‘Las turbas no quemaron las iglesias si no después que aquellos sacerdotes hubieran quemado la Iglesia’
(Canónigo Cardó)
La borrachera de sangre que llegó inmediatamente tras el golpe de Estado de julio de 1936 es un hecho tan esperpéntico como insólito. En un país tan católico como España, el gentío desbocado desató toda su furia sobre la Iglesia, el clero y sus feligreses.
Más de 7.000 asesinados por la locura criminal de los llamados incontrolados. En 2012 se produjo el último gran proceso de beatificación de mártires de la Guerra Civil. Entre ellos, la veintena de monjes del Monestir de Montserrat salvaje y cobardemente asesinados. La mayor parte entre julio y agosto, sin otra razón que la sinrazón.
Pero contra lo que podría parecer, algunas voces de la misma Iglesia no dudaron en hacer sus objeciones a ese proceso para reconocer a ‘los mártires de Cristo’. Entre ellos, el Padre Hilari Raguer, erudito monje benedictino de Montserrat, fallecido en 2020 a los 91 años quien no dudó en plantear sus dudas y enmiendas. Aunque fueron rechazadas. Básicamente centradas en poner énfasis en el papel contrario al evangelio del grueso de la curia episcopal española.
El padre Raguer compartía en buena medida las tesis del canónigo Cardó, autor de Las dos Españas, obra escrita desde Suiza, país en el que tuvo que refugiarse tras su salida meteórica de Catalunya huyendo de las hordas de incontrolados que tras el fracaso del golpe desataron una suerte de caza diabólica de sotanas. Y luego de la Italia fascista, que fue su primer país de acogida.
Cardó omitió uno de los capítulos del libro ‘El gran rechazo’ y dejó escrito que éste no vería la luz hasta 50 años después de su muerte.
Y así se hizo. Como era previsible, el texto -pese a los años transcurridos- no dejó a nadie indiferente. Cardó vació el buche, apuntó a la jerarquía católica (en particular al obispo de Barcelona, Irurita, y al Primado de Toledo, Enric Gomà) y responsabilizó a estos de sustituir ‘el Cristo por la Nación, el anuncio del mensaje evangélico por una conspiración política de violencia, la gracia de Dios por la gracia del Estado’.
La tesis de Cardó es que quienes pusieron a los clérigos en el punto de mira del odio obrero que dio pie a miles de frenéticos asesinatos fueron los mismos que predicaron la ‘cruzada nacional’. O lo que es lo mismo, la jefatura de la Iglesia Católica española, proclamando la Guerra Santa Católica a imagen y semejanza de la proclama de Urbano II en el Concilio de Clermont, cuando llamó a los fieles a coger las armas para recuperar Tierra Santa porque ‘Dios lo quiere’. Para esos clérigos derechistas, Dios también deseaba la Guerra Civil para limpiar España de todas esas gentes que predicaban la justicia social o el reconocimiento de su condición nacional propia en algunos territorios.
Todo el capítulo es una denuncia del nacionalcatolicismo que bendijo la Guerra Civil. En el órdago final de Cardó -en su testamento vital diferido medio siglo- asegura que «la devastación espiritual habiendo llegado así al grado máximo, la revolución incendiaria era inevitable». Lo que lleva a Cardó -ferviente católico que tuvo que huir de la República para salvar la vida- a afirmar que «cuando en julio de 1936, aquella revolución estalló, provocada precisamente por la catástrofe previa, ya no destruyó casi nada más que las ruinas».
No asesinaron a esas miles de personas por servir a Cristo, las asesinaron como venganza hacia un estamento y una religión que se había erigido, a ojos de la izquierda, como un instrumento al servicio de la clase social dominante en una España donde la miseria campaba a sus anchas y los pobres estaban condenados a una vida insalubre y sin futuro alguno.