El monumento es el principal atractivo cultural de Córdoba y en nada le favorece una gestión sectaria y confesional de su proyección
La primera vez que visité la Mezquita de Córdoba no entendí nada. Tendría unos 11 años y, sin saberlo, estaba acostumbrada a buscar un centro, una jerarquía de imágenes, un orden del escenario y del espacio. Contemplaba con curiosidad a los mayores que caminaban entre las columnas como si flotasen, con los ojos muy abiertos y una forma de mirar que pretendía abarcar todo el espacio.
Muchos años después lo entendí todo. O no lo entendí, pero sentí la misma sensación de flotar en un enigma matemático, en un bosque que modificaba sus perspectivas con mis pasos como ocurre si paseas por un mar de olivos que siempre conserva simetrías y líneas imaginarias. La Mezquita se me apareció entonces como una ensoñación, una ciudad de la mente, un enigma basado en el juego de contrarios, de luces y de sombras, de imposibles simetrías. Parecía igual en su trazado, pero si detenías tu mirada, encontrabas que la uniformidad también era un juego engañoso. Cada capitel, cada columna era distinta; hablaba el lenguaje de lo diverso con el verbo de lo único.
Se suele olvidar que, de todos los cultos, el más universal es la belleza. No sé qué sentimiento de admiración y de arrobo nos produce la contemplación de una obra de arte, ni por qué nos provoca esa suspensión del tiempo tan parecido al creyente ante su altar. Sólo digo que la Mezquita de Córdoba era ya Patrimonio Mundial mucho antes de que la Unesco lo proclamara. Millones de personas que hemos tenido la suerte de visitarla caímos rendidos ante esta belleza abstracta, conceptual y extraña.
En pleno siglo XXI, cuando deberían haberse dado por superadas las guerras religiosas, el monumento cordobés está sufriendo una doble acometida: por una parte, el miedo al islamismo redivivo, por otra, la determinación de la Iglesia católica de afirmar sus posesiones y poner su bandera como única vencedora de las viejas contiendas. Gracias al trabajo de una plataforma cordobesa y a los esfuerzos de personas como el profesor Antonio Manuel Rodríguez, hemos conocido que por el módico precio de 30 euros, y en aplicación de una ley inconstitucional que concede a las autoridades religiosas católicas la capacidad de ser fedatarios públicos, se ha “inmatriculado” La Mezquita. De esta forma, si la ciudadanía y las instituciones no lo remedian, a partir de 2016 la Iglesia católica será propietaria única de todo este recinto, mayor que la Basílica de San Pedro.
Aunque la “inmatriculación” no concede inmediatamente la propiedad, la Iglesia nos ha dado ya muestras suficientes de cómo será su gestión. Para empezar, ha borrado el nombre de mezquita de todos los folletos y páginas informativas y lo ha sustituido por el de Catedral de Córdoba. La maniobra es torpe y completamente impopular. Ya lo dijo Carlos V hace cinco siglos: “Habéis destruido lo que era único en el mundo, y habéis puesto en su lugar lo que se puede ver en todas partes. En todas las ciudades importantes hay bellas catedrales, pero solo Córdoba tiene una Mezquita tan singular”.
Además de este cambio de nombre, la Iglesia ha convertido la visita al recinto en un recorrido religioso y cuentan los que han hecho el circuito nocturno, al módico precio de 18 euros, que más que un recorrido cultural es una profesión de fe.
Es aceptable que la Iglesia gestione la catedral así como los oficios religiosos que se desarrollen en ella, pero supone una privatización inaceptable que se adueñe de todo el monumento e imponga una visión cultural e histórica de este patrimonio común.
La Mezquita de Córdoba fue declarada Patrimonio Mundial por su belleza, su valor cultural y por transmitir valores de convivencia. Es también el principal atractivo cultural de Córdoba y en nada le favorece una gestión sectaria y confesional de su proyección. La mejor forma de garantizar su futuro es declararla patrimonio público bajo cualquier forma de gestión que garantice la representación de todas las Administraciones. Y el reloj ya ha iniciado la cuenta atrás, antes de que la apropiación de un bien común se consume.
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