Menos normal aún es que la Conferencia Episcopal haga casus belli de la dichosa asignatura y llame incluso a la objeción de conciencia, incitando a los padres a una rebelión que, de producirse, se volvería contra sus hijos, privados de la titulación correspondiente al no superar la materia en cuestión. La Federación Española de Religiosos de la Enseñanza –patronal católica al pie del cañón educativo– lo ha entendido mejor: impartirá en sus centros Educación para la Ciudadanía “por imperativo legal” y procurará adaptarla a sus planteamientos ideológicos. A los obispos les convendría adoptar la misma actitud; o sea, proclamar que les disgusta la ley y que harán todo lo posible por cambiarla (sólo existe una forma legítima: que gane las elecciones un partido que asuma las posiciones episcopales), pero acatarla y cumplirla. Como todo hijo de vecino, porque si no hay confusión entre el poder político y el poder religioso, tampoco hay bula para que este último se autodeclare exento de atenerse a las decisiones soberanas del primero, como una ley aprobada por el Parlamento.
Y a todo esto, ¿de qué estamos hablando? De enseñar a los chavales los valores cívicos que inspiran nuestro sistema de convivencia. La pluralidad, el respeto, los derechos y deberes de los ciudadanos, la solidaridad, la no discriminación entre las personas. En fin, lo que se enseña en muchos países de nuestro entorno y el Consejo de Europa viene recomendando año tras año.
Por poner un caso que les preocupa mucho, los obispos pueden educar en la tesis de que la homosexualidad es un pecado grave. El Estado ha de enseñar a los niños a no tirar piedras a los homosexuales. No tiene vuelta de hoja.