Cuanto más escucho y reflexiono sobre el debate abierto en España por el uso del hiyab en un instituto público de Madrid, más dudas albergo. De momento, me pesan más los argumentos a favor de poner coto en las aulas públicas a esta prenda, pero este artículo trata de compartir argumentos, más que de encender mechas que no conduzcan a ninguna parte.
Najwa Malha era hasta hace un par de semanas una joven de origen marroquí completamente anónima que lleva años estudiando en el instituto público Camilo José Cela de Pozuelo de Alarcón. A mitad de curso y a punto de acabar la secundaria, la joven, que cumplía la norma del centro de no cubrirse la cabeza (impuesta con la idea de evitar la identificación entre bandas gracias a las gorras), decide usar el hiyab en clase contraviniendo la disciplina escolar. El centro le llama la atención y la aparta de clase. El entorno de la alumna, entonces, acude a los medios y convierte a una menor de edad (dato relevante en este suceso), en protagonista de una noticia de alcance nacional.
Prosigamos con los hechos. Los padres de varias alumnas que usan hiyab, incluido el padre de Najwa, declaran a los periodistas que éstas optan por esta prenda libremente. Algunos incluso comparan el gusto por el hiyab con un capricho o un mero acto de rebeldía adolescente. Si es así, ¿por qué debería permitirlo el centro que tiene reglas sobre la forma de vestir del alumnado? ¿Por qué tiene más derecho la niña del pañuelo a vulnerar las normas que el chaval que adora la gorra? ¿Y por qué la familia y su entorno (asociaciones islámicas incluidas) han convertido en una causa importante esta reivindicación aun poniendo en riesgo los estudios y la imagen de la joven?
Este asunto levanta pasiones porque el hiyab no es comparable a una gorra, pues en tal caso nadie le dedicaría la menor atención. Los padres (cristianos, judíos, musulmanes) suelen dirimir tales caprichos en la intimidad familiar. La cuestión es que el hiyab informa acerca de la identidad y las creencias religiosas de unas menores. Es una prenda que tiene su origen en los textos sagrados, que aluden a ella como símbolo de sometimiento al varón, y que marca sólo a las niñas (nunca a los niños), especialmente cuando adquieren su plena capacidad reproductiva. ¿Qué hay de malo en ello?, se argumenta. ¿A quién hacen daño esas niñas veladas? En principio, a nadie. Yo tuve que usar velo en misa cuando de pequeña iba a un colegio de monjas. Eso tampoco hacía daño a nadie. Ahora siento que fui sometida a una costumbre de connotaciones religiosas y machistas que considero injusta, además de ridícula e incómoda.
Se alega que se debe garantizar el derecho a la educación de la joven, pero nadie se lo está negando. Sólo se le está pidiendo que, en clase, cumpla las normas como el resto. En la escuela, los niños y jóvenes aprenden, además de matemáticas, a madrugar, a cumplir horarios, a pedir permiso para ir al servicio y a socializarse evitando determinadas prendas. Forma parte de la enseñanza. Muchos docentes creen, incluso, que cuanto más homogénea sea la vestimenta, menos conflictos hay en las aulas. Las señas de identidad políticas, religiosas o de bandas no fomentan el debate, sino que suelen enconarlo.
La libertad religiosa de Najwa y su familia también está garantizada. O debe estarlo. Nadie les niega el derecho a profesar su credo y a usar el hiyab; salvo que éste lo lleven a clase.
Percibo en todo este debate un cierto sentimiento de culpa hacia otras culturas. Es cierto que nuestro pasado colonialista y nuestro presente xenófobo no son las mejores cartas credenciales, pero nos hemos dotado de leyes y pautas de convivencia que han profundizado en la laicidad del Estado y, sobre todo, en la liberación femenina.
Es chocante tanta timidez a la hora de pedir que en nuestro suelo, se acaten nuestros principios. La igualdad es uno de ellos. Así que resulta difícil explicarle a Najwa que apoyamos la igualdad mientras hacemos excepciones con ella con una prenda que la marca de manera inequívoca y discriminatoria en la escuela pública. Dudo de la conveniencia de imponer una forma de vestir a mujeres adultas, pero en menores de edad y en centros públicos deberíamos ser capaces de predicar con el ejemplo.
Hay quien se escandaliza por defender una prohibición, pero estamos rodeados de ellas. No se nos permite, por ejemplo, provocar un escándalo en la vía pública a las tres de la mañana y nadie llama a la rebelión por ello en nombre de las libertades individuales.
¿Quiere esto decir que hay que regular el hiyab en las escuelas públicas? ¿Incluso prohibirlo? A lo mejor sí. Pero si, tras una reflexión serena, se decidiera en tal sentido, entonces, con carácter previo, reformemos la Ley de Libertad Religiosa y revisemos el acuerdo con la Santa Sede, profundicemos en la laicidad y pongamos coto a tanta ostentación de símbolos católicos en nuestra vida oficial y pública. Símbolos de una creencia religiosa, por cierto, que como la musulmana favorece tan escandalosamente la discriminación de la mujer. No es de extrañar que hasta la Conferencia Episcopal haya defendido el hiyab.
Por todo ello, frente a la defensa de la total tolerancia al velo, me surgen tantas dudas y me asalta la sospecha.