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La muerte asistida de Noelia estaba programada para agosto de 2024, pero Noelia respira todavía. Su padre, representado por Abogados Cristianos, decidió recurrir la sentencia que dio luz verde al proceso.
Aunque hubo discrepancia entre la jueza y la Fiscalía sobre la legitimidad del padre para presentar ese recurso, yo creo que, en términos generales, un familiar puede tener interés legítimo en judicializar una eutanasia si duda de la capacidad de quien decide y esa legitimación no se limita únicamente a supuestos de menores o personas con discapacidad. El problema es que la relación familiar no debería ser suficiente y en el caso de Noelia ese interés no ha quedado, en absoluto, acreditado.
Para que un interés sea «legítimo» no basta con demostrar que se es padre biológico, sino también que se ha criado, educado, cuidado y querido. Y resulta que Noelia lleva años sin convivir con unos padres -a los que se les retiró su custodia cuando era pequeña- y reside en un centro sociosanitario sin ninguna red que le apoye. ¿Cómo se explica la sobrevenida necesidad del padre por mantenerla con vida a toda costa?
Según el recurrente, Noelia padece «ideación suicida, ideas paranoides y trastorno bipolar» que la incapacitan para decidir sobre su propia vida, pero no se aportan ni pruebas, ni testigos de semejante incapacitación. Solo se alude a una nota que la joven escribió tras una noche de insomnio y que, según ha dicho, no recuerda haber escrito con lucidez sino, más bien, «al dictado» de dos personas de entornos católicos, vinculadas al centro donde estuvo tutelada y que, por cierto, la acosaban a menudo con estampitas, cruces y símbolos religiosos. Eso es todo.
Resulta curioso que el Tribunal Superior de Justicia de Catalunya sostenga que el «interés legítimo» de un padre en la vida de su hijo «no depende del tiempo que pasan juntos, de si conviven o no, ni de la percepción subjetiva del hijo sobre la calidad de su relación». Es decir, que la preocupación parental se presume, simplemente, por razones biológicas. Evidentemente, eso no significa que se tengan que asumir los argumentos planteados, pero indica que estamos frente a un riesgo continuo de invalidación de nuestro derecho a la muerte digna por parte de nuestros padres.
Dicho de otro modo, la posibilidad de solicitar que se lleve a cabo un control judicial para verificar si la Administración ha actuado conforme a la ley siempre está abierta, pero suscita perplejidad que se presuma un interés legítimo solo a partir de una relación biológica.
Noelia cumple con los requisitos que exige la ley de eutanasia. Sufre un padecimiento grave, crónico e imposibilitante. Dos forenses expertos en psiquiatría han dejado claro que su decisión es «libre, sin injerencia o influencia determinante». Formalizó la voluntad de iniciar el procedimiento de eutanasia mediante dos peticiones expresas que el Pleno de la Comisión de Garantía y Evaluación resolvió por unanimidad mediante un informe favorable. Se ha ratificado en varias ocasiones y casi una decena de especialistas han confirmado que conserva todas sus competencias. Sin embargo, Abogados Cristianos sostiene, sin pestañear, que no está en condiciones de decidir sobre su propia vida sin necesidad de acreditar absolutamente nada.
La razón por la cual se duda de la voluntad de Noelia obedece únicamente a un prejuicio que esta asociación privada pretende imponer como una verdad incontestable: nadie en su sano juicio quiere acabar con su vida.
Más allá de las dudas que suscita semejante afirmación, la cuestión es que en un Estado de Derecho no se puede imponer un proyecto vital por razones morales o religiosas. El «perfeccionismo moral» siempre viola el principio de autonomía, que es el que dota de sentido a nuestro elenco de derechos humanos. Da igual si hablamos del Estado, un grupo de presión o de interés, una asociación, una familia o una iglesia.
Cuando nuestra Constitución reconoce el derecho a la vida (art. 15 CE), no está hablando del deber de vivir. La propia Constitución plantea la necesidad de respetar el valor de la libertad y la dignidad de las personas (art. 1.1. y 10.1 de la CE) sobre la vida propia si esas personas juzgan que viven en condiciones indignas.
Por lo demás, nuestra legislación sanitaria protege la libertad de elección desde los 16 años bajo la figura del consentimiento informado. Si un paciente puede solicitar la desconexión del aparato de ventilación mecánica que le mantiene con vida tras una «petición expresa, seria e inequívoca», ¿con qué argumento se pretende excluir la petición de una eutanasia o un suicidio asistido?
De hecho, esta es la razón por la que no penalizamos la tentativa de suicidio. ¿Acaso estamos dispuestos a castigar solo a quien no puede quitarse la vida por sus propios medios? Negarle esa posibilidad a quien depende de nosotros para morir es una forma de tortura, trato cruel, inhumano y degradante, que perpetúa el dolor físico y psíquico al que obedece la decisión que se ha tomado.
Y, añado, ¿no es evitar ese dolor uno de los fines de la medicina? Porque lo es, consideramos una buena práctica médica la sedación en la agonía o en los pacientes en fase terminal, y por eso también en los hospitales se aplica a diario lo llamada «eutanasia pasiva».
La asistencia de un médico en el trance de morir es un acto clarísimo de compasión y de empatía. Lo que sorprende en el caso de Noelia es que sea su propio padre el que carezca de ella y lo que asusta es que el sistema judicial pueda funcionar como su cooperador necesario.
La batalla de Noelia es un ejercicio de libertad frente a la dominación parental y los crueles sicarios de la cristiandad.




