Actuación de la Orquesta y Coro del Tabernáculo Mormón en Temple Square en el Centro de Conferencias de los Santos de los Últimos Días (Salt Lake City, Utah, Estados Unidos). Fuente: Wikimedia Commons
“Nada mejor para explicar una cosa problemática que inventar otra tan problemática y darla como indiscutible. Es el procedimiento de todas las sectas religiosas”.
Pío Baroja. En «El mundo es ansí», 1912.
“Cuando se trata de controlar a los seres humanos no hay mejor instrumento que las mentiras. Porque los humanos viven según sus creencias y las creencias pueden ser manipuladas.”
Michael Ende.
“La gente se radicaliza porque prefiere sentir a razonar.”
Anna Rosling, 2018.
Creer en algo, sea lo que sea. Lo más popular y extendido en sociedades y culturas es la religión. Juan Ignacio Pérez escribió hace un tiempo en el Cuaderno de Cultura Científica que, a esta necesidad de creer, la ciencia responde con dos hipótesis. La primera afirma que nuestra especie está predispuesta a creer en otros mundos, en seres sobrenaturales, en dioses, en la vida después de la muerte, en todo aquello que las religiones sistematizan y ofrecen a sus seguidores en forma, que conocemos bien, de credo indiscutible.
La religión sería una consecuencia de la habilidad de la especie humana para concretar la relación entre causa y efecto. Y, por ello, si buscamos respuestas a los enigmas que hemos planteado en el párrafo anterior, encontramos la respuesta en milagros, fantasmas o, si se quiere, en la religión. como dice Juan Ignacio Pérez, “las creencias religiosas serían un subproducto del modo en que funciona nuestro cerebro”.
En consecuencia, Dimitrios Kapogiannis y sus colegas, del Instituto Nacional del Envejecimiento de Baltimore, han buscado en el cerebro las redes neuronales relacionadas con las creencias religiosas. Estas redes se integran en las áreas cerebrales relacionadas con la cognición social, el lenguaje y el razonamiento lógico, y no son específicas solo de la religión.
Obtienen más detalle cuando investigan, con resonancia magnética, el cerebro de voluntarios que se declaran creyentes o no creyentes. Localizan la relación íntima con Dios en la corteza del lóbulo temporal medio, el miedo a Dios en la corteza orbitofrontal, y las dudas sobre la existencia de Dios en el pecuneus del lóbulo parietal. La doctrina religiosa activa las áreas del lenguaje como, por ejemplo, la muy conocida área de Broca.
Para conocer el detalle de esta relación entre cerebro y religión, Michael Ferguson y su grupo, de la Universidad de Utah, lo han estudiado en un caso muy concreto, los mormones. Han escaneado el cerebro de 19 voluntarios que se declaran mormones devotos. Han encontrado que, cuando practican su religión asistiendo a actos de la congregación, se activan el núcleo accumbens, la corteza prefrontal ventromedial, y las regiones frontales relacionadas con la atención.
Algo parecido han encontrado Mario Beauregard y Vincent Paquette, de la Universidad de Montreal, en los cambios del electroencefalograma en monjas carmelitas cuando rezan y alcanzan lo que denominan una experiencia mística. Parece que la devoción activa una asociación entre ideas abstractas, el sistema de recompensa del cerebro y los procesos de atención de emociones. La doctrina motiva la conducta del devoto y la recompensa.
En conclusión, como proponía Juan Ignacio Pérez, las creencias religiosas activan en el cerebro redes de neuronas que ya existían y que provocan atención, cognición, emoción y recompensa que, sabemos, se activan también con otros estímulos diferentes a la religión.
Vamos a por la segunda propuesta del texto de Juan Ignacio Pérez: las creencias religiosas han contribuido a la cohesión de los grupos humanos y, por ello, han ayudado a su supervivencia y, en último término, al éxito evolutivo. Tienen, por tanto, las religiones o, en general, las ideologías un gran valor adaptativo. Hay ejemplos muy antiguos sobre la utilización de la religión para cohesionar grupos o, si se quiere, de pueblos y países enteros. Por ejemplo, Jorg Wagner contaba en 2018 la historia del rey Antíoco I del reino Comagene, ahora en el centro sur de Turquía, que hace más de 2000 años se autoproclamó como dios para mantener unido a su pueblo. Los habitantes tenían dos orígenes, persa y griego, y dos religiones y Antíoco los unió nombrándose dios y creando toda una religión alrededor de su persona.
Incluso, como proponen Jesse Graham y Jonathan Haidt, de la Universidad de Virginia, las personas religiosas se sienten felices y lo son por sentir que pertenecen a una congregación, a un grupo social cohesionado por la religión y su práctica. En resumen, los que siguen una religión forman parte de comunidades organizadas que cooperan y se mantienen en torno a seres sobrenaturales. Veamos algunos ejemplos que ilustran esta segunda propuesta.
La religión simplifica el control aquellos que no cumplen con las reglas de la moralidad en una sociedad. Tanto los incumplimientos, o pecados, como los castigos, infiernos y demás, vienen de dioses sobrenaturales y todopoderosos que se encuentran por encima de todos y de todo. Según Andra Craciun, de la Universidad de Bucarest, las personas religiosas pertenecen a grupos que organizan actividades conjuntas como reuniones donde se pasea, desfila, canta o baila. Estas actividades provocan en quien participa confianza, cooperación y sacrificio. Y también recompensa como encontró Uffe Schjodt, de la Universidad de Aarhus, en Dinamarca, cuando escaneó el cerebro de los que rezan, con la repetición de unos textos ya establecidos. El cerebro lo premia con secreción de dopamina y con bienestar a quienes practican su religión. O a quienes repiten eslóganes en una manifestación o en un partido de fútbol.
Además de supervivencia, para conseguir el éxito evolutivo se necesita una reproducción eficaz, y Ara Norentayan y su grupo, de la Universidad de La Columbia Británica en Vancouver, han comparado los ateos y el número de hijos que tienen con quienes se declaran religiosos. Después de revisar los datos de 82 países han encontrado que, de media, los que asisten a un culto religioso una vez por semana tienen 2.5 hijos mientras que los que no van nunca tienen 1.7 hijos. O, también, en Suiza y en el censo de 2000, los cristianos, hindúes, musulmanes y judíos tienen, de media, 3 hijos, y los judíos ateos tienen 1.5 hijos. Incluso los judíos Haredim, de Israel y más ortodoxos, tienen 6-8 hijos de media.
Lo habitual es que los hijos tengan, en principio, la misma religión que sus padres y, por tanto, los devotos de alguna religión, al tener más hijos que los que no siguen ningún culto, la transmiten a más individuos de la siguiente generación.
Ayuda al éxito en la reproducción, en nuestra cultura, una buena situación económica que lleva a tener más recursos para criar a los hijos. En un repaso en 81 países, las personas que consiguen con rapidez prosperidad económica son los que muestran una creencia más fuerte en el cielo y en el infierno. Sobre todo cuenta la creencia en el infierno. Y, además, rechazan más el fraude fiscal, el soborno, el adulterio y la mentira.
Una de las características psicológicas más interesantes de las personas religiosas es que consideran que sus creencias no se pueden probar por medio de la ciencia, no son falsables en el sentido de Popper. La religión solo se debe basar en la fe de sus seguidores, no en evidencias externas. Lo estudiaron Justin Friesen y sus colegas, de la Universidad de Waterloo, en Canadá, y encontraron que la religión, y también las ideologías políticas, se basan en otros motivos y, sobre todo, en que mantienen una determinada imagen del mundo y son el soporte de una identidad de grupo concreta. Friesen comenta que, cuando se dice que unas creencias religiosas o políticas no son demostrables por la ciencia, no se disgusta a sus seguidores sino que, incluso, se refuerza su aceptación de esas creencias.
Además, de la religión, la ideología también sirve para compactar un grupo. Una de las ideologías políticas más debatidas en estos días es el nacionalismo, por lo que supone en relación con los estados nación actuales como por su fuerza en crear sentimientos y reforzar el grupo de pertenencia. Sin embargo, la definición de nacionalismo no es fácil. Por ejemplo, el Diccionario de la Lengua da dos acepciones: 1. Sentimiento fervoroso de pertenencia a una nación y de identificación con su realidad y con su historia. 2. Ideología de un pueblo que, afirmando su naturaleza de nación, aspira a constituirse como Estado. O en el Diccionario Espasa de Sinónimos y Antónimos de 1997: Nacionalismo: Patriotismo, regionalismo, tradicionalismo, civismo, chauvinismo, patriotería, xenofobia, fanatismo. O, también, en Wikipedia, donde, y según Ernest Gellner, “el nacionalismo es un principio político que sostiene que debe haber congruencia entre la unidad nacional y la política”, o, si se quiere, “el nacionalismo es una teoría de legitimidad política que prescribe que los límites étnicos no deben contraponerse a los políticos”.
Algo parecido define Bert Bonikowsky, de la Universidad de Harvard, con un enfoque más personal: nacionalismo es un grupo de significados subjetivos y de orientaciones afectivas que dan a los individuos un sentido de sí mismos y guían sus interacciones sociales y sus elecciones en política. Para Bonikowsky, el nacionalismo en política y para políticos es, como ideología, un principio político que propone que las unidades nacional y política deben ser congruentes. El mundo debe estar dividido en naciones identificables, que cada persona pertenezca a una nación, y que la nacionalidad del individuo influya en cómo piensa y actúa y siente. En la práctica política, el nacionalismo es una llamada a la lealtad, a la atención y solidaridad del pueblo para cambiar como se ven a sí mismos, movilizar lealtades, promover energías y articular demandas. Para el resto de los ciudadanos, los que no se sienten nacionalistas, el nacionalismo como política crea, a menudo, una percepción de superioridad nacional y una orientación hacia la dominación y, por tanto, el rechazo. Como práctica es un conjunto heterogéneo de prácticas y posibilidades que están disponibles en la vida cultural y política moderna.
Sobre este asunto escribía Javier Elzo en el Deia en 2018: No acabo de ver la distinción entre algo dado, la nación, y un sentimiento, la patria. También la Constitución une ambos conceptos en el mismo artículo: “Artículo 2. La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la nación española, patria común e indivisible de todos los españoles”. Como ven, aparecen patria y nación en el mismo párrafo.
Hace unos meses, en noviembre de 2018, en los actos del centenario de la Primera Guerra Mundial, el presidente francés Emmanuel Macron reabrió el debate. Proclamó que “el patriotismo es el exacto contrario al nacionalismo. El nacionalismo es su traición… Diciendo que nuestros intereses primero y qué importan los de otros, se borra lo que una nación tiene de más precioso, lo que la hace vivir, lo que la lleva a ser grande, los más importante: sus valores morales”. También George Orwell avisó, en 1945, que no hay que confundir nacionalismo y patriotismo. En su texto Orwell se refiere, es obvio por el tiempo y lugar en que lo escribe, al nacionalismo supremacista nazi recién derrotado en la Segunda Guerra Mundial al que une, por su experiencia vital, a los comunistas soviéticos. Su definición de nacionalismo lo deja muy claro: “Cuando digo nacionalismo me refiero antes que nada al hábito de pensar que los seres humanos se pueden clasificar como si fueran insectos y que masas enteras integradas por millones o decenas de millones de personas se pueden etiquetar sin problema alguno como “buenas” o “malas”.
Pero, en segundo lugar –y esto es mucho más importante-, me refiero al hábito de identificarse con una única nación o entidad, situando a esta por encima del bien o del mal, y negando que exista cualquier otro deber que no sea favorecer sus intereses.”
Todo lo escrito hasta aquí sobre el nacionalismo quizá ayude a comprender por qué es una ideología que provoca sentimientos tan profundos que, a la vez, ayudan a aumentar la cohesión del grupo social. Sin embargo, tanto la ideología política como la religión pueden llegar al fanatismo y, como escribió Gilbert K. Chesterton en 1910, se llega a “la incapacidad de concebir seriamente la alternativa de una proposición” y, por tanto, “es fanático solamente cuando no puede comprender que su dogma es un dogma, aunque sea verdad”. Así, la ideología, en la práctica, llena el día a día con charlas con y sobre dogmas, rituales simbólicos, compromisos con las instituciones y prácticas a cumplir. Con el nacionalismo como forma civil de religión puede pasar que coloque la nación por encima de otras afiliaciones colectivas.
Fue a principios del siglo XIX, hacia 1830, tal como lo cuenta Karen Armstrong, cuando los nuevos Estados nación provocaron bajo una profunda contradicción: por una parte, eran laicos, pero las nuevas naciones despertaban emociones casi religiosas. En último término, la patria era una manifestación divina, el depósito de la esencia del pueblo y, por tanto, eterna. Daba a los seres humanos la inmortalidad que buscaban porque, la patria, existía desde el inicio del tiempo y continuaría tras su muerte Además, el Estado se había creado para contener la violencia pero la nación se utilizó como argumento para desencadenarla. En fin, si podemos definir lo sagrado como aquello por lo que se está dispuesto a morir, la nación era el valor supremo, lo divino en la tierra.
En ese momento, en el siglo XIX, en el entorno de la aparición del Estado nación que describe Karen Armstrong, cuando Ernest Renan escribió que ni la raza, ni la lengua, ni la religión, ni la geografía bastan para explicar una nación, como resume Marc Bassets en El País, sino que debe suponer un hecho tangible y cotidiano, que los ciudadanos expresen que quieren seguir una vida en común. O, si se quiere, que esa ideología contribuye a la cohesión de las personas en el grupo. O, como de nuevo nos dice Renan, que “existencia de una nación es un plebiscito cotidiano”, aunque se refería a su tiempo, es decir, al Estado nación.
Así, la aceptación de, por ejemplo, la Primera Guerra mundial fue aceptada con entusiasmo. Demuestra lo difícil que es resistirse a las emociones de la religión y, ya hace un siglo, a las del nacionalismo, la nueva fe laica. Es obvio que el nacionalismo llega con facilidad a un fervor casi religioso, especialmente en momentos tensos y emocionales.
Quizá la obsesión, religiosa o política, tenga relación con la química del cerebro. Hay algunas personas que tienden a aceptar creencias sin fundamentos como manías conspiranoicas, lo paranormal o las pseudociencias. Según Katharina Schmack y sus colegas, de la Universidad Médica Charité de Berlín, hay una relación entre la concentración de dopamina, neurotransmisor cerebral, y el apoyo a creencias sin fundamentos científicos.
Trabajan con 102 voluntarios, de ellos 53 son mujeres, y la edad media es de 25 años. A la vez que estudian los genes COMT, que regulan la degradación de la dopamina, les hacen encuestas sobre sus creencias. Los resultados muestran que, cuanto más alta es la concentración de dopamina, mayor es la tendencia a aceptar creencias sin apoyo científico.
Todos tendemos, como cuentan Philipp Sterzet y sus colegas, del Colegio Universitario de Londres, a ver lo que esperamos ver, lo que buscábamos es lo que, a menudo, encontramos. Hay, por tanto, que preguntarse si nuestro sistema de creencias y opiniones se ve sesgado por lo que esperamos, incluso por estados patológicos o por mentiras y engaños de otros. Así, por ejemplo, varios factores influyen en hechos o creencias que nos interesan o nos dejan más o menos indiferentes. Geoffrey Goodwin y John Dailey, de las universidades de Pennsylvania y Princeton, respectivamente, han encontrado que se aceptan con facilidad sucesos negativos como orinar sobre monumentos, mentir o hacer el saludo nazi. Tienen menos aceptación los hechos positivos como salvar a alguien que se ahoga o donar fondos a una ONG. Y todavía menos se puntúa lo que está en debate en la actualidad como el aborto o la eutanasia. Por ello, hay personas que piensan que sus creencias morales son objetivas y, por tanto, hechos verdaderos del mundo real. Y, en cambio, otras aceptan que sus creencias pueden ser, simplemente, preferencias morales personales.
En los debates sobre creencias se interviene para ganarlos o para aprender. En los debates para aprender, una elección personal y subjetiva, se escucha y, a menudo, se llega a un acuerdo. En los debates para ganar, lo importante son los objetivos, los hechos que nos son opiniones ni opinables, se escucha menos y no se consiguen acuerdos. Incluso, en los debates para ganar se tiende a parecer muy objetivo en las argumentaciones ya que, como solo hay una respuesta correcta, las demás están equivocadas. Uno se pregunta si los asuntos políticos en debate tienen una respuesta correcta o si todo es relativo. Estamos en el tiempo del tribalismo creciente.
El mejor debate es el cooperativo, con intención de llegar a un acuerdo, pero no siempre debe ser así. Es inútil el debate cooperativo sobre la homeopatía, o sobre las pseudociencias en general, o sobre el cambio climático o, si se quiere, sobre la existencia del cielo y el infierno. En los debates se debe ser cooperativo pero no equidistante sobre asuntos claramente falsos o indebatibles. En el debate cooperativo o para aprender, más parece que puede haber otras respuestas correctas y que no existe una verdad objetiva.
Es fácil de entender lo que revelan los estudios de Justin Friesen y sus colegas, de la Universidad de Waterloo, en Canadá, cuando aseguran que, muchas personas con una ideología interiorizada, consideran que sus creencias no se pueden, ni quizá deben, probar por la ciencia, con la falsabilidad en el sentido de Popper. En sus encuestas, Friesen y su equipo obtuvieron, para las ideologías, los mismos resultados que para la religión: las personas solo se deben basar en la fe y no en la realidad externa. Las personas con ideología establecida buscan, como la religión, una determinada imagen del mundo, la estabilidad en su modo de vida y, también, el soporte de una identidad concreta para sentirse integradas en un grupo. Cuando se afirma que una religión o una ideología no se pueden demostrar por la ciencia, no se disgusta a sus seguidores sino que, por el contrario, se refuerza su aceptación de esa creencia, sea religión o ideología.
Este rechazo al método científico se basa en lo que Geoffrey Munro, de la Universidad Towson, de Inglaterra, denomina la “excusa de la impotencia científica”. Es el rechazo de cualquier argumento científico en contra de la propia creencia y, además, el rechazo es previo, antes de analizarlo o debatirlo. Y, en último término, provoca la pérdida de credibilidad en el método científico y en la ciencia. Munro propone su hipótesis después de trabajar con 84 universitarios voluntarios y plantearles un debate sobre la homosexualidad en un estudio que, en general, trata de enjuiciar la calidad de la información basada en la ciencia. Así, las propias creencias provocan el rechazo a la ciencia.
Por tanto, hay quien afirma que sus opiniones son las únicas correctas y, además, sienten que lo son porque ellos son los mejor informados sobre ese asunto, sea el que sea, tal como han estudiado Michael Hall y Kaithin Raimi, de la Universidad de Michigan en Ann Arbor. Es curioso que, para los que piensan que sus ideas no son superiores a las de otros, también subestiman sus conocimientos sobre ese asunto. Sin embargo, los que se sienten superiores y que saben mucho, tienden a perder la oportunidad de aprender más. En general, los que sienten que sus creencias son objetivas, o sea, hechos, no debaten pues no ven la necesidad ya que consideran que su opinión es la correcta.
En resumen, quien piensa que su opinión es única y la mejor, pierde oportunidades de aprender más sobre ese tema, es fácil que se convierta en un obstáculo para conseguir que se debata en asuntos políticos.
Y, es evidente, que la interacción social cambia lo que se siente sobre la certeza de las opiniones propias. Los experimentos del grupo de Matthew Fisher, de la Universidad de Yale, muestran que las opiniones debatidas en un grupo que coopera se consideran menos objetivas que si en el grupo se compite por demostrar la verdad. O sea, quien coopera, acepta argumentos sin mayores problemas, y quien compite y no coopera quiere la verdad absoluta para apropiarse de ella.
Nos podemos acercar a la relación entre la religión y la ideología política con los estudios de Paola Bressan y su grupo, de la Universidad de Padua, en Italia, y que comenta Julio Rodríguez en su blog La bitácora del Beagle. Tanto la religiosidad como las ideas conservadoras presentan una dificultad en interpretar lo que se sale de lo habitual o, si se quiere, el azar en el entorno. Las investigaciones de este grupo llevaron a David Amodio y sus colegas, de la Universidad de Nueva York, a estudiar el funcionamiento del cerebro en liberales y conservadores y a concluir que los liberales tienen una onda de potenciales cerebrales que revela mayor sensibilidad para responder a conflictos. Por supuesto, es una propuesta en debate y queda mucho por conocer sobre las diferencias en la neurocognición según la ideología.
Creencias, religión e ideología están relacionadas, por lo menos en el principio de su desarrollo, tal como propone Joseph Henrich, de la Universidad de la Columbia Británica en Canadá. Lo explica Juan Ignacio Pérez en el Cuaderno de Cultura Científica. Una persona con prestigio difunde con más facilidad sus ideas en su grupo. Si, además, está dispuesto a sufrir por sus creencias. Incluso a llegar al martirio, lo conseguirá con más eficacia y difusión. Por ello, al principio de las religiones y de las ideologías con éxito suele haber una persona de prestigio que sufre. A través del sufrimiento, las creencias, la ideología y la religión llegan mejor al grupo. Las derrotas llegan mejor al imaginario popular que las victorias. Como escribe Francisco Javier Caspistegui en un texto sobre la ciudad, el campo y el tradicionalismo español, “la moral de la derrota es un elemento necesario para conseguir el objetivo último, que no es otro que la recuperación de aquello que se juzga más positivo de los buenos viejos tiempos”.
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Eduardo Angulo es doctor en biología, profesor de biología celular de la UPV/EHU retirado y divulgador científico. Ha publicado varios libros y es autor de La biología estupenda.