Ahora resulta que dicen algunos que la masturbación es una forma de aborto. Algo de eso apuntaba cuando a alguien se le ocurrió denominarla onanismo. Equivocó el contexto en que la biblia acuñó el término. Cuando algún varón moría sin dejar descendencia, el hermano del difunto venía obligado a fecundar a su cuñada. Cuando Onán fue llamado para este menester, él interrumpió el acto sexual y no permitió que su semen se depositara en el interior de su cuñada, sino que se derramó fuera. A este derrame exterior (marcha atrás le denominan ahora tras la invención del automóvil) y a la consiguiente negación de descendencia a su hermano le llamaron onanismo. La maldad de esta retirada no estaba en la pérdida de semen, ni en el disfrute sexual que generaba, sino en la negación a aportar a su hermano algo que él no había podido llevar a cabo: descendencia.
Superada esa visión negativa que entrañaba morir sin dejar un hijo plantado en la vida, es evidente que la masturbación proporciona un placer. Y aquí, creo yo, es donde las religiones han encontrado materia para atribuirle una categoría de maldad, de pecado. Ignace Leep expuso la teoría de que la masturbación era perversa porque en el fondo era un placer voluntariamente no compartido, si no disfrutado en soledad. De hecho también se le llama “pecado solitario” Y este autor atribuye su maldad al hecho de experimentar un placer sin hacer partícipe a nadie. El pecado consiste, para él, en el egoísmo que encierra.
Pero lo que resulta aberrante es que en el siglo XXI alguien retome teorías totalmente superadas y diga que la masturbación es un aborto porque el material que el varón desprende podría ser procreativo si se depositara en el conducto femenino. Según esta teoría la masturbación femenina no sería un aborto por razones obvias. O tal vez todo sea una confusión porque, partiendo de una visión extremadamente machista, resulta incomprensible que la mujer se masturbe. Ella existe para complementar la alegría sexual del varón, pero no para gozar de sus propias caricias. Sería por tanto una maldad del macho no asequible por la hembra.
Contrario a lo expuesto, pienso que todo nace en una visión miope, desviada y contraria a la unidad y unicidad del ser humano. Las religiones, que son las que condenan la masturbación, tienen una visión dual de la vida frente a los dioses: el dolor es bueno porque redime los pecados y es agradable a las divinidades y el placer es perverso porque no purga la maldad humana y porque la felicidad es sólo patrimonio de otra vida extra mundana que está más allá del tiempo y del cuerpo. El espíritu es bueno y mala la carne. Y ahí se plasma esa división en la que el ser humano libra su lucha. El espíritu debe vencer a la materia porque sólo importa la victoria de aquel sobre el despreciable barro artesanal de la piel.
Las religiones tienen una visión absolutamente negativa del cuerpo humano. El cristianismo y catolicismo en concreto son representante excelsos de esta visión maligna. Y a lo largo de la geografía corporal hay zonas especialmente perversas. Y esas son las genitales. Los jerarcas eclesiásticos parecen tener el sexo entre los parietales y en consecuencia ser sus órganos pensantes. Todo lo que se haga alrededor de ellos o con ellos es perverso si no conlleva una intención procreadora. Dios –dicen- ha hecho placentero el encuentro sexual entre hombre y mujer para atraernos con ese disfrute a la procreación. Pero de por sí el placer, incluso compartido, es malo sino incluye intenciones de fecundación. De ahí que la masturbación, las relaciones homosexuales, las caricias, los besos y todo lo que conlleva un disfrute haya que condenarlo. Y empobrecen la sexualidad reservándola al deleite que brota de las ingles, sin admitir que somos sexuados, es decir, que es la totalidad del ser humano (y no sólo el cuerpo) el que vibra, el que se estremece, el que siente el vértigo de su propia sexualidad.
El destinatario de la grandeza sexual es el propio ser humano. La procreación es una consecuencia, pero no la única. Y el placer no es una sublimación procreativa. Es una reacción corporal que asigna una plenitud a su ejercicio.
La masturbación, en consecuencia, ni es perversa, ni desemboca en ceguera ni reblandecimiento dorsal con la consiguiente deformación ósea. Es una fuente de placer, de plenitud a la que todos tenemos derecho dejando atrás remordimientos de pecado o consecuencias enfermizas.
La masturbación es un diálogo amoroso con uno mismo.
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