Frente a la incuestionabilidad de un único libro la literatura ofrece la posibilidad de que el singular se convierta en plural y de que cada lector elija un número ilimitado de libros "sagrados" que van cambiando según las edades de la vida. A veces renegamos de aquello que nos entusiasmó en la adolescencia, otras, en cambio, revivimos antiguas pasiones; la que yo sentí de niña, por ejemplo, por Huckleberry Finn, y que ahora vivo igual de intensa pero diferente, porque soy consciente de tener en mis manos un tesoro lleno de ironía y humanidad. Juzgar. En literatura los juicios son a menudo tendenciosos, están marcados, sin duda, por modas, por filias y fobias, por prejuicios o por nuestras vivencias que aportan a la lectura un toque de exclusividad, de la misma forma que una colonia cambia según la piel que perfuma. El tiempo va depurando, dicen, pero no hay que creer que el tiempo lo decide todo con justicia bíblica: hay autores que han sido recuperados después de estar a tres metros bajo tierra y otros que quedarán injustamente en el olvido. El universo de la creación es el de la veleidad y eso forma parte de su peligro y de su encanto: frente al desprecio de los críticos a veces se alza la decisión democrática y legítima del gusto de los lectores. Nos movemos en el terreno movedizo de los gustos, no en el de la fe sagrada, por eso extraña el tono de imperativa deificación de la figura de García Márquez. Algunos literatos se han erigido en apóstoles, exhibiendo su proximidad a la santa figura, beatificando a un escritor vivo, esgrimiendo un libro hermoso como si fuera una espada sagrada. Pero cuando los homenajes se exceden en pompa y circunstancia aplastan la necesaria disidencia y hacen creer al lector común que los escritores no son de este mundo.
El triunfo de la Santísima Trinidad: Dios, patria y el ‘libre’ mercado (o de creencias que respaldan la victoria de Trump) · por José María Agüera Lorente
Trump regresa a la Casa Blanca envuelto en un aura mesiánica y acompañado esta vez de su particular…