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“Me destruyó, pero no se lo conté a nadie”: la rebelión de Costa Rica contra la pederastia en la Iglesia católica

Los escándalos de abuso sexual sumen a la principal institución religiosa del país en la peor crisis de su historia; las denuncias que empiezan a salir a la luz tras años de silencio presionan a una justicia que aún llega a cuentagotas

Ariel Flores se lo pensó mucho antes de estar aquí. Se sienta en la modesta sala de la casa de sus padres y mira de frente una vieja fotografía donde aparece con el padre Óscar Meléndez. Ha esperado mucho para contar su verdad. Y como ha esperado tanto se toma un último respiro. Se acomoda la gorra sobre el cabello canoso, respira hondo y, cuando abre la boca, las palabras salen solas. “Yo tenía unos 17 o 18 años cuando el padre abusó de mí”, dice. “Ahora tengo 45 años y todavía me vienen a la mente esos momentos, todavía me acuerdo y me siento molesto conmigo mismo, todavía siento odio porque nadie hizo nada para detenerlo”. Esa carga se convirtió en un calvario: “Me destruyó, pero no se lo conté a nadie”.

Flores creció en una familia humilde y devota de Alajuela, en el centro de Costa Rica. Ponerse la mejor ropa e ir a misa todos los domingos estaba fuera de toda discusión, al igual que para la mayoría de la población. Cuatro de cada diez costarricenses se identifican como católicos, un número que ha caído en los últimos años, en parte, por los escándalos de pederastia y abuso sexual en el seno de la Iglesia. A finales de los noventa, la historia era diferente.

En esa época, la familia Flores atravesaba problemas económicos y su padre, la única fuente de ingresos en casa, tenía problemas con la bebida. Cuando su madre se enteró de que la iglesia a la que iba buscaba un sacristán, lo animó a pedir el trabajo. Era tanto una cuestión de fe como de necesidad. “A mis hermanos y a mí nos enseñaron que los sacerdotes eran como santos vivientes: tenían que ser respetados y nunca se equivocaban”, relata. Cuando le dieron el empleo, su mamá no cabía del orgullo. No era cualquier iglesia. Flores trabajaba en la Parroquia del Santo Cristo de La Agonía, uno de los templos más emblemáticos del país.

El padre Meléndez era un nicaragüense recio y carismático. Desde muy joven se unió a la Congregación del Santísimo Redentor y en 1996 se convirtió en el primer párroco centroamericano al frente de La Agonía. Solo estuvo un par de años como responsable de la parroquia, según los registros de los Hermanos Redentoristas, como también se conoce a la orden. La relación entre ambos era distante al principio. Poco a poco, Flores empezó a identificar las primeras señales que lo desconcertaron.

Ariel Flores muestra una fotografía con el cura Óscar Meléndez durante la entrevista en casa de sus padres en Alajuela (Costa Rica).
Ariel Flores muestra una fotografía con el cura Óscar Meléndez durante la entrevista en casa de sus padres en Alajuela (Costa Rica).CARLOS HERRERA

“Ariel, ¿le puedo hacer una pregunta?”, le dijo en una ocasión un muchacho nicaragüense muy pobre, que subsistía gracias al apoyo de la parroquia. “¿Qué le parece a usted que un sacerdote pida sexo por dinero? Es que el padre Óscar me da plata por dejarme penetrar”, relata. Al escuchar esto, Flores se puso lívido. Le aconsejó que lo denunciara, pero al poco tiempo no lo volvió a ver. Las sospechas del sacristán crecieron cuando notó que el cura invitaba a varios chicos a su habitación, ahí mismo, a un costado de La Agonía, aunque hasta ese momento no había presenciado más nada.

Un día, el padre Meléndez le pidió que le ayudara a hacer sus maletas antes de salir de viaje. Empacó todas las cosas y, de pronto, se hizo tarde. El hermano Óscar le ofreció quedarse en un rincón de la iglesia y Flores se tumbó en el suelo, exhausto. En la madrugada sintió una mano que lo tocaba. Primero, por fuera del pantalón y después, por dentro. Entreabrió los ojos y vio que era la mano del sacerdote. “Me desperté inmediatamente y sentí el corazón acelerado”, cuenta. Salió despavorido y esperó a que amaneciera afuera de la parroquia. No pudo dormir de la rabia. “Todo se me vino abajo”, afirma.

A la mañana siguiente contó lo que pasó a un miembro de la cúpula de la congregación. “Muchacho, esto es muy delicado”, le dijo uno de los mandos de los redentoristas. “Usted quédese callado y déjeme resolverlo”. Flores hacía todo lo posible por no coincidir con Meléndez, incluso con ayuda de otros miembros de la orden, pero al cabo de un mes nada cambió. Encontró un nuevo trabajo, dejó atrás su vocación de entrar al seminario y supo que no iba a volver a poner pie en La Agonía. “Sentía que nadie me iba a creer”, lamenta. “Y me dañó tanto psicológicamente que ya no me creía capaz para el sacerdocio”, admite.

Hace unos años, uno de los nuevos párrocos redentoristas lo buscó para reunirse en persona. “Me preguntó si había pasado algo con el padre Óscar y me pidió perdón en nombre de la iglesia”, recuerda. Óscar Meléndez tuvo una trayectoria de más de 30 años dentro de la orden y pasó la recta final de su vida gravemente enfermo. Falleció en junio de 2015 por una sepsis urinaria, tras pelear contra el cáncer de próstata y una tetraplejia que lo paralizó durante años, según el parte médico que se dio a conocer. Sus restos fueron velados en La Agonía, de acuerdo con su obituario. Este periódico buscó a la congregación para que se pronunciara sobre las acusaciones contra Meléndez, pero no recibió respuesta.

Flores pensó por años que esa disculpa iba a ser el último capítulo de una historia que nadie iba a conocer. Penalmente, su caso ha prescrito y la denuncia canónica dejó de ser una opción tras el fallecimiento del cura. Por casualidad, encontró un reportaje de EL PAÍS sobre pederastia en España y se animó a enviar un correo a abusosamerica@elpais.es, el buzón que habilitó este diario para que las víctimas en Latinoamérica compartieran sus historias, como quien pone un mensaje en una botella. “El mundo está lleno de abusadores de niños y me di cuenta de que no me podía callar”.

Su relato es el único que se ha publicado hasta la fecha contra el padre Meléndez. Pero no fue un caso aislado. El español Bartolomé Buigues, obispo de Alajuela, confirma a pregunta expresa de este diario que el sacerdote fue expulsado de la orden de los redentoristas tras un proceso disciplinario avalado por el Vaticano. La pena para un caso comprobado de abuso o pederastia, explica Buigues, es la remoción del sacerdocio. “Sentimos vergüenza y dolor por el daño que se ha hecho a las víctimas, no hay forma de reparar totalmente esto”, admite el religioso. “Pero estamos aquí para caminar juntos y tratar de sanar esta realidad”, agrega.

Los redentoristas nunca anunciaron públicamente la destitución de Meléndez. Cuando murió, fieles y congregados lo llenaron de elogios en redes sociales. “Que Dios lo tenga en su gloria”. “Al paraíso lo conduzcan los ángeles”.

“Anteriormente, el instinto era primero proteger la buena fama de la institución”, comenta Buigues, “pero hicimos mal, la buena fama de la institución se garantiza cuando conocemos esos casos, denunciamos, reparamos y buscamos la prevención al máximo”. El obispo defiende que se ha avanzado y que hay lineamientos más estrictos para evitar el encubrimiento. Desde que fue nombrado por el papa Francisco en marzo de 2018, ha habido acusaciones contra siete sacerdotes y dos laicos en su diócesis por abuso sexual contra niños y adolescentes. Dos de ellos ya fueron expulsados del sacerdocio. El grueso de las denuncias sigue bajo investigación.

La rebelión de los monaguillos

Varios sacerdotes católicos han pasado por los tribunales de Costa Rica. El gran terremoto, sin embargo, fue en febrero de 2019. Mauricio Víquez, un sacerdote muy mediático y que a hablaba a menudo en nombre de la Iglesia en temas de familia y sexualidad, fue acusado por múltiples episodios de pederastia y abuso sexual. Escapó y se escondió en México, pero fue detenido seis meses más tarde. Víquez fue expulsado de por vida de la Iglesia cuando se hizo público el escándalo y eventualmente, en marzo de este año, fue sentenciado a 20 años de cárcel.

Un oficia custodia la entrada a la sede de la Iglesia Católica en San José (Costa Rica), el 7 de marzo de 2019.
Un oficia custodia la entrada a la sede de la Iglesia Católica en San José (Costa Rica), el 7 de marzo de 2019.JUAN CARLOS ULATE (REUTERS)

El caso Víquez también ha salpicado al arzobispo de San José, José Rafael Quirós, que enfrenta un proceso civil por encubrimiento, acusado de conocer de los casos desde 2003 y no haber actuado. “Ese asunto se me pasó” y “no tenía experiencia” han sido algunas de las justificaciones de Quirós. En marzo de 2019, un mes después de que aparecieran las primeras denuncias, hubo un allanamiento sin precedentes en la sede de la Iglesia católica de Costa Rica para buscar evidencias de casos de pederastia y abuso sexual.

Al tiempo que agentes removían las cajas con evidencias de denuncias canónicas que se archivaron y la prensa sacaba cada día un escándalo diferente por abusos de religiosos, se desencadenó la peor crisis en la historia de la Iglesia católica de Costa Rica. “Fue tremendo”, reconoce el obispo Buigues.

Los hombres que hicieron caer a Víquez fueron sus antiguos monaguillos, niños que pensaron que nadie les iba a creer tras sufrir los abusos, que venían de contextos vulnerables y que fueron silenciados por el poder de sus agresores. La lucha de Anthony Venegas y Michael Rodríguez para poner tras las rejas al sacerdote que abusó de ellos duró casi 20 años. Pusieron denuncias eclesiásticas y esperaron por años una resolución, pero no pasó nada. “Siempre minimizaron el impacto de lo que nos hicieron, nos intimidaron, dilataron los procesos para que prescribieran los casos”, acusa Venegas. “Así es como funciona la máquina de encubrimiento de la Iglesia católica”.

“No fue hasta que decidimos hacer público el caso que se hizo algo”, explica Rodríguez. Buscaron en los medios y la justicia penal lo que no encontraron en los tribunales eclesiásticos: eran múltiples denuncias contra uno de los sacerdotes más conocidos del país y el arzobispo de la capital. Ellos mismos viajaron a México a seguir el rastro de su agresor y animaron a otros supervivientes a alzar la voz. Por estos ingredientes, la presión por resolverlo para las autoridades era enorme. “Pagamos un costo muy alto, la gente se burló y nos llamó de todo”, afirma. “Eso implica denunciar en un país como Costa Rica”, señala.

Las denuncias detonaron una especie de Me Too contra políticos, pastores religiosos, artistas y profesores universitarios, así como otros sacerdotes católicos. Carlos, otro antiguo monaguillo, había denunciado ante la Iglesia a un sacerdote diocesano al que acusa de abusar de él desde los 10 hasta los 15 años. “Nunca tuve una figura paterna y él se presentó así, se empezó a convertir en mi papá”, cuenta el chico, que aceptó hablar con la condición de que no se mencionara su nombre ni el de su agresor para no entorpecer el proceso legal que ha abierto. Bajo el pretexto de “cuidar de su hijo”, narra el joven, el cura le “revisaba” el pene, los testículos y los glúteos. Después fueron tocamientos de todo tipo, sin excusa de por medio. “Me robó la inocencia”, lamenta.

La situación fue tan evidente para algunos trabajadores de la parroquia, que se ofrecieron a ayudarlo a confrontar al cura, apenas un año después de que empezaron los abusos. Antes de reunirse, el sacerdote lo llamó y le preguntó: “¿Te gustaría ver a tu papá en la cárcel?”. Carlos no había entrado a la pubertad y, confundido, dijo que no había pasado nada.

Al poco tiempo, el sacerdote le pidió otro favor. Le dijo que se confesara con él y que admitiera que había robado unas limosnas, aunque fuera mentira. El niño no lo entendió, pero accedió. La noticia corrió por todo el pueblo y Carlos se fue a vivir con un tío, avergonzado de ser visto como un ladrón. Las sospechas sobre el sacerdote, cuenta el muchacho, también se esfumaron.

Cuando Carlos cumplió 19 años, el padre le mandó un mensaje de texto en el que recordaba algo que le solía decir: “Ahora que ya eres mayor de edad, vas a poder hacer una fiesta con puros hombres desnudos”. Tras revivirlo todo, el muchacho decidió poner una denuncia canónica en 2015. Nunca se le dio seguimiento y cuatro años más tarde tuvo que presentar otra, desde cero. “Me sentí burlado y cuando vi los casos de Anthony y Michael puse la denuncia penal”, asegura.

Al igual que con Víquez, la acusación penal aceleró el proceso canónico. En documentos legales a los que ha tenido acceso EL PAÍS, Carlos también reclama que ha habido esfuerzos constantes de la Iglesia por quitar importancia a su caso y proteger a su agresor. La primera reacción a su denuncia fue trasladar al cura a otra parroquia, una práctica habitual en el manejo de otros casos. No fue enviado muy lejos: solo a 11 kilómetros de la anterior. Cuando estalló el caso en medios, la parroquia dijo que el padre dejaba el puesto por motivos “personales”, aunque cuando aumentó la presión pública, la Arquidiócesis de San José reconoció que era por problemas legales.

En medio de todo el proceso, el cura desenterró la antigua confesión que orilló a Carlos a dejar su pueblo. El sacerdote grabó la conversación con el denunciante, pero no fue admitida como prueba porque se trataba de un niño que fue grabado sin consentimiento. En el proceso canónico, Carlos no dio crédito de la respuesta que recibió el año pasado: el tribunal eclesiástico encontró en el sacerdote “un perfil con tendencia al abuso de menores”, pero decidió que podía regresar a una parroquia con la única condición de que no practicara confesiones a niños. Tras más de seis años de litigio dentro y fuera de la Iglesia, solo falta que se asigne una fecha para el inicio del juicio penal.

Agentes decomisan documentos tras el allanamiento a la sede del Arzobispado y la Curía Metropolitana de San José, el 7 de marzo de 2019.
Agentes decomisan documentos tras el allanamiento a la sede del Arzobispado y la Curía Metropolitana de San José, el 7 de marzo de 2019.JUAN CARLOS ULATE (REUTERS)

¿Ha cambiado algo? Esa es la pregunta que da vueltas sobre la cabeza de los denunciantes que abrieron el camino. “Hace falta una nueva sacudida, necesitamos que Roma realmente voltee a ver lo que sigue pasando en Costa Rica”, afirma Venegas. Conciliar la idea de que ha habido avances en un contexto en el que los abusos no se han erradicado por completo es difícil. Sanar todo el daño, también.

Tras la rebelión de los monaguillos, la Justicia amplió en 2019 los tiempos de prescripción de delitos sexuales en 15 años para que más personas denuncien. Venegas y Rodríguez se han convertido en una red de protección que apoya a personas que han sufrido abuso sexual. “Somos supervivientes porque hemos pasado por cosas que una persona normalmente no pasa en su vida, pero al menos ya no estamos solos”, dice Venegas.

“Me ha costado muchísimo volver a confiar en la gente, incluso en mí mismo”, cuenta Carlos. “A pesar de este episodio oscuro en mi vida, me siento muy orgulloso porque el adulto en que me he convertido ha podido dar la cara por el niño que fui y que no pudo defenderse”, afirma, tras abrir un negocio exitoso y empezar su primera relación de pareja.

“Lo único que quiero es que se haga justicia”, asegura Flores, que rompió el silencio para que sus tres hijos no estén expuestos a lo que él vivió. Tras dar esta entrevista, el antiguo sacristán le contó todo finalmente a su madre. Lloraron y se abrazaron. Ella solo lamentó que tuviera que pasar tanto tiempo.

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