Leyendo el espeluznante y magnífico reportaje que sacó este periódico hace un par de semanas sobre los curas pederastas, con nombres y fotos de los religiosos condenados (Padres del mal, de Luis Gómez y Jesús Duva), lo que más me espantó no fue la perversidad de esos miserables, ni el hecho de que fueran sacerdotes (por desgracia hay pedófilos en todos los rincones sociales), y ni siquiera la política de ocultación de los abusos que ha estado practicando la Iglesia durante tantos años, aunque desde luego eso sea un indignante escándalo. Lo que me pareció más terrible es la resistencia social a admitir que esos abusos existen y, por consiguiente, la tendencia a culpabilizar a las víctimas.
Quiero decir que cuando cae una red de pornografía infantil, la gente se muestra muy dispuesta a creer que la maldad existe: son criminales, malhechores organizados, tipos que, en apariencia, no tienen nada que ver con la sociedad convencional. Pero cuando los abusos son cometidos por el vecino, por el párroco, por el padre de la amiga de tu hija… Ah, eso no lo queremos ver, no lo queremos saber, no lo podemos aceptar. No acabo de entender esa cerrazón que termina convirtiéndose en complicidad con el pederasta; tal vez en el fondo nos sintamos responsables de no haber sabido defender a esos críos.
Y así suceden cosas como las que contaban Gómez y Duva. Por ejemplo, que en el pueblo cordobés de Peñarroya, en donde los jueces condenaron al párroco Rey Godoy [en la fotografía] por realizar tocamientos libidinosos a seis niñas, 2.800 vecinos firmaran en apoyo del cura o incluso atosigaran a las crías por la calle preguntándoles: “¿No os lo habréis inventado todo vosotras?”. Si tenemos en cuenta que los niños víctimas de abusos por parte de adultos (y aún más si los agresores ocupan una posición de poder, como un sacerdote) se sienten sucios y culpables, como sostienen todos los expertos y como es evidente a poco que uno se pare a pensarlo, ese acoso por parte de los vecinos resulta repugnante.
Pero el problema no se limita a los abusos protagonizados por religiosos. Con el escándalo de los curas pederastas no hemos hecho más que asomar un poco la cabeza a una sima negrísima que aún sigue sepultada en la conciencia social: las agresiones sexuales cometidas por parientes cercanos e incluso por los padres. El incesto forma parte de los terribles secretos de alcoba, de ese mundo abisal que ocultan las familias y que a menudo jamás sale a la luz. De hecho, diversas organizaciones internacionales consideran que el 90% de los casos de incesto no se hacen públicos. Dada la oscuridad y la negación del tema, los datos fiables que tenemos sobre este tipo de abusos son escasos; pero el otro día, Lola Huete citaba en este periódico un trabajo de 2008 de la Revista d’Estudis de la Violència: entre un 20%-25% de mujeres y un 10%-15% de hombres españoles confesaron en diversos estudios haber sufrido abusos sexuales en la infancia; en el 39% de los casos, el agresor era el padre, y en el 30%, otro familiar. Y ahora hagan ustedes cuentas. Son cifras pavorosas.
Acaba de publicarse en España un libro esencial sobre el incesto: La primera vez tenía seis años, de la francesa Isabelle Aubry (Roca Editorial). Es un testimonio personal, en ocasiones difícilmente soportable, sobre el infierno vivido por una niña que fue sobada por su padre desde los seis años, violada sistemáticamente a partir de los 12 y luego, a partir de los 13, compartida por ese mismo padre en orgías múltiples con desconocidos. Y lo que es peor: cuando por fin, años después, Isabelle consiguió reconstruir su autoestima lo suficiente como para denunciar al monstruo, la justicia consideró que ella no se había resistido y que por lo tanto el padre no la había violado, de modo que sólo fue condenado a seis años de cárcel por abusos. Creer que una niña machacada física y psicológicamente desde los seis años puede resistirse a su verdugo es una aberración, y el fallo de ese juez es una indecencia. Tengo una novela que habla del incesto, y a raíz de su publicación a veces se me han acercado algunas mujeres. Mayores, jóvenes, incluso adolescentes; y me han susurrado sus historias, su dolor, su vergüenza. Siempre su vergüenza, porque la humillación y la culpabilización forman parte del abuso. Por eso hay que hablar de este tema abiertamente, y denunciar no sólo a los agresores, sino también la asquerosa complicidad social, la ceguera moral de tanta gente: esos jueces, esos vecinos. Aubry, que hoy tiene 45 años, no ha dejado de luchar y ha creado la Asociación Internacional de Víctimas del Incesto (www.aivi.org). Si lees esto y sabes de qué hablo, recuerda: no eres culpable, no estás solo, denuncia.