide al laico intransigente del laico acomodaticio, mucho más que al creyente del no creyente, y que pone de manifiesto los dos grandes «partidos» históricos que recorren Occidente, el de la coherencia o el de la hipocresía respecto al desencanto y a su lógica.

La laicidad es un corolario del desencanto, y la libertad hasta la burla de cualquier tipo de poder es el corolario de ambos, el pleno desarrollo del autos nomos, cuya culminación es por consiguiente el corolario libertario (y libertino) que proclama: Ni Dieu ni maître.

2) Ni Dieu... Si la religión en la esfera pública es nada menos que un valor añadido, como lleva repitiendo Habermas desde hace años en un crescendo, el «argumento Dios» debe tener plena legitimidad en la discusión política, en los comicios electorales, en los debates televisivos. Por consiguiente, ese mismo argumento tiene pleno derecho para resonar en los hemiciclos parlamentarios a modo de motivación para promover, aprobar o rechazar un proyecto de ley. Sería paradójico e incoherente que una justificación válida para decidir, en el dia-logos entre ciudadanos, a quién elegir como representante de la soberanía de cada uno, posteriormente quedara desterrada del debate con el que los «diputados» de esa misma soberanía llegan a decretar la ley. Sin embargo, si la voluntad de Dios constituye una buena razón democrática para instituir unas medidas normativas vinculantes para todos los ciudadanos, a mayor razón valdrá como motivo que invocar en las salas de los tribunales y en sus respectivas sentencias, con las que la norma general y abstracta se aplica a los detalles concretos de cada caso en particular.

¿Pero es que hay alguien, que se proclame laico (y da igual con qué adjetivos limitativos), que esté dispuesto a admitir que se condene o se absuelva a un imputado porque «Dios quiere»? Las pretensiones teocráticas quedarían perfectamente satisfechas si así fuera.

La esfera pública es una e indivisible, también y precisamente por la riqueza y la pluralidad de sus articulaciones, que hacen de ella una complejidad circular de ámbitos comunicantes. Si el nomos de Dios es admisible en uno de esos ámbitos, no puede quedar excluido de los demás. Por ello, la alternativa es drástica. O el destierro de Dios de la totalidad de la esfera pública, o la irrupción de Su voluntad soberana – dictada como sharía o descifrado por cualquier otro medio – en todas las fibras de la vida asociada. Aut aut.

Cualquier «apertura» de la laicidad que provoque fisuras y grietas en el rigor de su lógica constituye un «caballo de Troya» de las pulsiones teocráticas de colonización de la existencia colectiva. Justamente por eso es inherente a la democracia el ostracismo de Dios, de su palabra y de sus símbolos, de todo lugar donde el protagonista sea el ciudadano: incluida la enseñanza, mejor dicho, ante todo en la enseñanza, dado que es el ámbito de su formación. Al fiel le siguen quedando las iglesias, las mezquitas, sinagogas, y la esfera privada «in interiore homine».

3) Dado que constituye su fundamento, su antecedente histórico, que es también su presupuesto lógico, la laicidad es el criterio de orden superior y preliminar de la solución de los problemas de la democracia. El eslabón crucial del despliegue, hasta su cumplimiento, del autos-nomos en su desarrollo por filiación: desencanto >laicidad >soberanía de todos y de cada uno.

Esa es la verdad. El «darse la ley por uno mismo», en vez de obedecer a la ley eterna de Dios, que hace del Homo sapiens el creador y señor de la norma, posee una lógica incontenible. Una vez asumida, es decir des-encadenada de los cepos del heteros divino, tiene que encarnarse progresivamente en las sucesivas conquistas históricas de universalización del autos humano: desde la laicidad de «etsi Deus non daretur» [como si Dios no existiese] para los soberanos, que para los súbditos suena «cuius regio, eius religio» [la religión del reino es la misma que la de su rey], pasando por la soberanía compartida con unos parlamentos representativos censitarios, posteriormente por la «liberté» indisolublemente ligada a la «égalité» y la «fraternité» del primer sufragio «universal», hasta su implementación con el derecho al voto de las mujeres. O bien retroceder y desvanecerse en la restauración de la heteronomía de lo Sagrado. Hasta las heces, eventualmente: hasta la teocracia.

Pero ¿qué heteros, si el Único Dios se ha vuelto plural? Desde que los monoteísmos suplantaron a los tolerantes panteones «paganos», hibridables e intercambiables, la voluntad de Dios, para funcionar como regulador social, tiene que ser Una. El Nomos al que se debe obediencia, para ser reconocido por todos como fuente tranquilizadora de sentido y de seguridad, tiene que ser incontrovertible, y por tanto, necesariamente Uno. La herejía, si no se erradica con la hoguera y logra consolidarse como interpretación alternativa, lo mina irremediablemente. Lo Otro y lo Alto, si no permanece Uno, si queda definitivamente escindido, deviene polemos, entregado a una ordalía interminable.

Pero el juicio de Dios solo es visible como veredicto del campo de batalla.

Así pues, para no destruir con las guerras de religión las sociedades que tiene que gobernar, la soberanía del Nomos divino debe ser neutralizada. El instinto de supervivencia obligó a la Europa de los soberanos a aceptar la impía invasión de la laicidad, que por fin verá cómo los bárbaros – el Tercer Estado y los sans-culottes – se apoderan de la soberanía cortándole la cabeza a los Soberanos.

Una vez que se instituye la esfera pública de forma democrática, volver a legitimar a Dios dentro de ella significa inocularle el virus por el que el recorrido en dirección inversa se hace inminente y acechante, hasta la guerra civil de religión, potencial y permanente.

4) Por consiguiente. La religión es compatible con la democracia únicamente si está dispuesta y acostumbrada a desterrar a Dios de las vicisitudes y de los conflictos de la ciudadanía, únicamente si está preparada para cumplir el primer mandamiento de la soberanía republicana: no pronunciar el nombre de Dios en lugares públicos.

La religión es compatible con la democracia únicamente si está domesticada, es decir, conversa a la autonomía absoluta de la norma civil respecto a la ley religiosa. Únicamente si está convencida de que la sanción espiritual del pecado no puede pretender que el brazo secular acuda en su ayuda para convertirlo en delito. Además, la religión tiene que aceptar la libertad del pecado como derecho de cualquier ciudadano: el pecado mortal garantizado y protegido por la ley, si eso es lo que ha decidido la soberanía del autos nomos. Aceptar e interiorizar.

Así pues, las religiones compatibles con la democracia son religiones dóciles, que han renunciado a cualquier tipo de fe militante (de sharías y mártires, o de legionarios de Cristo y otras comuniones y liberaciones) que pretenda imponer al siglo la moral religiosa. Son religiones sometidas, que han interiorizado la inferioridad de la «ley de Dios» respecto a la voluntad soberana de los hombres en este mundo. Son religiones re-formadas, porque habitúan a los fieles a una vida serenamente dividida entre el ordenamiento de la salvación y el ordenamiento de la convivencia, entre la obediencia personal a los mandamientos divinos y la obligada promoción de la libertad de transgredirlos de los demás.

La venerada fórmula «dad a César lo que es de César y a Dios lo que es de Dios» es totalmente inservible, porque no delimita la frontera entre los dos ámbitos. ¿Quién decide lo que es de Dios o de César: Dios o César? Sin embargo, en cuanto el autos nomos de todos y cada uno se convierte en el «César», ya no puede tolerarse la mínima ambigüedad: la soberanía democrática es la única soberana, e instituye la libertad religiosa como libertad de culto y de conciencia, a condición de que no interfiera con las libertades republicanas, a condición de que los creyentes asuman como deber cívico propio e irrenunciable el «muro de separación entre política y fe.

5)  Una religión compatible con la democracia tiene que aceptar que esta pueda ser Sodoma y Gomorra. Es más, tiene que interiorizar, como virtud cívica a la que el creyente no le está dado sustraerse, el alegre despliegue del pecado en el mundo, que para la fe es contra natura, o el doloroso recurso al pecado que arrebata a Dios el monopolio sobre la vida y la muerte. Y muchas otras abominaciones, como florecimiento de las libertades plurales de los ciudadanos soberanos.

Un resultado totalmente imprevisto cuando se teoriza y se instaura la laicidad, pero indiscutible consecuencia del principio.

Cuando Roger Williams funda en 1636 la colonia de Providence y posteriormente Rhode Island, para que allí puedan convivir unos cristianos que en el viejo mundo se degollaban entre ellos, junto a los nativos animistas e idólatras, a los judíos, que durante siglos habían sido
«deicidas», e incluso junto a los agnósticos y los ateos, todos ellos con plena libertad de conciencia en una inaudita separación de autoridades civiles y religiosas; cuando Thomas Jefferson, autor de la «Declaración de Independencia» y tercer presidente de Estados Unidos, esculpe la fórmula del muro de separación, nadie se imagina que las conciencias de los individuos, a la que ahora se encomienda la creación de la norma, puedan desear una moral sexual diferente de la de un «buen padre de familia».

En cambio, hoy en día el relativismo moral es el corolario ineludible de la libertad de conciencia. El Homo sapiens es irreversiblemente («imperante laicitate») dueño y señor del mundo de la norma. El nacimiento, la sexualidad, la muerte, los momentos cruciales y los aspectos fundamentales de la existencia, se sustraen incluso al último disfraz del hetros nomos, la «moral natural». Que todavía sigue esgrimiéndose como arma ideológica para imponer la propia ética a los demás, pero que en la igualdad de los ciudadanos soberanos se desmorona definitivamente.

La igualdad democrática implica plena libertad de elección de cada cual respecto al nacimiento, la sexualidad y la muerte, siempre y cuando no suponga atropello de una idéntica libertad ajena. Así pues, para seguir siendo compatible con la democracia, la religión debe renunciar a utilizar la leyenda de la «moral natural» (o el embuste de que un feto ya es «persona» desde la concepción), para oponerse al derecho de un ciudadano a la eutanasia, a los anticonceptivos, al aborto (durante los primeros seis meses de embarazo), por no hablar de la fornicación, el matrimonio entre personas del mismo sexo, la promiscuidad sexual de acuerdo con todos los gustos y preferencias.

6) En realidad existe también una fe (una sola) que no es en absoluto tibia, una fe apasionada, incluso exaltada y sin embargo compatible con la democracia: la que considera un deber para con Dios respetar la libertad de los  hombres hasta el pecado mortal y la impiedad, dado que tan solo el Todopoderoso puede decidir quiénes son los llamados y los elegidos. Henchido de esa fe, Roger Williams, un pastor puritano que no tolera ninguna iglesia como jerarquía o como poder que no sea exclusivamente espiritual, se convierte en el pionero y el apóstol de la laicidad en el Nuevo Mundo. De la decisión política como ateísmo práctico.

Igual, si parva licet…, que los escasísimos católicos italianos que invitaron a votar no en los referendos con los que los papas y sus lacayos parlamentarios querían derogar las leyes que instituían el divorcio y consentían el aborto.

Pero, ¿cuántas son las religiones existentes (no las conciencias religiosas laicas individuales de elevados, y por consiguiente laicos, sentimientos) que están dispuestas a interiorizar los límites, las obligaciones y la espiritualidad que el autos nomos impone al universo de lo sagrado para que no agreda a las libertades democráticas?

La libertad de religión que garantiza la democracia es tan solo un subconjunto de la libertad de conciencia y de opinión, y por consiguiente es también libertad respecto a la religión, libertad de crítica de la religión, de burla de sus dogmas en tanto que supersticiones, de sus profetas y santos en tanto que impostores, de sus celebrantes en tanto que fanáticos y/o sepulcros blanqueados. En otras palabras, e inequívocamente: la libertad de religión es, también y siempre, libertad de ofensa a la religión.

Eso es exactamente lo que rechaza y combate la «laicidad» abierta o positiva. Que, detrás de su seductora adjetivación diluye y lesiona la laicidad a secas, al trocar la coherencia del autos nomos y del desencanto por el reconocimiento público de las religiones, haciendo pasar como deber cívico el respeto a todas las afirmaciones, interpretaciones y lecturas de lo Sagrado: revanchismo del heteros nomos.

Resultado: los cristianismos y los judaísmos que, a la fuerza o por auténtica evolución, se habían plegado a, o habían madurado la lealtad cívica de la laicidad, están engendrando, a modo de mímesis y emulación de las comunidades islámicas y de sus éxitos ante las soberanías democráticas proclives a lo políticamente correcto, movimientos militantes de ocupación de la sociedad civil y de reconquista de la esfera pública. Y, como puesto avanzado del asentamiento, el reconocimiento de lo Sagrado bajo la forma de castigo y prohibición de la ofensa a cualquier religión.

7) Pero, ¿quién decide cuál es la frontera entre la ofensa y la crítica? La ofensa es un sentimiento peculiarmente subjetivo, tanto más resentida cuando más hipertrófico es el ego del creyente, su sensibilidad terrenal, su narcisismo por identificación con el grupo.

Pero hay que tener cuidado: la prohibición de ofender a las religiones deja la libertad de crítica a merced del fundamentalista, le legitima como juez civil de la censura, dado que no existe una medida «objetiva» que pueda marginar su «sentir» hacia la impiedad por considerarlo excesivo o patológico. Por lo demás, los creyentes «moderados» (de todos los monoteísmos) no se distinguen de los fundamentalistas en lo que respecta al resentimiento contra la blasfemia y la burla, sino sobre todo, y casi exclusivamente, en lo que respecta a la magnitud de la sanción que consideran justificada: el puñetazo del papa Bergoglio en vez de la ráfaga de metralleta de la rue Nicolas Appert.

Sin embargo, una vez canonizada la ofensa – y por consiguiente la susceptibilidad subjetiva que la percibe – como criterio para definir la falta, esa misma susceptibilidad se convierte en juez a la hora de determinar la pena. Porque el ultraje a Dios o a su Profeta, o a la Virgen, o a la Segunda, y sobre todo a la Tercera Persona de la Trinidad (en efecto, el pecado contra el Espíritu Santo es imperdonable, Marcos, 3, 28-29) es incomparablemente más grave que cualquier delito contra ese ínfimo ser comparado con Dios (o con la Virgen o con el Profeta) que es el espécimen corriente de Homo sapiens que somos todos.

A menos que nos tomemos en serio la definición de Dios, Clemente y Misericordioso, infinitamente bueno y ante todo Omnipotente, y por consiguiente inalcanzable para el hombre al ser incomparable en su finitud, y en que ciertamente tampoco puede hacer mella ese acto tan insignificante, comparado con Su infinita Majestad, que sería cualquier ofensa humana, demasiado humana. Un ateísmo práctico del que es capaz algún que otro místico o epígono de Roger Williams, no las religiones realmente existentes, voluptuosas de reconocimiento terrenal.

Únicamente el ateísmo es la coherencia de la laicidad generada por el desencanto. El ateísmo de masas, por lo menos como ateísmo práctico del ciudadano cuando es ciudadano, que tan solo unos pocos fieles saben conciliar de verdad con la fe por su Dios de salvación. Por lo demás, el ateo es ultrajado en su sensibilidad ilustrada y crítica por cada acto y cada palabra de las supersticiones religiosas, y sin embargo acepta la ofensa cotidiana serenamente, como inevitable tributo a la libertad.

8)  Todas las religiones, y sin duda todos los monoteísmos, llevan en su seno la tentación teocrática y la reserva mental hacia el autos nomos que inaugura la modernidad y la secuencia laicidad > soberanía> democracia que generó.

Pero, hoy en día, el islam de una forma especial. Hace casi mil años tenía a sus teólogos y a sus filósofos mucho más adelantados por «racionalidad crítica» que los europeos, y después se quedó parado. No tuvo su Reforma, ni el efecto colateral de imprevista heterogénesis de los fines por el que la religión acaba renunciando a la teocracia. No acepta la división secular entre el poder civil y la ley religiosa, puede tolerar eventualmente los nichos de otros monoteísmos en sus territorios, pero no la libertad religiosa, habida cuenta del papel central del concepto de apostasía, castigado con la muerte, para quien abandone la fe de Alá. Su Libro no fue inspirado por Dios, sino dictado por Él al Profeta, palabra por palabra, y por consiguiente ajeno a la hermenéutica de lo alegórico: muerte quiere decir muerte, lapidación, lapidación.

La distinción occidental entre islam fundamentalista e islam moderado es insensata cuando se refiere a los regímenes y los gobiernos, puesto que «moderado» por antonomasia es el reino saudí, donde la sharía se aplica con unas coreografías públicas de una espeluznante ferocidad.

No todo el islam es fundamentalista, huelga decirlo, no todo el islam es fanático, faltaría más. Pero hasta ahora, el islam dispuesto a reconocer la libertad religiosa, de la que la burla religiosa es un aspecto irrenunciable (por otra parte las religiones por definición se tachan mutuamente de «falsas y mentirosas») sigue siendo un episodio de individuos aislados, perseguidos en su patria, nunca hegemónicos en la emigración, es más, cada vez más ignorados o repudiados. Hasta el extremo que la teocracia edulcorada de Tariq Ramadan pasa por ser un islamismo «abierto».

Así pues, es tarea de los fieles del Profeta consolidar y hacer hegemónico un islam reformado, hoy prácticamente inexistente. Empezando por centrarse en la capa de ambigüedad de ese islam que no deja de salmodiar un sincero no al terrorismo, pero desde una machacona intolerancia hacia quienes insultan a su Fe y a su Profeta. Y es tarea del Occidente que se dice laico no brindar apoyo a tales aberraciones, concediendo por el contario todo tipo de espacios, voces y recursos al islam minoritario dispuesto a la modernidad democrática.

9) La modernidad surge de la sinergia contingente de herejía+ciencia, pero la ciencia (que hoy ya no está dando sus primeros pasos) ha demostrado ser asimilable y metabolizable por la fe, compatible con la ausencia de laicidad. En el fundamentalismo jomeinista, el chador convive con el chip electrónico, en el fundamentalismo terrorista con los explosivos de última generación y el sabotaje de los hackers en Internet.

La herejía, no. La herejía, una vez puesta en libertad, rompe la rotunda unidad de una comunidad de fe, legitima la disensión hasta el disidente individual, y por ello muta en libertad de conciencia, de opinión, de organización, en reivindicación incontenible de soberanía igual.

La pretensión de respeto por la religión de uno, con su corolario de reconocimiento público para toda comunidad que sea su vehículo, niega al individuo justamente en su derecho a la herejía, a la apostasía, a la existencia singular, lo encadena a la pertenencia de fe-y-sangre, lo reduce a función de la comunidad. Quien exige respeto por lo Sagrado impone al mismo tiempo, tanto si es consciente de ello como si no, el respeto por la comunidad de los creyentes donde el nomos de la fe y las jerarquías forman un todo, que por consiguiente el individuo tendrá que respetar, reproducir, fortalecer. En perjuicio y humillación del cuerpo y del espíritu de la mujer, siempre y de cualquier forma.

El Occidente que en Londres legitima los tribunales de la sharía para dirimir conflictos matrimoniales, familiares, de herencias, o que en Berlín autoriza la exención de las chicas de las asignaturas de biología y de gimnasia, y que en todas las metrópolis del viejo y del nuevo mundo finge desconocer la práctica de los matrimonios forzosos por cientos de miles, pisotea las libertades más elementales que desde hace siglos ha venido proclamando como imprescriptibles, e inviolables incluso por la mayoría más aplastante, pero que ahora se arrojan a merced de las minorías patriarcales. Una forma de racismo.

El respeto al que está obligada la democracia, y que, es más, constituye su fundamento, tiene que ver con las libertades de todos y cada uno, incluida la critica vivida como burla, no la «libertad» de unas comunidades que pueden suponer la anulación y la aniquilación de las primeras. La ciudadanía igual es la única identidad que debe tutelar la democracia como elemento imprescindible. Impidiendo, mediante la educación para la laicidad, que no solo la violencia sino también la presión social y la manipulación psicológica perpetúen la sumisión al conformismo patriarcal.

10) La coherencia del desencanto celebra su apoteosis en el «ni Dieu ni maître», como hemos visto. Ni maître, pues.

Para que todo el mundo viva la ciudadanía como su propia identidad, para que el ciudadano no sienta que le apremia la necesidad de una identidad vicaria, es preciso que la democracia cumpla todo lo prometido: la soberanía igual, el poder igual de todos y cada uno. Que por lo menos se vaya aproximando a ella, asintóticamente, como alma y brújula irrenunciable de su vivencia cotidiana, de su crónica política. Ese poder igual será delegado en su ejercicio legislativo y ejecutivo, pero la soberanía simétrica que «se representa» en el Parlamento no puede convertirse en un espejismo y degenerar en una farsa sin que se desencadene la pulsión de comunidad, que en el Uno de la obediencia y de la exaltación (desde el Fondo Sur de un estadio a la umma) suplante la fraternité prometida y sustraída por una democracia traicionada.

«Liberté, égalité, fraternité» constituyen una hendíatris, el enlace indisoluble de valores donde cada elemento se interpreta vinculado al posterior, y no hay libertad en conflicto con la igualdad, y donde no hay igualdad en conflicto con la fraternidad, y mucho menos separación de las tres sin que se ponga en peligro la democracia misma. En la terminología de Jefferson en la Declaración de Independencia, se llamará el «derecho a la búsqueda de la felicidad», para todos.

Solo se puede luchar contra la deriva comunitaria/identitaria, caldo de cultivo de todo tipo de revanchas de fe, de sangre y de tierra, de las que el terrorismo, «in partibus infidelium» es la versión carnicera pero lógica, haciendo realidad la democracia, aumentando incansablemente, para todos, la libertad, la igualdad y la fraternidad: poder igual. Lo contrario de lo que ocurre en las democracias que existen en la realidad. Que después de los meses de pasión del maquis y de la Resistencia, y la bocanada de aire fresco de mayo del ’68, tan solo conocen establishments que lobotomizan la soberanía, desbocan la soberbia de la desigualdad, pisotean la fraternidad en la idolatría liberal y en la apoteosis de los juegos de azar financieros.

La libertad es también libertad material. El «muro de separación» de la laicidad no es un formalismo procedimental, sino ethos del autos nomos en su esencia igualitaria, además de en su esencia libertaria. Emancipación social permanente.

11)  La laicidad es la coherencia de la libertad. La intransigencia de la libertad. El extremismo de la libertad.

Pero la libertad, por naturaleza, no es ilimitada. En efecto, ab-soluta solo es la libertad de quien en los demás posee súbditos (o «ama» criaturas), no a sus iguales. La libertad ab-soluta es por definición únicamente la de Dios, y la de su Ungido en la tierra. La libertad igual encuentra por definición su límite en la igual libertad de todos los demás.

El racismo niega la precondición más elemental de la libertad igual, incluso impide que sea concebible algo como la «dignidad humana», ve en el otro, de rasgos escogidos arbitrariamente (por nuestro ADN somos todos infinitamente mestizos, y la humanidad más «pura», es decir originaria, proviene de África), un instrumentum vocale, materia a la que esclavizar. La «libertad de racismo» es la activación culpable de un bacilo de deshumanización, el cultivo in vitro de un virus pestilente, su dispersión masiva. El logos racista es un virus que apunta directamente contra las libertades. No constituye libertad de opinión, sino un criminal juego de contagio contra la libertad.

Pero no se debe jugar con las palabras. El antisemitismo es racismo, el antijudaísmo y el anticristianismo, si no hacen amalgama con presunciones de razas, siguen siendo críticas más que legítimas a las religiones (y por consiguiente, la islamofobia no es racismo, exactamente igual que la papistofobia de los roundheads de Cromwell), el antisionismo es oposición a una ideología política.

Los fascismos también significaron la supresión sistemática de libertades en consonancia con su doctrina, su ideología sus valores, y por consiguiente la nostalgia, la apología, la propaganda, la reorganización de los mismos no pueden formar parte de la constelación de las libertades: sería masoquismo de la democracia crear las condiciones que hagan necesario una vez más (una vez de más) «sortir de la paille les fusils, la mitraille les grenades», correr el riesgo de cárcel y tortura, sacrificar la vida, para derrotar a una peste negra ya derrotada.

El racismo y los fascismos, las únicas limitaciones de la «libertad» que exige la libertad. Para todo lo demás, basta con unas leyes que protejan de la difamación (a los individuos, y por unos hechos concretos que tienen que ser de una gravedad puntual y perfectamente detallada) y persigan la instigación a delinquir (también en ese caso con una circunspecta limitación a los casos gravísimos y directos).

La laicidad es una cuestión de vida y muerte para la democracia. Y para ambas cosas ya es cuestión de supervivencia un inaplazable crescendo de poder igual, político y material.

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