No estaría de más que los obispos americanos invitaran a los obispos españoles a uno de esos tours de formación.
En dicho tour de formación los prelados americanos mostrarían a sus homólogos españoles cómo la Iglesia puede, valiéndose de las nuevas técnicas de captación, aumentar el número de fieles y tenerlos seriamente comprometidos para que no sean cristianos de boquilla, sino que asuman con sus actos y sus aportaciones económicas la misión de hacer crecer la presencia de Dios en la tierra. Los profesionales de la fe americanos podrían disertar sobre cómo competir con otras fes igualmente populares y cómo aceptar que los creyentes, por casamiento o por pura veleidad, a veces se convierten al judaísmo, al budismo o a la cienciología. Para enfrentarse a la furiosa libre competencia las religiones han de ofrecer actualizados los consiguientes packs de vida eterna, consuelo al desdichado y templos donde los pastores sean flexibles en sus performances y adopten diferentes discursos según el público al que se dirijan. En los barrios populares se habla de drogas, embarazos no deseados y del peligro de las malas compañías. Todo esto aderezado con hostias o con rosquillas, qué importa. En las zonas pudientes se fomentan las donaciones, que alivian la mala conciencia y se ofrece aparcamiento gratuito (importante). Los obispos americanos explicarían a los nuestros que no hay razón para sentir inquietud si un país se define como laico o si la palabra de Dios no está presente en las escuelas públicas o hay materias de educación democrática. A nosotros, asegurarían, clientela no nos falta y eso que tuvimos el desagradable problemilla de los abusos. Tal vez sea ahí cuando esos obispos españoles, que aún no han aceptado que la fe es asunto de uso privado, reconozcan que su miedo a verse apartados de la escuela o su terror a perder la subvención estatal están provocados por la sospecha de que ese país en el que gozaron de la exclusiva del adoctrinamiento es menos beato de lo que ellos creían y eso les tiene desesperadamente aferrados a sus ya inexplicables privilegios. Gracias, claro, a una izquierda que nunca se atreve a ponerles en su sitio y a una derecha que hace poco los sacó en manifestación. O en procesión, como se diga.